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Involución en Polonia

Involución en Polonia
Andrzej Rzeplinski, presidente del Tribunal Constitucional de Polonia, a la derecha.
23/7/2017 05:10
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Actualizado: 23/7/2017 12:16
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Adentrarse en la ciudad antigua de Varsovia es iniciar un viaje en el tiempo. Recorriendo sus calles empedradas, estrechas, abrigadas de cafés donde la tarde discurre escuchando violines, nos sorprende una plaza cuyas fachadas armónicas nos hacen pensar, forzosamente, en la historia de esta preciosa ciudad.

Una historia particularmente triste en momentos conocidos que no quieren olvidarse; que al mismo tiempo elogia la fuerza con la que Polonia luchó en fechas más recientes por el logro de la democracia. Llegó a constituirse en un símbolo de fe y tesón contra el totalitarismo que asistía a sus últimos tiempos con el derrumbe del sistema soviético.

Alcanzada la instauración democrática, fueron edificándose las instituciones propias de los Estados modernos, y tuve el privilegio de acudir en alguna ocasión a las reuniones de los miembros del Consejo de la Magistratura, quienes con la vista puesta en el estudio del funcionamiento de las democracias europeas, trataban de consolidar un sistema constitucional propio de un Estado de Derecho; con una dosis de esfuerzo comparable a la ilusión y desde el firme convencimiento de que la Justicia, en cualquier país verdaderamente democrático, es el irrenunciable pilar que garantiza el disfrute de los derechos fundamentales.

Estos últimos días hemos asistido en los medios de comunicación a un preciso seguimiento del proceso de reformas que el gobierno de Polonia ha impulsado en el sistema judicial.

La intención está descrita: interferir en el Poder Judicial para asumir en gran medida su control. Por una parte, se decide en las nuevas leyes (se ha decidido ya) conferir al Parlamento la facultad de nombrar a la totalidad de los miembros del Consejo Judicial, órgano de gobierno que -en síntesis- sigue el modelo italiano que, por cierto, en buena similitud contempla la Constitución española.

Una deriva contra la independencia judicial

De otro lado, lo que es más grave, atribuyendo al Gobierno la potestad de nombrar (y cesar sin causas tasadas) no sólo al presidente del Tribunal Supremo, sino también a los principales cargos de la cúpula judicial.

Ante esta deriva, no podemos más que expresar nuestra tristeza, a la par que rechazo.

No puede hablarse de un verdadero Poder Judicial si no cuenta con la garantía de la independencia.

Desde hace muchos años, los jueces dejaron de ser la “boca muda que pronuncia las palabras de la Ley”, y asumieron la tutela de los derechos fundamentales de los ciudadanos, protegiendo sus derechos e intereses legítimos a través de la interpretación y aplicación de las leyes, de acuerdo con la Constitución y los principios inspiradores de los Tratados Internacionales de Derechos Humanos.

Esta importante función, trascendental para la garantía de la convivencia en libertad, tiene que llevarse a cabo sin soportar injerencias ni presiones; sin servir a intereses que pongan en peligro ni directa ni remotamente, el principio de igualdad ante la ley. En dos palabras: con imparcialidad e independencia.

La Segunda Guerra Mundial, dentro del conjunto de atrocidades cometidas por algunos países, puso en evidencia con más fuerza que nunca en la época moderna el modelo de ejercicio totalitario del poder.

No es ahora momento para detenernos en el recuerdo de muchos de esos ejemplos.

Están en la mente de todos. Esa forma de entender el poder hizo necesario más que nunca llevar a la realidad, hasta sus consecuencias más elaboradas, la tesis de la división de poderes que se había plasmado en “El espíritu de las Leyes”.

Y cuando decimos hasta sus últimas consecuencias queremos referirnos al paso que se dio en el ámbito judicial al sumar a la clásica teoría de la independencia de los Jueces el diseño de un sistema de gobierno autónomo para que aquellos no dependiesen de las decisiones, arbitrios o circunstancias políticas.

Así se plasmó en la Constitución italiana de 22 de diciembre de 1947 alumbrando un órgano de gobierno autónomo: el Consiglio Superiore della Magistratura.

El modelo fue seguido en la Constitución francesa de la V República, de 4 de octubre de 1958, y también se adoptaría en Grecia (Constitución de 1975) y Portugal (Constitución de 1976). En España es conocida la implantación de este modelo de gobierno judicial en la Constitución de 1978.

Con el sistema de Consejos se trata de detraer de la órbita de decisión del Poder Ejecutivo, del Gobierno, el conjunto de competencias que, de alguna manera, pueden influir, aunque sea de forma indirecta, en la independencia judicial.

Así se confiere al Consejo competencia exclusiva (artículo 122 de la Constitución) en materia de nombramientos, ascensos, inspección y régimen disciplinario judicial. La verdadera razón de un Consejo Judicial es la garantía de la independencia, que si bien a título individual es un atributo y patrimonio de cada Juez, a nivel institucional debe cuidarse alejando del poder político el ejercicio de aquellas atribuciones que puedan afectarla.

El despropósito de Polonia

Este era el modelo y el camino que venía siguiendo Polonia, y que con las recientes reformas conocidas, se ve seriamente conculcado.

Dos cuestiones han centrado la atención de esta convulsa reforma, ampliamente contestada por la sociedad, y sin embargo impuesta por el partido político que sustenta al gobierno, que cuenta con una inatacable mayoría parlamentaria.

Por una parte, la designación en su integridad por el Parlamento de los miembros del Consejo de la Magistratura. Esta materia ha motivado en España el mayor número de discusiones suscitadas en torno a la institución del Consejo General del Poder Judicial.

Durante muchos años (desde 1985 exactamente) la Asociación Profesional de la Magistratura vino defendiendo en solitario que si bien el Congreso y el Senado deben nombrar a los ocho miembros del Consejo de extracción entre juristas de prestigio, deben ser los integrantes del Poder Judicial, jueces y magistrados, quienes designen a los doce Vocales de procedencia judicial que contempla la Constitución.

Es el sistema que quiso el legislador constituyente, y que en nuestra opinión, evita de forma más acertada lo que ha reconocido como una desviación nuestro propio Tribunal Constitucional: que el C.G.P.J. llegue a convertirse en un reflejo del mapa político-parlamentario a través del nombramiento por cuotas (STC 108/1986).

Este sistema también ha sido considerado el más idóneo para garantizar el cumplimiento de los fines del Consejo nada menos que por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en su Sentencia de 21 de junio de 2016 (asunto Ramos Nunes de Carvalho contra Portugal).

Las razones de fondo son varias. Dejemos ahora constancia tan sólo de la necesidad de salvaguardar la apariencia de independencia del propio Consejo a la hora de efectuar los nombramientos que le corresponden; de evitar que pueda considerarse a quien resulta nombrado por una determinada mayoría como magistrado/a afín a determinada línea u orientación política.

Por otra parte decíamos que resultaba más grave aún la asunción por el Gobierno de Polonia de la capacidad de nombrar y destituir libremente a los magistrados del Tribunal Supremo. Qué percepción puede esperarse en los ciudadanos ante semejante atrevimiento?

Que confianza en el sistema judicial puede pedirse si el Gobierno elije y cesa, desapoderando al Consejo de la Magistratura, a quien en la cúspide del esquema jurisdiccional tiene que juzgar o bien los actos del propio gobierno, o bien a cualquiera de sus integrantes?.

El despropósito es mayúsculo. Ciertamente incomprensible desde una visión nada compleja de las claves esenciales del Estado de Derecho. Es lamentable el deterioro que con estas reformas se produce en la credibilidad del sistema judicial.

Y lo peor es constatar que la pérdida de credibilidad de este sistema arrastra indefectiblemente a la pérdida de credibilidad en el Estado; en la propia democracia.

Ceder en estos planteamientos es tanto como aceptar como normal el concepto de involución.

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