Firmas
Hagan ustedes las leyes, que ya haremos nosotros el Decreto-Ley
28/8/2018 06:15
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Actualizado: 28/8/2018 00:26
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La célebre frase del conde de Romanones acerca de las capacidades del poder ejecutivo sobre el legislativo se enmarca en un contexto en el que ya el Decreto-ley comenzaba a aparecer en escena como instrumento alternativo a la ley.
A partir del siglo XIX, se llegaría incluso a emplear con cierta asiduidad, especialmente bajo regímenes autocráticos como el de Primo de Rivera y Franco.
Reglamento y Decreto-ley, por tanto, servirían en estos casos como figuras normativas orientadas otorgar a los gobiernos facultades al margen del parlamento, hurtando el debate en dicha sede, algo consustancial a cualquier Estado de Derecho.
La doctrina sobre el carácter subalterno del reglamento y el sometimiento del Decreto-ley a los estrictos umbrales fijados desde su formal constitucionalización en 1931, permitieron hasta hoy mantener a raya a estas herramientas paralegislativas, si bien no ha sido del todo infrecuente su recurso desmedido por administraciones de distinto signo político, incluso en épocas de mayorías absolutas.
Entre esos estrechos límites, el Decreto-ley cuenta en el vigente artículo 86 de la Constitución Española con un triple condicionante, que por definición constriñe su uso.
La extraordinaria y urgente necesidad, la exclusión de determinadas materias y su condición de norma provisional, precisada de la intervención del Congreso de los Diputados para su convalidación o derogación, se erigen en elementos de imposible elusión por quienes pretendan sortear la tramitación parlamentaria ordinaria. Como con acierto recuerda la temprana Sentencia del Tribunal Constitucional 29/1982.
“Nuestra Constitución ha contemplado el decreto-ley como un instrumento normativo del que es posible hacer uso para dar respuesta a las perspectivas cambiantes de la sociedad actual, pero siempre que su utilización se realice bajo ciertas cautelas”.
No es posible, por consiguiente, gobernar a golpe de Decreto-ley, como es natural.
Extraordinaria y urgente necesidad
Sobre el primer presupuesto (la “extraordinaria y urgente necesidad”), se ha venido admitiendo que el Gobierno goza de un razonable margen de discrecionalidad a la hora de apreciarlo en cada caso, si bien resultan controlables constitucionalmente los supuestos de abuso o uso arbitrario que conduzcan a vaciar la potestad legislativa de las Cortes, incluyendo sus procedimientos de urgencia (sentencias del Tribunal Constitucional 2/1982, 6/1983; 29/1987, o, más recientemente, la 61/2018).
Por “extraordinaria y urgente necesidad”, en suma, deben necesariamente caer aquellos casos en los que, por la singular coyuntura de la gobernación del país y por circunstancias difíciles o imposibles de prever de antemano, se requiere de una acción normativa inaplazable o inmediata, por no poder aguardarse al procedimiento legislativo, normalmente lento (sentencias del Constitucional 68/2007; 31/2011; 137/2011, o 100/2012, en dos de las cuales se declararon inconstitucionales sendos decretos-leyes por la carencia de ese elemento preliminar).
En relación con las materias insusceptibles de ser sometidas a Decreto-ley, y de otras como las reservadas para ley orgánica y las que se atribuyen a las Cortes directamente por la Constitución, las sentencias del máximo tribunal de garantías 111/1983 y 60/1986 han optado por el término medio que permita mantener el decreto-ley en aspectos accidentales o tangenciales pero nunca pudiendo ocuparse del régimen general de los derechos, deberes y libertades del Estado o lo haga alterando sus elementos esenciales o los estructurales de la organización y funcionamiento de instituciones estatales básicas
Así, de acuerdo con esta atinada interpretación, no le estará autorizado al Decreto-ley fijar el régimen de aquellas organizaciones públicas cuya regulación demanda una ley, como son propiamente las Administraciones Públicas (sentencia del Tribunal Constitucional 60/1986), salvo en aspectos colaterales o concretos de alguna parte del ordenamiento aplicable a las Administración de que se trate. Tampoco, para establecer los aspectos esenciales de los derechos, deberes y libertades de los ciudadanos regulados en el Título I de la Constitución (sentencia del Constitucional 111/1983).
En materia fiscal, por ejemplo, la sentencia del Tribunal Constitucional 73/2017, ha declarado inconstitucional un decreto-ley que afectaba a la esencia misma del deber de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos que enuncia el artículo 31.1 CE, al haberse alterado el modo de reparto de la carga tributaria que debía soportar la generalidad de los contribuyentes, algo vedado para todo Decreto-ley.
En fin, las sentencias del Tribunal Constitucional 29/1986 y 23/1993 declaran que el decreto-ley no puede afectar al régimen jurídico-constitucional de las Comunidades Autónomas, pero sí a cualquier regulación que indirectamente afecte a las competencias autonómicas.
De conformidad con todas estas reglas, que no siempre han respondido por cierto a un deseado nivel de coherencia (motivo por el que acaso se siguen ensayando estas estrategias), el Decreto-ley no puede ser utilizado en nuestro ordenamiento para esquivar la deliberación y el acuerdo parlamentario en toda su plenitud y amplitud, por más que exista una tramitación en dicha sede posterior a su aprobación.
Los excesos que se han protagonizado en los últimos ejecutivos van por esa desdichada línea, en unas ocasiones devaluando la actividad parlamentaria cuando se obtiene la mayoría suficiente, y en otras obviándola cuando se carece de un mínimo de apoyos entre los diputados, algo indispensable para mantener un gobierno en democracia.
Lo grave es que quienes se critican entre sí en este espinoso asunto cargan a sus espaldas con el mismo pecado original, lo que quizá nos lleve a sospechar que estamos ante una patología legal y quizá política de nuestro sistema, que tal vez deberemos empezar a soportar con estoicismo a la espera de la decisión en cada caso del Supremo Intérprete, llamado una vez más aquí a actuar como legislador negativo, mal que le pese.
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