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Réquiem por el principio de legalidad en el proceso penal

Réquiem por el principio de legalidad en el proceso penal
El columnista, el abogado José María Calero Martínez, afirma que el principio de legalidad está tan desvirtuado que no garantiza el respeto a los derechos del acusado.
08/5/2020 06:45
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Actualizado: 08/5/2020 00:08
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El Derecho nace a partir de una relación entre al menos dos sujetos. Lo que queda dentro de la esfera del individuo aislado, solo importa a su conciencia. Lo jurídico atiende a una relación y procura su equilibrio.

Entre las relaciones necesitadas del derecho por estar caracterizadas por la desigualdad entre sus elementos  puede identificarse aquella que pone al individuo frente al Estado.

Y entre todas las circunstancias que pueden generarla, aparece una muy especial que tiene lugar en la investigación y el enjuiciamiento de un delito. En la comisaría tiene lugar la relación más desequilibrada de entre todas las imaginables.

De un lado el Estado encarnado en el agente de policía, equipado por fuera con una pistola y por dentro con toda la autoridad moral que le otorga ser, en ese momento, el representante de la sociedad agredida y lógicamente impactada por un acontecimiento execrable y, normalmente, oscuro.

Del otro lado, un individuo que interioriza su insignificancia frente al uniforme, el retrato del Jefe de Estado y la bandera.

A todo ello debe añadir, para reducir aun más, si cabe, su tamaño, la radical quiebra de su autoestima, la vergonzante indignidad que le otorga el título de “sospechoso”, razón de ser de su presencia en aquella inhóspita dependencia.

El derecho procesal penal nace y tiene su sentido en el propósito de equilibrar la relación más desequilibrada de todas las imaginables, haciendo compatible tanto el fin de descubrir el delito y sancionarlo, como el de evitar el abuso o el error.

La tétrica historia del error judicial justifica todas las cautelas.

La autoridad moral y física de la parte que actúa en defensa de la sociedad herida ante  un hecho desconocido y escabroso ha llevado a considerar legítimo cualquier medio para descubrir la verdad, incluida la tortura.

EL RESPETO A LA DIGNIDAD DEL SOSPECHOSO HA SIDO MAL ENTENDIDA 

La exigencia de respetar la dignidad del sospechoso ha sido históricamente poco y mal entendida y, seguramente sigue siéndolo.

Para alcanzar la finalidad esencial del derecho (procesal penal) de procurar el equilibrio evitando el abuso se hace preciso que las partes de la relación acepten sujetar su actuación a la ley.

El lado más poderoso es el que más pierde en ese pacto y por ello el que pudiera tener que hacer un mayor esfuerzo para acatar los límites del principio de legalidad.

El estado de derecho es una expresión de un acuerdo que incluye la auto-contención de quienes tienen y ejercen el poder, derivada del refinamiento cultural y de niveles de ética colectiva que solo alcanzaron las sociedades más avanzadas.

La proclamación del estado de derecho y la aceptación del principio de que cualquier acto del poder público solo es legítimo si se ajusta a los estrictos márgenes permitidos por la ley, aunque instalada en los ordenamientos y en la conciencia colectiva de la cultura occidental, no ha impedido ni conjurado la permanente tentación de todo poder público de sortear esos límites.

Concretamente en el marco de esa relación especialmente desequilibrada que las normas procesales penales pretenden regular, el principio de legalidad, a pesar de su teórica aceptación general y sus retóricas proclamaciones en la práctica brilla, de manera cada vez más preocupante, por su ausencia.

Si bien el artículo 1 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal ordena que las penas por la comisión de un delito solo puedan imponerse de conformidad con las disposiciones de esa ley y de las leyes procesales especiales y que el artículo 9 de la Constitución proclama con carácter general el principio de legalidad, la auditoría o “evaluación de cumplimiento”, de vigencia efectiva y real de principio, exige contestar a la pregunta de qué ocurre si policías, jueces o fiscales –parte fuerte de la relación– actúan fuera del marco legal.

Dicho de otro modo, qué instrumentos permiten a la parte débil reaccionar frente a un acto que incurre en exceso de la parte fuerte, dejándolo sin efecto.

La respuesta a estas preguntas nos pone delante de un panorama desolador.

En la práctica, poco o muy poco puede hacer la parte débil.

ACTOS PROCESALES 

Prescindiendo, por pertenecer al ámbito de lo prácticamente incontrolable, de lo que  puede tener lugar en las comisarías o cuarteles antes de que llegue el abogado o incluso después (la doctrina jurisprudencial de las “manifestaciones espontáneas” ofrece un buen argumento para un monólogo del Club de la Comedia: pocos lugares retraen tanto la espontaneidad como una comisaría), nos centraremos en un ámbito, en principio más susceptible de control, los “actos procesales”.

La regla vigente establece que cuando un acto procesal se aparta de la ley solo es nulo si se dan dos condiciones. La primera que se hayan incumplido “normas esenciales” del procedimiento.

Por si  tal condición no pulverizara ya de por sí el principio de legalidad, debe añadiese otra condición: que haya podido producirse “indefensión”.

Para aterrizar en el plano de la realidad, estas condiciones exigidas en la ley a la parte débil para que pueda dejar sin efecto una actuación fuera de la ley de la parte fuerte, por sí mismas, reducen enormemente su capacidad de reacción.

NADIE PUEDE SER JUEZ IMPARCIAL DE SÍ MISMO

Su concreción en la caso práctico concreto todavía deja más al descubierto esta realidad.

El primer inconveniente es que en nuestro sistema, la parte débil debe esgrimir el instrumento de la nulidad para el control del sometimiento al principio de legalidad de la parte fuerte, ante la parte fuerte.

Han leído bien.

La nulidad de un acto procesal penal debe reclamarse, en primer lugar, ante quien lo ha dictado.

No es que los jueces sean más soberbios que el ciudadano medio, es que como regla de sentido común podríamos convenir sin esfuerzo en que nadie puede ser juez imparcial de sí mismo, de sus propios actos.

Además  esa  regulación de esa obligada primera reclamación, ofrece otros inconvenientes en el plano de la realidad práctica.

Cuántas veces, ante una barbaridad de la parte fuerte, el letrado que defiende la parte débil siente pudor por tener que exponerla ante su autor.

Y surge entonces la  inquietud, ¿y si se enfada?

Y tras la duda, el dilema: qué es mejor para la parte débil, reaccionar asumiendo el riesgo de molestar a la parte fuerte, o soportar el abuso y encomendarse a la patrona o al santo que más eficacia haya demostrado en anteriores trances vitales difíciles.

Superemos ese complicado dilema y sigamos el tortuoso camino.

Recuperando el texto de la norma, tengamos ahora en consideración que lo que deba entenderse por “norma esencial” será interpretado por la parte fuerte, la que la ha infringido.

LA REGLA DE LOS PLAZOS 

Lo inevitable tiene lugar y así, por ejemplo si nos fijamos en  las reglas de los plazos que la ley establece para llevar a cabo los actos procesales nos encontramos con el siguiente panorama.

Los plazos de los escritos de la defensa, de la parte débil, son considerados como “norma esencial”, y como consecuencia, si la defensa presenta un recurso de reforma fuera del perentorio plazo de tres días previsto en la ley, es inmediatamente inadmitido, tenido por no puesto.

Todavía es más duro el régimen legal del escrito de defensa en el procedimiento abreviado ( el más frecuente): o se presenta  en el plazo o se sigue adelante sin escrito de defensa.

No hay por qué esperar.

Por el contrario, cuando los plazos legales afectan a las actuaciones procesales de la parte fuerte, dejan de ser “norma esencial”.

Ni el plazo para instruir, ni el plazo para dictar sentencia, ni  las normas que previenen el plazo para resolver un recurso que sujetan al tiempo la actuación del juez son considerados “normas esenciales”.

Si  fueran incumplidos –que lo son habitualmente– estamos ante la indulgente calificación de “mera irregularidad”, irrelevante procesalmente.

Igual ocurre con los plazos que sujetan en el tiempo los actos de la acusación. Tampoco, bajo la interpretación judicial son considerados “norma esencial”.

En consecuencia, a pesar de que la ley establece  un plazo de cinco o diez días para formular acusación, no se respeta habitualmente en la práctica, sin ninguna trascendencia procesal.

EL MINISTERIO FISCAL PUEDE ACUSAR CUANDO QUIERE 

Mucho peor, doctrina jurisprudencial consolidada establece que el fiscal puede formular acusación meses, o un año o dos, después de que diera comienzo ese plazo o, incluso más tarde.

Ese retraso, dice esa doctrina, pudiera dar lugar a alguna responsabilidad disciplinaria (no conozco un solo caso), pero respecto del acusado, de la parte débil, tal incumplimiento de la legalidad procesal es irrelevante.

La acusación formulada sobrepasando en semanas, meses o incluso en años el plazo legal previsto no es extemporánea nunca, sino plenamente válida y eficaz.

Porque en ese caso, la norma del plazo no es tenida por “norma esencial”.

Si hay que esperar, se espera lo que haga falta.

Pero recordemos, no solo hay que reaccionar al incumplimiento del principio de legalidad, con un buen amparo celestial y cierta temeridad ante el presunto incumplidor y solo en caso de que haya infringido una “norma esencial” entendiendo por tal, lo que la parte fuerte interprete, con resultados como  descrito en el tema del plazo.

Para el caso en que la parte débil superara los anteriores obstáculos, la norma legal que regula sus posibilidades de reacción frente a una vulneración del principio de legalidad, establece un nuevo requisito.

Es realmente increíble, pero es así.

No basta que la parte fuerte haya infringido una norma esencial del procedimiento para entender que tal actuación –que debiera ser  muy cercana al delito de prevaricación si la norma infringida es “esencial”– deba ser dejada sin efecto.

La infracción de una norma esencial del proceso penal es, en sí misma, irrelevante conforme a nuestras leyes.

Para que un acto procesal que infringe una norma esencial del proceso penal sea nulo, es preciso que además (sí, además), que  la parte débil acredite que  “pudiera causar indefensión”.

¿Cómo?, pero ¿cabe mayor indefensión que la infracción de una norma esencial por parte fuerte?

Sigamos.

De nuevo, nos enfrentamos ante la tarea de explicar y convencer de la existencia de indefensión ante quien la ha causado, lo que tiene su dificultad (cfr. chiste del ácido sulfúrico).

Y además hemos de ajustarnos al entendimiento e interpretación de ese concepto indeterminado de quien la ha causado.

La doctrina jurisprudencial en este tema ofrece nuevos argumentos para un buen monologuista.

Veamos algún ejemplo que cualquier letrado en ejercicio habrá sufrido.

DIFÍCIL PROBAR LA INDEFENSIÓN 

Si la causa de la indefensión es no conocer alguna actuación procesal, habitualmente se desestima tal “alegación de la defensa” (estos abogados, ya se sabe…) por genérica, pues no ha concretado qué dato o información concreta le causó indefensión.

Pero ¿cómo?, ¿cómo voy a saber qué actuación me causó indefensión si no me permite acceder a esas actuaciones que tuvo a su disposición la parte fuerte, para que en representación de la parte débil pueda conocerla, valorarla y utilizarla en interés de la defensa?

Otro ejemplo frecuente.

Si en el curso de la instrucción la parte débil interesa la nulidad de un acto procesal, es más que habitual que la respuesta sea denegatoria, tachando la petición de prematura (“no es el momento procesal oportuno”, qué gran servicio a la injusticia ha hecho y sigue haciendo  esa frase) remitiendo la petición al momento de cuestiones previas en el  juicio.

Incluso doctrina del Tribunal Constitucional (esa gran decepción) respalda esa respuesta denegatoria.

Pero si, tras el primer rapapolvo, el letrado defensor en el siguiente acto con que se tope y entienda que pudiera ser nulo aguanta su  primer impulso y espera a plantear la reclamación en el trámite de cuestiones previas, la respuesta habitual, también denegatoria, tiene el fundamento contrario: “eso lo tenía usted que haber planteado en instrucción”.

Y también tal respuesta cuenta con soporte en doctrina constitucional y expreso reflejo en el artículo 44 .1. c) de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional.

En esta línea de argumentación libre no solo de las incómodas ataduras del principio de legalidad, sino incluso de las igualmente incómodas de la lógica o la coherencia, todavía es posible llegar más lejos.

Hasta ahora, a la espera de nuevos avances, el punto de máximo alejamiento del sentido común, aparece con la doctrina conforme a la cual, la existencia de indefensión debe descartarse si la actuación del letrado defensor no fue suficientemente diligente.

Como si el ciudadano, víctima del abuso (la infracción esencial de una norma del procedimiento) y sujeto pasivo de la indefensión, tuviera condicionado su derecho a un enjuiciamiento bajo la regla esencial del principio de legalidad a la mayor o menor pericia o diligencia de su letrado que, como hemos visto, debe tomar decisiones no siempre fáciles.

Y así (por ahora) se cierra el círculo al comprobar cómo, aunque originariamente el principio de legalidad procesal tenía su sentido y razón de ser en la intervención del derecho para equilibrar una relación muy descompensada, a partir del acuerdo mutuo de ajustar los actos procesales a lo dispuesto en la ley, limitando la actuación de la parte fuerte, en la realidad práctica, el principio ha transmutado en  lo contrario.

Como hemos visto en realidad, conforme a preceptos legales vigentes interpretados desde argumentos tan extendidos como incompatibles con el sentido común, ese principio sirve ahora para sujetar a la defensa y  someter a crítica su mayor o menor pericia o diligencia.

Estimado ciudadano, si tiene la desgracia de alcanzar el dudoso honor de ser investigado en un juzgado de instrucción, prepárese y encomiéndese a su santo más querido.

Sepa que el derecho le ha dado la espalda al derecho y que la ley, debidamente interpretada, ha desvirtuado el principio de legalidad hasta convertirlo en su contrario.

Es decir, está usted más indefenso de lo podría imaginar.

Esta es a mi juicio, sin exageración alguna, prudentemente resumida  evitando entrar en detalles, la cruel y espantosa realidad de nuestro proceso penal.

Luego está la realidad virtual o ficticia, lo “políticamente correcto”, la auténtica verdad  de nuestro tiempo: «entran por una puerta y salen por otra”, “la ley protege a los delincuentes, que son los que más derechos tienen».

Vivimos, aunque no lo parezca, tiempos oscuros para valores hasta ahora esenciales en nuestra tradición cultural.

Luego vinieron a por mí.

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