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Contradenuncias en violencia de género: Perpetuar el maltrato

Contradenuncias en violencia de género: Perpetuar el maltrato
Susana Gisbert es fiscal en la Audiencia Provincial de Valencia. Twitter: @gisb_sus.
14/5/2017 04:58
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Actualizado: 13/5/2017 23:36
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Acabo de leer hace nada un artículo sobre una mujer que, además de ser víctima de un maltrato continuado –y nada de presunto, que ya hay condena- sufrió un mal reduplicado: enfrentarse a la denuncia contra ella de su propio agresor.

Por si no había tenido suficiente, tener que soportar un juicio en el que también ella era acusada.

Una tortura perversa a añadir a las que ya llevaba en la mochila. Por fortuna, ella fue finalmente absuelta, previa retirada de la acusación pública -que no lo particular- y él condenado. Pero nadie le quita el sufrimiento padecido.

Esta música, lamentablemente, nos suena conocida a quienes bregamos cada día ante los tribunales conta ese monstruo llamado violencia de género.

Tanto es así que el propio Observatorio del Consejo General del Poder Judicial ha advertido que hay que mantenerse alerta ante esta práctica.

La cuestión no es nueva, desde luego. Las llamadas denuncias cruzadas existen desde hace mucho y motivan que muchas mujeres visiten más los juzgados de lo que sería deseable por su salud mental.

E incluso pueden llegar a motivar que acaben desistiendo de su propósito de denunciar al agresor por hastío, por miedo y hasta por aquello de “Virgencita, que me quede como estoy”, que ya dice el refrán que más vale malo conocido que bueno por conocer.

Craso error, sin duda. Pero comprensible, sin duda también.

Pero vayamos por partes. Ya hace mucho que las denuncias acerca de la antigua falta de incumplimiento del régimen de visitas engrosaban considerablemente los números de los ya sobrecargados juzgados.

En ocasiones con razón, desde luego, que no seré yo quien niegue la existencia de situaciones en las que los continuos impedimentos a la efectividad del régimen de visitas son desesperantes. Pero en muchos otros casos, convertían cada entrega y recogida en un nuevo juicio, exasperando lo que eran meras situaciones de desacuerdo, con una posible solución por otra vía que no había interés en buscar.

Denuncia contra denuncia

Ahora no se trata de eso. Se trata de llegar más lejos, respondiendo a la denuncia con otra denuncia e incluso, en ocasiones, anticipándose a ella.

Y, ante la evidencia de ser denunciado por unas lesiones, una amenaza o un insulto, contratacar denunciando haber sido a su vez maltratado, amenazado o insultado.

Y tratar de llevar hasta sus últimas consecuencias eso de que no hay mejor defensa que un buen ataque. Y que en Derecho no funciona.

No hay mejor defensa que una buena defensa. Y punto.

De este modo, la mujer que se había decidido a denunciar y que, incluso, tiene muestras evidentes de lesiones, se ve a su vez denunciada porque él manifiesta que fue ella quien le atacó. Y empieza un calvario adicional. Tener que demostrar que ella no hizo nada o que si lo hizo, era amparada por la legítima defensa, una circunstancia clásica del derecho penal que no siempre manejamos como deberíamos.

No es extraño que quien se ve agredida trate de repeler la agresión. Responde, entre otras cosas, a un mínimo instinto de supervivencia que tiene su encaje perfecto en la eximente citada.

Aunque tal vez eso no sea lo peor. Y como suele ocurrir, lo peor sea lo que no vemos. En el caso al que me refería, ella siguió adelante. Sea porque no se arredró, o sea porque las circunstancias no lo permitieron, ella continuó. Pero no siempre es así. Como decía más arriba, cualquiera de los que trabajamos en esta materia, vemos en cada guardia una o varias de esas denuncias cruzadas. Y sabemos bien cómo acaban muchas de ellas.

Se acogen al derecho a no declarar

Ambos se acogen al derecho a no declarar que como investigados tienen reconocido, y a su vez usan de la dispensa legal que permite no declarar contra la pareja cuando actúan en calidad de perjudicados. Y, salvo que existan testigos o cualquier otra prueba, el pleito acaba en el propio juzgado de guardia con un sobreseimiento para ambos. Lo que viene a ser la doctrina del “café para todos”.

Y, aparentemente, todos contentos. Aunque quizás sólo sea eso, aparentemente.

¿Por qué afirmo tal cosa? ¿Acaso estoy poniendo en duda la existencia de agresiones recíprocas?

Pues sí y no, que ya se sabe que nada es blanco ni negro, y menos aún en Derecho. No negaré tampoco la existencia de casos en que la reciprocidad, y hasta la proporcionalidad entre las acciones de ambos, es tal. Ni voy a tapar el sol con un dedo, ni ganas de hacerlo.

Pero hay que dejar constancia de que aquí, más que nunca, no es oro todo lo que reluce.

Pongámonos por un momento en la piel de una mujer maltratada. Tras un calvario de dudas y de pasos atrás y adelante, se decide a dar el paso de denunciar, tal vez por sí misma, o tal vez porque los acontecimientos le desbordan. Es frecuente que mujeres que han soportado maltratos verbales y psicológicos den el paso cuando el agua rebosa el vaso de su aguante por mor de una agresión física.

Y, cuando por fin están en un juzgado, dispuestas a actuar, se encuentran con que él responde con otra denuncia, y que es posible que el precio a pagar por una condena de él sea ser a su vez condenada.

Y escuchan estupefactas cómo les intruyen de sus derechos como imputada, y les hablan de acusarlas de un delito. Y, claro, es lógico y humano que ante esa eventual posibilidad opten por lo que consideran el mal menor, callar ante la posibilidad de haber ido por lana y salir trasquilado.

El tan recurrido “más vale no meneallo”, pero que, echando nuevamente mano del refranero, hace que la mujer salga sintiéndose “cornuda y apaleada”. Perdóneseme la crudeza del término, pero creo que le encaja como anillo al dedo.

Una forma de coacción a la mujer

Lo que ocurre es que semejante práctica, al margen de los casos en que realmente ha habido esa reciprocidad, no es sino una estrategia. Una manera más de coaccionar a la mujer para que no denuncie o para que, si lo ha hecho, dé el paso atrás.

Muchas veces condicionada por otros factores ajenos al delito en sí, como pueden ser las cuestiones sobre custodia de hijos o bienes de la pareja, que quedan en los pasillos, pero que son otro factor que empuja a tomar una u otra decisión.

¿Es esto irremediable? ¿han de resignarse las mujeres a ser acusadas y asumir el riesgo de ser condenadas, y el estigma de someterse a un proceso judicial? Pues no debería de ser así. Y ahí es donde los profesionales tenemos que hacer bien nuestro trabajo, ponderando todas las circunstancias, y no actuando con el automatismo de atribuir la condición de investigada –o investigado, en su caso- solo por haber sido denunciado.

Y entre esas circunstancias está, especialmente, la proporcionalidad.

Comparar las lesiones de una y otro, por ejemplo, y si las mismas presentan caracteres de propias de ataque o defensa, e incluso si existen.

Y, por descontado, la libre valoración de la prueba, que otorga muchas más facultades de las que se hacen uso.

Y cuando me refiero a profesionales, no solo estoy hablando de jueces y fiscales.

También quienes ejercen la abogacía deben ser conscientes que utilizar el ataque como estrategia no es siempre la mejor estrategia y no es, desde luego, la más justa.

No pretendo dar lecciones a nadie y soy la primera en aplicarme el cuento. A veces el estrés y la rapidez de las guardias dificulta mucho la reflexión, y confundir la rapidez con la precipitación no es bueno.

Sin duda, una justicia lenta no es justicia, pero tampoco debe serlo la que acaba un asunto con más prisa de la aconsejable. Cada cosa a su tiempo.

Y ante la duda, pongámonos en su piel.

No es irrefutable, pero suele arrojar luz sobre las tinieblas.

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