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Legalidad versus legitimidad

Legalidad versus legitimidad
Javier Junceda, jurista y escritor, autor de esta columna.
06/1/2018 05:56
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Actualizado: 05/1/2018 23:26
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La apelación a la legitimidad democrática en lugar de la legalidad como fuente primaria de justificación política, resulta francamente desafortunada. El mandato consagrado en el artículo 9 de nuestra Constitución, al declarar que ciudadanos y poderes públicos han de sujetarse por igual a las leyes, plasma lo mismo que los textos fundamentales alemán, francés o norteamericano.

En el preámbulo de la Carta de esta última nación, se deja dicho en bellos términos lo siguiente: “nosotros, el pueblo de los Estados Unidos, a fin de formar una Unión más perfecta, establecer la justicia, garantizar la tranquilidad nacional, tender a la defensa común, fomentar el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros y para nuestra posterioridad, por la presente promulgamos y establecemos esta Constitución para los Estados Unidos de América”.

En el propio preámbulo de la Constitución Española de 1978, se expresa asimismo como su finalidad “consolidar un Estado de Derecho que asegura el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular”. El Tribunal Constitucional español, en sus Ss.T.C. 108/1986, de 26 de julio, y 31/2010, de 28 de junio-, entre otras, ha configurado esa íntima asociación entre el principio de legalidad y de legitimidad como un pilar esencial del sistema que concibe.

Como reconoce cualquier ciudadano, sin necesidad de tener conocimientos jurídicos, por medio del principio de legalidad todos los poderes públicos se supeditan a la Ley, elaborada precisamente por la representación popular constituida en los Parlamentos. Es decir, no cabe aquí antinomia alguna, sino que la legalidad somete a los poderes públicos a la legitimidad de origen emanada del titular de la soberanía, quedando toda su actuación enmarcada y erigida sobre un Derecho democráticamente consentido. No hay más legitimidad, pues, que la democrática, de la que derivan obviamente las leyes y el derecho.

Causa verdadero rubor tener que recordar a estas alturas que estas ideas fueron unas de las más capitales aportaciones de las sucesivas oleadas revolucionarias liberales que pusieron fin al Antiguo Régimen. Frente al poder sin límites o arbitrario del monarca, la legalidad se alzó entonces como arma fundamental de control del ejecutivo, sometido al Parlamento en tanto representante de la voluntad popular. Junto con otros principios complementarios, el Estado de Derecho liberal se edificaría sobre una legalidad apoyada precisamente en la legitimidad democrática.

Ahora bien, si lo que en realidad se pretende es oponer una legitimidad popular de una parte de un pueblo soberano frente a otro del mismo, que es en lo que parece insistirse desde las opciones secesionistas, la antes citada S.T.C. 31/2010 ya tuvo ya la oportunidad de explayarse, en términos tan acertados como diáfanos.

Examinando la previsión Estatutaria catalana sobre que “los poderes de la Generalitat emanan del pueblo de Cataluña”, nuestro Supremo Intérprete ya aclaró que esta Comunidad Autónoma “trae causa en Derecho de la Constitución Española y, con ella, de la soberanía nacional proclamada en el art. 1.2 CE, en cuyo ejercicio, su titular, el pueblo español, se ha dado una Constitución que se dice y quiere fundada en la unidad de la Nación española”.

Por consiguiente, dicha proclamación normativa catalana ha de entenderse como “vocación prescriptiva del principio democrático como pauta para el ejercicio de los poderes de la Generalitat, que el precepto sujeta expresamente a la Constitución –sobre la que se erige un Estado Democrático (art. 1.1 CE)–  y al Estatuto”. No se trata, en suma, más que de erigir a la legitimación democrática en eje cardinal que ha de regir el ejercicio por esta Comunidad Autónoma de los poderes que su propio Estatuto de Autonomía le confiere desde la Constitución.

Para el Tribunal Constitucional, por tanto, “el pueblo de Cataluña no es sujeto jurídico que entre en competencia con el titular de la soberanía nacional cuyo ejercicio ha permitido la instauración de la Constitución de la que trae causa el Estatuto que ha de regir como norma institucional básica de la Comunidad Autónoma de Cataluña. El pueblo de Cataluña comprende así al conjunto de los ciudadanos españoles que han de ser destinatarios de las normas, disposiciones y actos en que se traduzca el ejercicio del poder público constituido en Generalitat de Cataluña”.

Así las cosas, y precisamente por ser los catalanes destinatarios de dichos mandatos, el principio democrático impondrá que también participen, “por los cauces constitucional y estatutariamente previstos”, en la formación de la voluntad de los poderes de la Generalitat, de donde se infiere que la emocional y simbólica alusión estatutaria al “pueblo  de  Cataluña” sea radicalmente diferente a la que en el ordenamiento se contempla como “pueblo español”, que es el único titular de la soberanía nacional que se descubre en el origen de la Constitución y de cuantas normas derivan de ella su validez.

No hay, pues, legitimidad de un autogobierno más allá de la Constitución. Ni tampoco la hay preexistente a ella ni pueden admitirse más derechos históricos que los reconocidos en su Disposición Adicional Primera, como ha quedado acreditado. En consecuencia, y siendo esto así, la única legitimidad popular admisible es aquella enmarcada en el ordenamiento democrático establecido, posteriormente plasmada en la legalidad vigente.

Claro es que si se pretende variar este esquema habrá de modificarse la Constitución, por sus trámites, pero para ello debiera también asumirse que todas las Comunidades Autónomas españolas cuentan con derechos históricos y con “pueblos” que no son ni más ni menos unos que otros, siempre dentro de la indisoluble unidad de la nación consagrada en el artículo segundo de nuestra Ley Fundamental.

En resumen, ni hay discordancia aquí entre legalidad y legitimidad -sino que son una secuencia inevitable y lógica- ni la hay en ningún otro Estado de Derecho. Quien busque en el ámbito jurídico un choque de legitimidades, no lo encontrará, por la sencilla razón de su inexistencia.

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