Firmas
Las Fuerzas Armadas en el origen de nuestra civilización
28/5/2016 13:02
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Actualizado: 28/5/2016 14:23
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La celebración este 28 de mayo del Día de las Fuerzas Armadas nos brinda la oportunidad de recordar que servir a la patria y morir por ella era el mayor honor a que podía aspirar cualquiera en Grecia y Roma, es decir, en el origen de nuestra civilización.
En las ciudades-estado griegas, solo los ciudadanos gozaban de la honra del combate. Casi todos los grandes griegos de la Antigüedad lucharon alguna vez.
Sócrates solo salió de Atenas para ir a la guerra y peleó contra los espartanos en las batallas de Delio (424 A.C.) y Anfíbolis (422 A.C.) durante la Guerra del Peloponeso (431 A. C.-404 A.C.).
El también ateniense Jenofonte (431-354 A.C.) militó en la caballería contra Esparta, y combatió en la guerra que libraron Ciro y Artajerjes. Abandonado en medio de Mesopotamia, tuvo que retirarse con sus compañeros -la llamada “Expedición de los diez mil”- hasta el mar.
Contó este periplo en la Anábasis.
Todo estudiante de griego clásico traduce su comienzo: “Darío y Parisátide tuvieron dos hijos…”.
Es conmovedor el pasaje en que describe cómo los griegos echaron a correr hacia el agua tan pronto como divisaron el mar Negro mientras gritaban “¡thalassa, thalassa!” ¡El mar, el mar! Para aquellos soldados, el reino de Poseidón no era una barrera sino un camino. Por eso, ningún país con mar es pequeño.
ROMA LLEVÓ LA DISCIPLINA, EL DERECHO Y EL ORDEN FRENTE AL CAOS
Roma llevó a sus legiones por todo el mundo conocido. Para alcanzar los confines del imperio, se ordenó la construcción de calzadas, fuertes, puestos fronterizos y campamentos. Desde los desiertos de Egipto hasta las montañas de Armenia, aquellos hombres llevaron el gran tesoro de Roma: la disciplina, el Derecho, el orden frente al caos.
Los destacamentos militares reproducían el orden de la ciudad que doblegaba a sus enemigos y defendía a sus aliados.
La obediencia prevalecía sobre el coraje. Al legionario que desobedecía una orden de retirada y seguía combatiendo, se lo castigaba por insubordinación. Tras una vida de servicio, a los legionarios les esperaba un pacífico retiro en alguna de las ciudades de las provincias; por ejemplo, en la Colonia Iulia Augusta Emerita, que terminaría siendo la “Muy Noble, Antigua, Grande y Leal Ciudad de Mérida”.
Al general victorioso, el Senado podía concederle el triunfo: el desfile en loor de multitudes aclamado por el pueblo de Roma. Era una decisión sometida a ciertos requisitos jurídicos. En primer lugar, el triunfo debía tener la aprobación del Senado.
Sólo podía concederse a un magistrado elegido y dotado de “imperium”; por ejemplo, a un cónsul o a un pretor. Tenía que celebrarse una gran victoria en una guerra declarada “justa” sobre un enemigo extranjero al que se le hubiesen causado, al menos, cinco mil muertos.
Quedaban así excluidas las guerras civiles. Tampoco podía celebrarse el triunfo por batallas ganadas en guerras finalmente perdidas. Roma podía sentir cierta simpatía por algunos derrotados, pero solo exaltaba a los vencedores.
El merecedor del triunfo debía haber traído de regreso a las tropas, que permanecían acantonadas en el Campo de Marte. En Roma, estaba prohibido que entrasen ejércitos armados más allá de las Murallas Servianas.
Uno de los mayores triunfos que se recuerda fue el del gran general Lucio Emilio Paulo Macedónico (230 A.C.-160 A.C.), que ganó este último epíteto venciendo al rey Perseo en la Tercera Guerra Macedónica (171.A.C.-168 A.C.).
Aquella ceremonia duró tres días. Frente al “triunphator” marchó el rey vencido y su hijo mientras detrás iban los dos vástagos del vencedor: Quinto Fabio Máximo y Publico Cornelio Escipión Africano “El joven”, el conquistador de Numancia y vencedor de Aníbal.
El desfile triunfal debía de ser verdaderamente fastuoso: el recorrido comenzaba en el Campo de Marte y entraba en Roma por la Porta Triunphalis.
ROMA VALORABA LA PAZ, PERO NO ERA PACIFISTA
Después se dirigía al Circo Máximo y llegaba hasta el monte Capitolino cruzando la Vía Sacra del Foro.
El triunfador iba a bordo de una cuadriga acompañado por un esclavo que le sostenía los laureles del triunfo sobre la cabeza y le recordaba la fugacidad del éxito: “mira hacia atrás y recuerda que eres un hombre”.
La procesión terminaba en el templo de Júpiter Optimus Máximus, a quien se hacía ofrenda de los laureles. Todo terminaba con los festejos para el pueblo de Roma, que costeaba el triunfador.
Roma valoraba la paz, pero nunca fue “pacifista”.
La República -y después el Imperio- conocían demasiado bien la condición humana y sabía que las libertades deben defenderse, a veces, con las armas en la mano. Es significativo que solo podía darse el triunfo en una guerra justa, es decir, iniciada conforme a Derecho, lo que implicaba la intervención de los sacerdotes feciales. Ya hablaremos algún día de esto.
Baste señalar, por hoy, que en este Día de las Fuerzas Armadas retomamos la tradición de celebrar a aquellos que sirven a España en sus Ejércitos y su Armada y de recordar a aquellos que dieron su vida por España.
Horacio escribió que “dulce y honorable es morir por la patria”.
La Antigüedad hizo del heroísmo y el sacrificio virtudes dignas de memoria y elogio. Hoy honramos a aquellos que siguen esta tradición de servicio a la patria.
Feliz Día de las Fuerzas Armadas.
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