Rasputín, vidente, curandero, santón y fornicador: predijo en 1916 al zar el fin del imperio ruso en una carta póstuma
Rasputín y la familia imperial rusa, quien le profesaba un gran cariño al curandero, vidente y santón. De izquierda a derecha, la grandes duquesas Olga y María, el zar Nicolás II, la zarina Alejandra, la gran duquesa Anastasia, el zarevich Alexei y la gran duquesa Tatiana. Es una foto tomada en 1913 por el Levitsky Studio, de Livadiya. La foto original de la familia imperial se encuentra en el Museo Hermitage de San Petersburgo, en Rusia.

Rasputín, vidente, curandero, santón y fornicador: predijo en 1916 al zar el fin del imperio ruso en una carta póstuma

La mañana del 18 de diciembre de 1916 el zar Nicolás II recibió una carta de su amigo Grigori Rasputín, que decía: «Si me matan unos asesinos comunes no tenéis nada que temer vos, Zar de Rusia, ni vuestros descendientes, pues reinarán cientos de años. Pero si me asesinan unos nobles, hermanos matarán a hermanos y se matarán mutuamente y se odiarán y durante veinticinco años no habrá nobles en el país».

¿Una profecía? ¿Una predicción? Si no lo fue, acertó de pleno.

La revolución estalló en Rusia apenas tres meses más tarde, el 12 de marzo de 2017. Lo que empujó al zar a abdicar, presionado por el Estado Mayor de su Ejército. Así se acabó una dinastía que había gobernado ese país los últimos 300 años.

El proceso revolucionario fue la consecuencia directa de la entrada de Rusia en la Primera Guerra Mundial en 1914, y de los malos resultados militares cosechados.

Ese año sufrieron una estruendosa derrota en Prusia Oriental. Perdieron 100.000 hombres. A comienzos de 1915 las cosas parecían que empezaban a cambiar, hasta que Alemania lanzó una contraofensiva en abril que provocó la retirada del Ejército ruso, dejándose en el camino los territorios de Polonia, Lituania y parte de Bielorrusia, que formaban parte del imperio desde tiempo inmemorial.

El hartazgo de la población fue la consecuencia de esa revolución de marzo y también de la de octubre, que, en noviembre, permitió a los bolcheviques –el que después sería el Partido Comunista de la Unión Soviética–, hacerse con el poder.

En marzo de 1918, los nuevos dueños de Rusia firmaron la paz y se salieron de la guerra.

Cuatro meses más tarde –un año y 4 meses después de la abdicación–, la madrugada del 16 al 17 de julio de 1918, toda la familia imperial –el zar Nicolás II, la zarina Alejandra, y sus cinco hijos, el zarevich Alexei, el heredero, y sus hermanas Anastasia, Olga, María y Tatiana–, fue ejecutada por los revolucionarios bolcheviques en Ekaterimburgo, la cuarta ciudad de Rusia, a donde habían sido trasladados.

EN CONTRA DE LA ENTRADA DE RUSIA EN LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL

Rasputín, curandero y vidente, se había opuesto a la entrada de Rusia en la Primera Gran Guerra. Opinaba que una guerra acabaría con la monarquía y así se lo hizo saber al zar. Estaba al tanto de la extendida corrupción existente y de la ineficacia del sistema de ferrocarriles, vital para ganar cualquier tipo de contienda.

Su influencia era temida por todos los gobernantes al servicio del zar. Pensaban que ejercía una más que nefasta influencia sobre la familia imperial rusa. La influencia era indudable.

Las investigaciones posteriores determinaron que Rasputín había sido víctima de un complot orquestado por el príncipe Félix Félixovich Yusúpov, el gran duque Dmitri Pavlovich, Vladimir Purishkevich y dos hombres más.

Yusúpov tenía, además, un motivo muy personal para acabar con Rasputín: la venganza. Actuó por despecho.

El príncipe, miembro de una de las familias más importantes de la aristocracia rusa, era homosexual. Y se sentía fuertemente atraído hacia Rasputín. Un día incluso se ofreció a Rasputín completamente desnudo y fue rechazado. Juró que se lo haría pagar.

La noche del asesinato, el 16 de diciembre de 1916, en San Petersburgo, utilizó como cebo el deseo de conocerlo que su esposa, la gran duquesa Irina Alexandrovna, sobrina del zar, con la que tenía una hija, había expresado.

Rasputín, que se encontraba convaleciente de un tercer atentado que había sufrido, se presentó en el Palacio de los Yusúpov después de la medianoche.

Mientras esperaban a que bajara la gran duquesa al sótano, donde se encontraban, le sirvieron vino y unos pasteles envenenados con cianuro. Pero el veneno no le hizo efecto.

Yusúpov, a continuación le pegó un tiro en el pecho y lo dio por muerto. Pero Rasputin pareció revivir. Le pegaron otros dos balazos y le golpearon en la sien, dándolo otra vez por muerto. Después arrastraron el cuerpo y lo arrojaron al río Neva.

El cadáver de Rasputín fue recuperado de debajo de la capa de hielo del río, doce días después de que el zar Nicolás recibiera la carta. El informe de la autopsia que le practicaron después dijo con toda claridad que Rasputín había perecido ahogado.

Ni el veneno ni las balas habían podido acabar con su vida. Su naturaleza era de todo punto excepcional.

Rasputín y el príncipe Félix Yusúpov, homosexual encubierto –casado con una sobrina del zar y padre de una hija–. El rechazo de Rasputín hacia Yusúpov provocó que fuera él quien organizara la trampa para matarlo en diciembre de 1916.

QUIÉN ERA RASPUTÍN Y EL PORQUÉ DE SU INFLUENCIA

La desaparición de Rasputín pareció marcar el destino de la familia imperial rusa, con la que había estado muy unido desde diez años atrás.

Concretamente desde el 28 de febrero de 1906. Ese día el zar Nicolás II mandó llamar urgentemente al doctor Mijail Lebikov, un hombre bondadoso y muy popular que había sido médico personal de su padre, el zar Alejandro II. 

El zarevich Alexei, lo que sería para nosotros nuestro príncipe de Asturias, había sufrido, el día anterior, unos rasguños en una rodilla y una muñeca. Eso, que en un niño normal hubiera tardado en curar unos días, al zarevich lo había puesto al borde de la muerte.

Padecía hemofilia, una enfermedad que impedía que la sangre se coagulara. Los médicos que lo habían tratado no habían conseguido cortar la hemorragia. El doctor Lebikov era la última esperanza del zar por salvar la vida de su hijo.

El buen doctor se presentó acompañado de Grigori Efimovich Rasputín, un siberiano de 35 años, alto, fuerte y ágil, de larga y lacia melena, barba y bigote, aunque lo que más llamaba la atención eran sus diminutos ojos de color gris acero.

Parecían hundidos en sus órbitas. Tenían un brillo especial. Tiempo después se diría que tenía «efectos hipnóticos».

La cara del zar denotó una mezcla de perplejidad y contrariedad. No esperaba la presencia del curandero, santón y vidente, al que ya conocía de una visita anterior, en palacio.

«Yo no puedo ayudar», le dijo el doctor Lebikov. «¡Él sí! Curó mis heridas, Majestad!», añadió.

Pocas semanas antes Rasputín le había curado al doctor una pierna que amenazaba gangrenarse simplemente con la imposición de sus manos.

Rasputín pre­guntó secamente al zar: «¿Dónde está el niño?». El todopoderoso sobe­rano de todas las Rusias le señaló el camino.

Junto al lecho del heredero se encontraba la zarina Alejandra, cuya mirada se llenó de esperanza al ver a Rasputín. Alexei respiraba con difi­cultad. El curandero puso el dorso de sus dedos sobre la mejilla del niño.

Luego, se dirigió a un icono de la virgen que había en la estancia y se arro­dilló.

Cuando terminó de rezar, regresó junto al lecho, colocó una mano en la frente del niño y la otra en el hombro. Alexei, de pronto, se relajó y estiró las piernas.

El proceso duró poco más de un minuto. Al acabar, Ras­putín comunicó a los zares: «Se pondrá bien. Está fuera de peligro».

Y así fue.

Veinticuatro horas más tarde el zarevich Alexei había recuperado la salud y la normalidad.

A partir de ese momento, Rasputín se convirtió en el hombre con más influencia en la casa imperial. Cada nueva hemorragia fue curada por Rasputín. En una ocasión llegó a hacerlo a una distancia de cuatro mil kilómetros.

El zar Nicolás II con su hijo, el zarevich Alexei, y con su hija, la gran duquesa Tatiana. Toda la familia imperial rusa fue ejecutada por los bolcheviques en julio de 1918.

Por ello era comprensible que la zarina Alejandra lo estimara más que a su propia vida y que fuera acogido como uno más en la familia.

Rasputín, sin embargo, no respondía al perfil de un curandero y santón al uso.

No guardaba la abstinencia sexual típica. Ese fue, precisamente, su principal talón de Aquiles, por donde todos sus enemigos siempre lo ata­caron y lo que, en parte, propició su muerte años más tarde.

Rasputín era un campesino originario de la aldea de Pokrovskovic, en Siberia. Estaba casado con Praskova, quien era algo mayor que él, una mujer dulce, discreta y silenciosa, completamente entregada a su marido.

Tenían tres hijos, un varón y dos mujeres. Desde los siete años tenía el don de curar, pero no fue hasta después de casarse cuando respondió «a la llamada» de la Virgen de Karan.

Rasputín se hizo un «staret», un pere­grino. Durante dos años vagó por el país buscando «la respuesta».

Porque el santón era un hombre torturado por una poderosa sexualidad que no casaba con la abstinencia. Cuando estaba en casa acostumbraba a hacer el amor a su esposa una vez al día, era la privación de la carne.

Huía cuando la tentación se materializaba peligrosamente.

DIOS «LE DIO» LA RESPUESTA QUE BUSCABA

Hasta que un día, ahíto de rezar pidiendo al cielo que le indicara lo que debía hacer, se encontró junto a un estanque frente a tres campesinas completamente desnudas que se estaban bañando.

Lejos de avergonzarse, las chicas se rie­ron. Rasputín se quitó la ropa y se unió a ellas. Los cuatro jugaron en el agua hasta quedar extenuados, después salieron y se echaron sobre la hierba, desnudos, secándose al sol.

De forma natural, Rasputín hizo el amor a la más rolliza de las tres mientras las otras dos observaban. Después cubrió a las demás.

Tras casi un año de celibato deambulando, Dios -así lo entendió él­– le había dado la respuesta. «¿Cuándo dije yo que el sexo estuviera prohi­bido?», parece que entendió el mensaje que le había comunicado el Creador.

A partir de ese momento, Rasputín no desaprovechó ninguna oportunidad que se le presentó y que le apeteciera. Las mujeres con las que ayuntó lo consideraron como un honor, al igual que muchos de sus maridos.

Que un hombre santo como él -que decía ver a la Virgen y que tenía el don de curar y de ver el futuro- derramara su semen sobre una mujer no era motivo de cuernos sino la elección del Destino. De Dios.

A su regreso a su aldea natal Rasputín se había transformado interior y exteriormente. Sus discursos eran los de un iluminado.

Construyó una pequeña capilla en un establo de vacas, con un altar y un icono de la Virgen de Kazán, como respuesta a la animadversión contra su persona del pope local, el padre Pyotr.

En pocas semanas sus seguidores desertaron del lado del sacerdote y acudieron a escuchar a Rasputín, quien pasaba bastante tiempo rezando.

Uno de esos días encontró orando de rodillas a la hija del zapatero.

Cuando terminó, Rasputín le preguntó por qué rezaba. La joven rompió a llorar y le explicó que por sus muchos pecados, especialmente por el del deseo. El santón la consoló abrazándola y tocándole las nalgas.

Descubrió que no llevaba nada debajo. La «compasión» le movió a hacerle el amor en el suelo, como «un acto de caridad». Y así debió entenderlo la joven cuando al acabar le dijo: «Gracias, padre».

Rasputín con un grupo de admiradoras. Muchas de ellas se le ofrecían abiertamente y él elegía a las que más le gustaban.

TAMBIÉN CON EL SERVICIO

Su casa tampoco era «terreno prohibido». Una noche, cuando su familia estaba durmiendo, Rasputín fue a la cocina y se encontró con Dunia, la sirvienta, desnuda junto a la pila.

Haciendo como si no se hubiese dado cuenta, se acercó para llenar la taza de agua. La chica, bella y bien formada, se volvió y se abrazó a él.

El curandero res­pondió cogiéndola en brazos, besándola, llevándola a la cama y haciéndola el amor.

A Dunia la siguieron otras muchas paisanas, pero la discreción entre las mujeres era la tónica general mientras Raspu­tín se convertía, de facto, en el sacerdote del pueblo, sin pertenecer a ninguna iglesia.

A los pocos meses, recién nacido 1900, tras nueve años de matrimo­nio, Rasputín dijo haber recibido de nuevo un mensaje de la Virgen.

Tenía que ponerse otra vez en camino, esta vez hacia el monte Athos, en Grecia. Pero no se paró ahí. Visitó Turquía y Tierra Santa.

A su regreso, precedido por su fama de curandero y «hombre santo», recaló en la ciu­dad de Kazán, donde se hallaba el santuario de la Virgen.

Conoció a un hombre rico, un tendero de nombre Katkov cuya esposa, Elena, padecía de artritis. Rasputín la curó.

Se convirtió en el ídolo de la pareja. Le aco­gieron como invitado de honor en su casa durante el tiempo que perma­neció en la ciudad.

Cada día cuando amanecía, cientos de personas espe­raban para verlo. Sus curaciones eran «milagrosas».

En una ocasión hizo que un paralítico andara sólo con tocarlo; su fama crecía y crecía. Elena Katkov quedó atrapada por la mirada de Rasputín y se con­virtió en una de sus «sacerdotisas».

Por supuesto, también hizo el amor con él –con la vista gorda de su esposo–, al igual que su amiga, Sofía Dobrovolski, esposa de un oficial del Ejército destinado en San Peters­burgo.

Sofía, una mujer mucho más exuberante que Elena, fue amante estable de Rasputín una vez que se trasladó a San Petersburgo.

Pronto la naturaleza de sus relaciones fue tan del dominio público que sus admi­radoras dejaron de verlo sólo como asesor espiritual y se ofrecían abier­tamente al santón, para que copulara con ellas. Lo consideraban un privilegio «divino».

Rasputín justificaba su promiscuidad con la teoría de que todos los hombres y mujeres eran esposos y esposas. Y raro era el día en que ayuntaba una sola vez.

«EXORCIZÓ A UNA MONJA POSEÍDA»

A pesar de su activa vida sexual, su fama de hombre santo superaba a todo. Así, en marzo de 1904 fue llamado por la abadesa del convento de la Trinidad para que exorcizara a una monja poseída.

La joven, de dieci­nueve años, se llamaba Elizaveta. Afirmaba que, por la noche, un demonio en forma de pope (sacerdote ortodoxo) la visitaba y le obligaba a fornicar con él. Cuando eso ocurría sufría convulsiones, maldecía y blasfemaba.

La hermana llevaba tres años en el convento. Era delgada, de ojos grandes y cabello negro. Rasputfn se quedó a solas con la «poseída». A los pocos minutos comenzó a sufrir convulsiones.

El santón se puso de pie a su lado y trató de calmarla tocándola. La monja tomó la mano de Rasputín y la puso en su sexo hasta tener un orgasmo, luego se relajó y se durmió.

Pero ahí no acabó todo. A las doce de la noche, Rasputín fue avisado de que la her­mana Elizaveta estaba nuevamente poseída.

El siberiano decidió seguirle la corriente y dejó que lo arrastrara a la cama, donde el poseído fue él, pero de forma carnal. Hasta las cuatro de la mañana, en que dejó la celda exhausto tras participar en la mayor puesta en escena de las más variadas artes ama­torias de su vida.

Semanas más tarde, Rasputín recibió una carta de la abadesa agradeciéndole su intervención pues gracias a él la hermana Eli­zaveta se había «curado».

De los ojos de Rasputín se decía que eran hipnóticos. Había mucho de sugestión.

EL PRIMER CONTACTO CON LA FAMILIA IMPERIAL RUSA

Rasputín entró en contacto con la familia imperial rusa a través de Elena Katkov, que fue la que le recomendó ante la gran duquesa Militsa, esposa del gran duque Pedro Nicolaievich, primo hermano del zar.

En ese primer encuentro ocurrió un hecho que haría ganar a Raspu­tín la voluntad del matrimonio, porque, sin saberlo, curó a Marco, el perro favorito del gran duque, mediante la imposición de manos.

Días después, Militsa le invitó a tomar el té en su casa con la zarina Alejan­dra. La química entre ambos funcionó desde que se conocieron.

La zarina tenía treinta años años, pero aparentaba apenas veinticinco; exultaba cierto aire de desolación, las comisuras de los labios tendían a inclinarse hacia abajo y sus ojos eran tristes.

Rasputín encontró «algo» familiar en ella, «algo» parecido a su primer amor, Olga, y a su esposa. Por eso tuvo la sensación de que la conocía de antes.

Nadie le dijo cómo tenía que comportarse ni si debía de darle la mano o no, así que Rasputín actuó siguiendo su intuición: la abrazó y le dio un beso en la mejilla.

La intimidad con la zarina fue inmediata. Hablaron del poder de la oración, del bien y el mal. Pero Rasputín le dio, sobre todo, consuelo.

Cuando la zarina se marchó, tres horas más tarde, en su interior reinaba la paz y la armonía.

El santón la había «equili­brado».

Dos días después fue invitado a conocer a la familia imperial en el palacio de Zarskoé Selo, a las afueras del sur de San Petersburgo. Fue su primer encuentro con los zares y sus hijos -un niño y cuatro niñas-.

Nicolás lI era de estatura baja, barbudo y afable. No tenía un carácter firme y siempre quería agradar. Como siempre le pasaba cuando conocía a alguien, Rasputín tuvo uno de esos «esos flashes» precisos y certeros acerca de la personalidad de su interlocutor.

Notaba que desconfiaba. Cuando se marchó con la gran duquesa Militsa -quien también se sentía atraída sexualmente hacia él– sabía que lo necesitaban, pero había que esperar el momento.

Y el momento llego de la mano del doctor Lebikov. 

A partir de entonces, la influencia de Rasputín en la primera familia rusa fue creciendo, al tiempo que ampliaba sus conquistas sexuales «estables»: una masajista que vivía en el piso inferior al suyo y una costurera que habitaba dos pisos más arriba así como una actriz conocida, Polina M., que le visitaba en secreto.

¿CON CUANTAS MUJERES TUVO RELACIÓN EN SU VIDA? SOLO SE ACOSTABA CON LAS QUE LE GUSTABAN

No existen datos fidedignos, pero a tenor de las crónicas de su tiempo y si el cálculo mínimo partiera de cien al año, en dieciséis años habrían sido unas mil seiscientas mujeres.

Con toda seguridad, fueron muchas más. Como también fueron muchas las despechadas.

Porque Rasputín no se acostaba con todas las que se le ponían a tiro; elegía sólo las que le gus­taban.

Las que no gozaron de sus favores nutrieron las filas de sus enemi­gos con toda clase de bulos, como el poder hipnotizador de sus ojos y su insaciable apetito sexual, que no respetaba mujer rusa, incluyendo a la zarina y a sus tres hijas.

A ello contribuyó un episodio sucedido en casa del general Izvolski, a la que había sido invitado por la esposa de éste, Zenaida, para hablar de un proyecto de caridad.

Durante la reunión entró la hija del general, una joven de cabello oscuro, y salió rápidamente del salón. Poco después, Rasputín, al cerrar la puerta del servicio, se encon­tró con ella mirándolo desde la puerta del dormitorio que había enfrente.

El santón se le acercó y la besó en los labios. Después, cogiéndola del talle, la llevó hacia la cama, pero la chica tropezó y cayó al suelo. Y ahí permaneció esperando que la poseyera.

Pero Rasputín la besó en la frente y se marchó. No pasó nada.

La joven escribió a una amiga en Suiza: «Cuando me miró, mis piernas parecieron convertirse en agua. Percibí una extraña fuerza emanando de sus ojos. Me pareció que era el diablo. Sin embargo, no era capaz de negarle nada».

Con Rasputín había mucho de autosugestión, hay que decirlo.

Rasputín fortaleció sus vínculos con la familia imperial merced a una conquista espiritual: Ana Taneyev, la mejor amiga de la zarina, que fue quien se lo presentó poco antes de casarse con el teniente Virubov.

«¿Será feliz mi matrimonio?», le preguntó Ana Taneyev.

«Será un desastre», le res­pondió Rasputín. Y no se equivocó.

Desde entonces Ana Taneyev se convirtió en la «suma sacerdotisa» del culto a su persona.

Si se viaja a San Petersburgo se puede visitar el palacio de los Yusúpov, donde se ha escenificado con figuras cómo sucedió todo en el lugar en el que, de verdad, se trató de asesinar a Rasputín. A la izquierda la representación del príncipe Félix Felixovich Yusúpov y a la derecha la de Rasputín.

Sin embargo, su principal acólito fue otra joven llamada Munia Golovina, cuyo prometido, el príncipe Yusu­pov, uno de los hombres más ricos de Rusia, había muerto en un duelo.

A sus ojos, Rasputín era un mensajero de Dios.

Fue a través de ella –lo que son las cosas– que el san­tón conoció a su futuro asesino: el príncipe Félix Felixovich Yusúpov, hermano del anterior, cuyo secreto, su homosexualidad, conoció Rasputín a los pocos segundos de estre­charle la mano por vez primera.

El santón nunca sospechó que ese rechazo personal finalmente le costaría la vida. ¿O sí?

En el resto acertó plenamente.

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Este texto forma parte del libro «Los más influyentes amantes de la historia», del que es autor Carlos Berbell. Fue publicado por Ediciones Rueda J.M., S.A.

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