Sean Conney interpretó a Guillermo de Baskerville, una figura que levantó Umberto Eco, para su libro "El nombre de la rosa", basándose en Guillermo de Ockham.
El principio de la Navaja de Ockham: una herramienta útil en la lucha contra la desinformación actual
Un monje franciscano del siglo XIV sigue proyectando su sombra sobre nuestra forma de pensar. Se llamaba Guillermo de Ockham (William of Ockham). Nació en un pequeño pueblo inglés hacia 1287 y murió en 1347, probablemente de peste.
No dejó tratados de física ni inventó artefactos revolucionarios, pero formuló un principio que ha sobrevivido a imperios, guerras y revoluciones científicas: el principio de parsimonia, conocido como la Navaja de Ockham.
Una idea sencilla: cuando hay varias explicaciones posibles, la más simple suele ser la correcta.
Parece de sentido común. Pero no lo es. Porque lo habitual es lo contrario: complicar lo simple, enredar lo evidente, buscar causas ocultas donde bastaría con observar los hechos con lógica.
El principio
Ockham nunca escribió la frase que se le atribuye con esas palabras exactas. Pero sí dejó una formulación clara: “Frustra fit per plura quod potest fieri per pauciora”, es decir, “en vano se hace con más lo que puede hacerse con menos”.
Con eso desmontó buena parte del pensamiento escolástico de su época, que se había convertido en una telaraña de entes abstractos y explicaciones sobrenaturales. Su propuesta: eliminar lo innecesario. No añadir entidades si no hacen falta. Prescindir de intermediarios para explicar lo que ya es comprensible con lo que tenemos delante.
Fue una ruptura. Y le costó cara.
Enfrentamiento con el poder
Guillermo de Ockham no era un teórico encerrado en una torre de marfil. Fue un hombre que discutió de teología y política con la misma contundencia. Se enfrentó al papa Juan XXII, a quien llegó a acusar de hereje por contradecir la doctrina franciscana sobre la pobreza.
Tuvo que huir de Aviñón y buscar refugio en la corte del emperador Luis de Baviera, donde escribió contra el absolutismo pontificio.
La Iglesia lo excomulgó. Pero nunca se retractó.
Murió en el exilio, sin gloria. Pero sus ideas siguieron vivas. Y su método —observar, razonar, eliminar lo superfluo— pasó de la teología a la ciencia, de la filosofía a la cultura popular.
La navaja de Ockham es una vacuna contra la confusión. Un freno al pensamiento mágico. Un recordatorio de que, a menudo, lo evidente es suficiente. Que no hace falta multiplicar las explicaciones cuando una sola basta.
De Ockham a Baskerville
Siglos después, un filósofo italiano llamado Umberto Eco decidió rendirle homenaje. Creó un personaje ficticio: Guillermo de Baskerville, protagonista de El nombre de la rosa, novela publicada en 1980 y llevada al cine en 1986 con Sean Connery en el papel principal.
Eco no lo ocultó: se inspiró en Guillermo de Ockham. El nombre “Guillermo” no es casual. Tampoco lo es el carácter del personaje: escéptico, lógico, enemigo de la superstición, defensor de la razón frente al fanatismo.
Baskerville investiga una serie de muertes misteriosas en una abadía. Todos creen que son castigos divinos. Él busca otra explicación. Analiza los hechos, pregunta, conecta pistas. No acepta el misterio como respuesta. Busca la verdad con la herramienta más sencilla: el pensamiento.
Es la navaja de Ockham en acción.
Un legado contra la desinformación
¿Por qué sigue vigente Ockham en pleno siglo XXI?
Porque su principio es útil. Porque permite pensar con claridad. Porque en una época como la actual —saturada de fake news, teorías de la conspiración, ruido informativo y manipulación digital— la navaja de Ockham se convierte en una herramienta de defensa frente a la desinformación.
En un entorno donde los hechos contrastados se ven constantemente desplazados por explicaciones hiperbólicas y narrativas emocionales sin fundamento, aplicar el criterio de simplicidad ayuda a discernir. No se trata de conformarse con lo fácil, sino de desconfiar de lo innecesariamente enrevesado. La complejidad puede ocultar mentiras. La claridad, muchas veces, revela la verdad.
La ciencia lo aplica. Cuando dos teorías explican lo mismo, se prefiere la más simple. Lo decía Stephen Hawking. También lo repite el método científico moderno.
La justicia también lo usa. En la valoración de pruebas, en la construcción de argumentos, en la búsqueda de hechos. Lo simple, cuando es suficiente, tiene más peso que lo rebuscado.
Y en el día a día, la navaja de Ockham es una vacuna contra la confusión. Un freno al pensamiento mágico. Un recordatorio de que, a menudo, lo evidente es suficiente. Que no hace falta multiplicar las explicaciones cuando una sola basta.
Una idea, una actitud
La fuerza de Ockham no está solo en su lógica. Está en su actitud: pensar por uno mismo, sin miedo a las consecuencias. No aceptar verdades impuestas. No dejarse llevar por la complejidad aparente. Preguntarse si todo lo que nos cuentan es necesario para entender lo que vemos.
Por eso su figura sigue viva. Por eso Umberto Eco lo rescató para convertirlo en símbolo. Porque su pensamiento, sencillo pero firme, sigue siendo un faro para quienes quieren ver con claridad.
A veces, para encontrar la verdad, solo hay que afilar la navaja. Y cortar lo que sobra.
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