Lo que no va en el sueldo
Susana Gisbert Grifo, fiscal
Ayer mismo, trasteando con Internet, tropecé con un post que me ponía verde. No aludiendo a mi trabajo, sino dedicándome lindezas como “feminazi” y cosas similares, invadiendo incluso mi propia esfera personal. Me dije a mi misma que no pasa nada, que son gajes del oficio. Desde luego, no ha sido la primera vez ni creo que por desgracia sea la última. Recuerdo que en otra ocasión, además de acordarse largamente de toda mi genealogía, me llamaron “cristófoba”, ahí es nada.
Y también pensé que eran gajes del oficio, y lo dejé pasar sin más. Pero hoy, cuando veo que, un día tras otro, varios compañeros son vilipendiados públicamente por el sólo hecho de hacer su trabajo, y de hacerlo bien además, creo que llegó el momento de decir algo. En concreto de decir basta. No tenemos por qué padecer esto, como si fuéramos mártires de la justicia obligados a aguantar carros y carretas. Y no debemos tolerarlo.
Desde que empecé en este oficio, hace ya el suficiente tiempo como para considerarme veterana, me inyectaron en vena aquello de que determinadas cosas hay que consentirlas sin más, porque “van en el sueldo”.
Hubo un tiempo en que hacíamos las guardias sin cobrar porque iba en el sueldo, y no se nos reconocía nada si acabábamos a las tantas de la mañana por esa misma causa. Y si soportábamos unas infames condiciones de trabajo, había que aguantarlas porque iban en el sueldo, como iba en el sueldo que cualquiera pudiera llamarte de todo menos guapa –o guapo- o cualquier otra cosa que tuviera a bien.
Pero llega un momento en que hay que plantarse. Precisamente, cuando las cosas se pasan de castaño oscuro. Y ya hace mucho que se están pasando, vaya que sí.
Porque mi experiencia en este sentido tal vez sea una minucia en relación con la que se han visto obligados a padecer otros compañeros, jueces y fiscales, que han de asistir impávidos como cualquier desinformado arrastra su nombre por el lodo como si tal cosa. Y, de paso, arrastra el de todos, el de la institución entera, el de la justicia y, sobre todo, el derecho de lo ciudadanos a recibir una información veraz, que les importa tan poco a quienes hacen estas cosas como a mí el arte culinario de Groenlandia.
Ejemplos hay miles, recientes y menos recientes.
Seguro que todo el mundo recuerda los ríos de tinta vertidos este verano en contra del juez y el fiscal que dejaron en libertad a una supuesta pandilla de violadores que resultaron no serlo en absoluto, o las constantes campañas de descrédito para todos aquellos jueces o fiscales que tienen la suerte o la desgracia de cargar con asuntos de los llamados mediáticos, sea por el morbo que suscitan –y que muchos alimentan echando carnaza-, sea por la fama de autor o víctima, o, como ocurre últimamente, y por desgracia, por el cargo que tiene o tuvo el imputado y la corrupta condición de los hechos presuntamente cometidos.
Lo vimos tiempo ha, en el desdichado asunto de las niñas de Alcácer, donde día a día asistíamos a un horripilante juicio paralelo, de cuyas perlas algunos todavía siguen bebiendo.
Lo vimos también en otros asuntos de índole parecida, como el de la niña Mari Luz, donde el reproche parecía caer más sobre los profesionales que sobre el terrible asesino.
Y lo seguimos viendo en muchos asuntos más. Jueces o fiscales que son perseguidos por las cámaras y son objeto de comentarios como si de personajes de la farándula se tratara.
Y, lo que es peor, que son víctimas de campañas de menosprecio y descrédito en que los opinadores profesionales –también llamados “todólogos”-, con total desconocimiento del derecho y partiendo de la más absoluta desinformación, hacen mofa y befa de lo que se les ocurre, y se quedan tan frescos.
No sé si estos escupidores de veneno se paran alguna vez a pensar que nosotros, además de jueces o fiscales, somos personas. Es más, que trabajamos de fiscal, o de juez, pero somos padres, madres, hijos, hijas, hermanos, amigos, y mil cosas, sea miembro de una sociedad gastronómica o de un club de “patchwork”, y maldita la gracia que tiene que nuestros seres queridos tengan que sufrir a costa de lo que a cualquiera le apetezca escribir o tertuliear sobre nosotros. Es doloroso para nuestras familias ver nuestro trabajo, que ellos sí conocen, expuesto y tirado por los suelos sin ningún fundamento.
Y ya sé que muchos se ampararán en la libertad de expresión, por supuesto. Y no seré yo quien cuestiones este derecho, tan esencial que sin él no hay democracia posible. Pero usarlo como paraguas para meter bajo él mentiras e infundios, es degradarlo, no ejercitarlo. Y a todos nos corresponde defenderlo.
Que es, ni más ni menos, lo que deben hacer los periodistas responsables, porque a las teclas del ordenador las carga el diablo, y hay que tener tiento, y acierto, con lo que se publica.
Me he desgañitado más de una vez defendiendo ante mis compañeros la labor de los medios de comunicación. Pero poco tengo que hacer cuando vienen estos señores y con sus lenguas viperinas me machacan el argumento.
Porque, por si no lo piensan, no sólo echan por tierra nuestro trabajo, sino también el de todos los buenos periodistas a los que dejan a los pies de los caballos.
Porque de poco sirve una rectificación o una nota de prensa, si la hay, cuando el daño ya está hecho. Que ya dice el refrán desde antiguo eso de “injuria que algo queda…”
Así que hagan juego, señores. Afilen sus lápices y elijan entre la verdad y la mentira, entre escribir artículos o libelos. Pero sepan que se ser injuriados no va en nuestro sueldo, como insultar no va en el suyo. Ni debería ir en el de nadie.