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Opinión | A juicio… con decoro (y sin pantuflas)

Opinión | A juicio… con decoro (y sin pantuflas)
Jordi Muñoz-Sabaté i Carretero aborda una situación que cada vez es más común. En este caso, un cartel en los juzgados de La Línea de la Concepción. Foto: @AEscudier
23/6/2025 05:35
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Actualizado: 22/6/2025 20:45
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«Se prohíbe terminantemente el acceso a esta sede en pijama, bata o zapatillas de estar por casa». (Juzgados de la Línea de la Concepción)

Pertenezco a esa generación que rebobinaba las cintas con un bolígrafo Bic, que se tragó colas kilométricas para ver E.T. o Jurassic Park, y que creció escuchando a The Cure, Mecano y Los Secretos, mientras Sabrina y Samantha Fox competían por provocarnos apagones neuronales en plena pubertad colectiva.

Aquellos años, me dicen ahora mis hijos con cierta nostalgia ajena, fueron los mejores. Tal vez tengan razón. Porque entonces sabíamos esperar, mirar, y hasta vestirnos para la ocasión. La justicia —como el cine— merecía butaca y silencio. No se entraba a cualquier sala en chancletas.

Por eso, cuando he leído que en los juzgados de La Línea de la Concepción han tenido que colgar un cartel prohibiendo el acceso en pijama, bata o pantuflas, lo primero que he hecho es suspirar. Lo segundo, reírme.

No por nostalgia rancia ni por purismo legalista, sino porque ese cartel, tan directo como una colleja verbal, dice mucho —demasiado— de los tiempos que corren (y corren en crocs).

El cartel reza, con la claridad de quien está cansado de explicarse.

No se trata de una broma ni de una ocurrencia pasajera. Es una norma escrita con tinta práctica, nacida del roce diario entre el sentido común y la costumbre. Es derecho consuetudinario convertido en plastificado A4.

Se podrá decir que la ropa no hace al personaje, y que el respeto no se mide por el dobladillo del pantalón. Pero hay en el foro —como en la iglesia y en el teatro— una liturgia que no se improvisa.

No por fetichismo, sino por lo que Calamandrei llamaba «la representación simbólica del derecho«: esa ficción seria que nos iguala, al menos por unos minutos, delante del juez que no nos conoce ni nos debe favores.

FICCIÓN DE AUTORIDAD QUE SE RESPETA

La toga, si uno la observa sin solemnidad excesiva, no deja de parecer una bata con galones. Pero en su aparente simplicidad encierra algo más: impone una ficción de autoridad que todos, incluso los más escépticos, aceptamos representar.

No es la verdad en sí, pero es el marco escénico donde la verdad puede, al menos, intentarse. Por eso, cuando se cuelga un cartel prohibiendo el acceso en pijama, lo que en realidad se esta expresando es que la justicia no puede tratarse como una videollamada rutinaria a las ocho de la mañana.

Y aquí es donde la contradicción se vuelve todavía más elocuente. Porque, si hay ciudadanos que van en bata a declarar, también hay —y no pocos—togados que han dejado de ponerse la toga.

El símbolo, cuando deja de cumplirse incluso por quienes deberían custodiarlo, se erosiona. Y así como el cartel en la puerta del juzgado nos recuerda que no se entra en pantuflas, haría falta otro, invisible pero urgente, que recordara a algunos profesionales que la toga no es opcional. Que no es un mero accesorio de trámite, sino parte del ritual que da forma y fondo a la Justicia.

«Todo esto ocurre porque hoy todo se ha vuelto más rápido, más líquido, más ‘cómodo’. Pero también más plano, más banal. En este contexto, que un juzgado deba recordar que no se puede comparecer en bata y pantuflas no es una anécdota cómica: es un síntoma. Un síntoma de la erosión del umbral simbólico que separa lo privado de lo institucional».

Porque cuando el propio foro empieza a relajarse en sus formas, el mensaje que se transmite hacia fuera es que ya no hay diferencia entre el salón de casa y la sala de vistas. Y eso, más que comodidad, es banalidad.

No se trata de clasismo ni de estética. Es, más bien, una cuestión de ética de las formas, de ese respeto tácito que se expresa en gestos casi invisibles: levantarse al entrar el juez, hacer una leve reverencia con la cabeza —no por sumisión, sino por deferencia—, guardar silencio como si uno pisara un templo laico. Pero ya quedan pocos abogados que se levantan cuando entra el juez.

Yo lo hacía, allá por mis primeros años de pasillos y togas aún por domar. Entonces uno se levantaba como un resorte cada vez que entraba Su Señoría. Era automático, casi marcial. Ahora, sinceramente, si lo hiciera pensarían que estoy a punto de declamar un monólogo de Shakespeare.

Todo esto ocurre porque hoy todo se ha vuelto más rápido, más líquido, más “cómodo”. Pero también más plano, más banal. En este contexto, que un juzgado deba recordar que no se puede comparecer en bata y pantuflas no es una anécdota cómica: es un síntoma. Un síntoma de la erosión del umbral simbólico que separa lo privado de lo institucional.

La toga es precisamente ese límite entre el adentro y el afuera, entre el “yo” cotidiano y el “nosotros” de lo público. Como bien decía Ossorio, “diferencia, y siempre es buena… pero esa distinción no sería nada si no fuese acompañada del respeto que el pueblo le tributa con admirable espontaneidad, diciendo: ‘Ese hombre debe ser bueno y sabio.”

¿Que hay excesos? Claro. Que también hay disfraces, apariencias vacías y teatralidades huecas, por supuesto. Como también hay abogados que confunden la toga con el estandarte del ego. Pero el peligro opuesto es mayor: que confundamos el foro con el salón de casa, y el alegato con una videollamada más.

Quizás por eso el cartel ha causado tanto revuelo: porque revela, en su literalidad cómica, que algo se ha roto. Que ya nadie supone conocidas las reglas tácitas. Que la solemnidad necesita ser enunciada con iconos y tipografía gruesa.

Y cuando el símbolo necesita ser explicado, ya ha perdido parte de su fuerza.

Tal vez estemos cerca del día en que el juez acabe dictando sentencia desde su sofá, con bata de felpa y filtro de Zoom, mientras el abogado asiste desde el coche y el acusado escucha por los auriculares en el gimnasio.

Puede parecer una caricatura, pero la realidad ya roza fronteras impensables. Porque lo preocupante no es solo que alguien se presente en pijama, sino que el propio sistema —sus tiempos, sus rituales, su lenguaje— empiece a deshilacharse. Hasta entonces, pidamos al menos esto: que en la casa de la Justicia no se entre como quien baja a por pan.

Y que, como en los mejores tiempos —esos que mis hijos creen míticos—, sigamos creyendo que la verdad necesita un escenario digno para decirse.

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