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Razones por las que la Justicia está entrando en colapso

Razones por las que la Justicia está entrando en colapso
Pascual Ortuño es magistrado emérito de la Audiencia Provincial de Barelona. Ha sido director de la Escuela Judicial, director general de la la consejería de justicia de la Generalidad de Cataluña, representante de España en diversos convenios de la Conferencia de la Haya y de la UE, y autor, entre otros, del libro “Justicia sin Jueces”.
16/4/2023 06:49
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Actualizado: 15/4/2023 14:28
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Nuestro sistema de justicia ha entrado en un laberinto del que necesita salir. Este problema debería ser el principal motivo de preocupación de toda la ciudadanía, sin distinción alguna de ideología y, por supuesto, de todos nuestros representantes políticos.

Después de la huelga de los letrados de la Administración de Justicia (LAJ), lo que se avecina con el anuncio de nuevos frentes de lucha abiertos por las reivindicaciones de otros colectivos, era previsible, pero no de ahora, sino desde hace muchos años.

Las reformas que, desde la transición a la democracia, han realizado los sucesivos gobiernos han sido notoriamente insuficientes y, en su mayor parte, muy mal planificadas, erráticas y peor ejecutadas.

De esta forma podemos llegar próximamente a un punto de no retorno: al colapso, lo que debemos evitar a toda costa.

Desde luego se puede conseguir, pero la fórmula para salir del punto en el que nos encontramos no es otra la del consenso responsable y la renuncia de los políticos a utilizar la justicia para sus intereses partidistas.

Nos indignamos, con razón, cuando se pone en entredicho la vigencia en España del principio de seguridad jurídica, puesto que es una afirmación que no corresponde a la realidad, pero no puede negarse que es urgente poner remedio a las múltiples carencias que empañan la eficiencia del sistema.

No basta con parecer honesto: hay que serlo

En este sentido se han de desterrar graves deficiencias como la tardanza en la respuesta judicial, la pérdida de autoridad moral de las instituciones y organismos de gestión y control (Consejo General del Poder Judicial, CGPJ), la ineficacia de las resoluciones por falta de medios para hacerlas cumplir, y la imputación a los jueces y juezas de las carencias que se derivan de la escasa calidad técnica de las leyes.

La negativa percepción que la ciudadanía tiene del servicio público de la justicia (un tres sobre diez en la última encuesta realizada) no se debe al espíritu corporativo de los diferentes sectores profesionales, aun cuando se haya despertado con verdadera furia en los últimos meses una excesiva reacción como consecuencia del descontento con las condiciones de trabajo.

Después de los LAJ, anuncia huelga indefinida la abogacía por las deficiencias del denominado “turno de oficio” que gestiona casi el 50 % de las causas.

También se unen a esta rebelión interna importantes sectores de la fiscalía, de la judicatura y de las clases funcionariales que soportan el peso de la tramitación de unos procesos que cada vez son más farragosos.

Se ha hecho muy mal el proceso de informatización que, en vez de simplificar los trámites ha estado, en general, mal diseñado y se ha basado fundamentalmente en la sustitución del papel por los “pdf”.

El resultado es que se han incrementado los trámites inútiles y la burocracia.

Se han alejado los tribunales de la ciudadanía, en proceso inverso al que se ha producido en Francia con la instalación de las “casas de justicia” en los barrios y pequeñas ciudades a las que la ciudadanía puede ir a recibir orientación e información de temas legales y la juventud aprende a comprender la importancia de la justicia para el fortalecimiento de los vínculos sociales.

Una estructura deficiente y decimonónica camuflada

 Los responsables de justicia de cada una de las Comunidades Autónomas con competencias en esta materia están en en pugna constante con el Ministerio de Justicia, y se han esforzado, sobre todo, en algunas medidas que hoy son cuestionadas, como la construcción de grandes palacios de justicia por doquier.

La impresión generalizada entre los profesionales del derecho es que se ha producido un retroceso en relación con la situación anterior, porque se ha intentado maquillar la realidad para aparentar modernidad pero, en el fondo, se continúa manteniendo una estructura ineficiente y decimonónica, alejada de las necesidades de la sociedad del siglo XXI.

Las preguntas que surgen en este momento son: ¿la culpa de esta mala gestión la tiene el actual equipo ministerial? y ¿son las piruetas que el gobierno de Pedro Sánchez está haciendo para manejar la justicia en beneficio de sus políticas?

Evidentemente no es así, por cuanto quien lo afirma ofrece interesadamente una explicación sesgada y de marcado carácter electoralista.

Sin entrar a analizar las responsabilidades de los últimos gobiernos, que son muchas, si nos focalizamos únicamente en los últimos capítulos de la historia obtendríamos una perspectiva equivocada que no nos dejaría ver la realidad del “bosque”, de las verdaderas causas que han propiciado la actual situación. La cosa viene de lejos y tiene otras causas bien distintas a la actual coyuntura política: la reforma de la justicia es una asignatura pendiente que debió ser acometida en la transición, y cuyo diseño estructural necesita ser modificado casi desde sus cimientos.

Los partidos no son conscientes de que hay que contar con una justicia que garantice el cumplimiento de sus leyes

De la lectura de los programas electorales da la impresión de que los responsables de los partidos políticos de los temas de justicia y, por ende nuestros diputados, no son conscientes de que para que las leyes que se promulgan puedan cumplir sus objetivos, se ha de contar con un sistema de justicia que pueda garantizar su cumplimiento.

Dicho de otra forma: antes de generar un cuerpo normativo ambicioso y expansivo, como estamos viendo en la presente legislatura en muchos y diversos campos de la realidad social, se debe procurar tener un sistema procesal moderno y eficaz.

Lo contrario supondría, por ejemplo, crear equipos de fútbol magníficos, sin tener estadios en los que realizar las competiciones, ni árbitros bien preparados para dirigir los partidos.

Un claro ejemplo es la política legislativa en materia de violencia de género y justicia de familia: tenemos el récord de número de leyes en la materia, pero el sistema judicial es ineficiente, mal estructurado y escaso de medios.

En la mayoría de los países europeos que sufrieron la II Guerra Mundial se acometió la tarea de edificar un sistema de justicia que garantizara la imparcialidad, la independencia y la eficacia, para evitar la utilización del llamado “tercer poder” del estado de derecho por las dictaduras surgidas de los populismos de aquella época. Fue prioritario alcanzar un pacto social consensuado por todas las fuerzas políticas para asegurar el correcto funcionamiento de las instituciones judiciales.

En la transición española este acuerdo sobre la justicia no se produjo. Ciertamente, los pactos constitucionales que se fraguaron priorizaron la inserción de los derechos universales básicos, el andamiaje de la forma del estado, los principios de la economía liberal y la configuración de los órganos de nuestro sistema democrático.

Se sentaron las bases mínimas para la convivencia, pero se dejó para su posterior desarrollo legislativo el funcionamiento de las instituciones. Desde luego, en lo que se refiere a la administración de justicia, el producto es manifiestamente mejorable, al menos desde mi modesto punto de vista.

Pero es que, posteriormente, el sistema ha empeorado, no se ha adaptado a las circunstancia y, por el contrario, se han producido numerosas reformas coyunturales que nos han llevado a la situación kafkiana en la que nos encontramos.

El CGPJ ha devenido en un tumor maligno

El diseño del CGPJ, órgano al que la Constitución encargó la misión de velar por la independencia y eficiencia del “poder judicial” ha devenido a ser, justamente, lo contrario: un tumor maligno que se ha expandido y ha terminado por invadir el resto del organismo.

Este órgano esencial en el diseño constitucional ha sido secuestrado por las cúpulas de los partidos políticos, lo que ha generado una situación difícil de comprender por la ciudadanía e incluso por las instituciones internacionales.

La inoperancia y el mal funcionamiento del mismo ha contagiado con el tiempo al propio Tribunal Constitucional, que ha llegado a unas cuotas de desprestigio inimaginable por el servilismo que se ha manifestado en numerosas resoluciones al convertirse en una última cámara legislativa, dicho sea salvando lógicamente la actuación de muchas de las personas que han desempeñado sus cargos con la dignidad requerida.

En la jurisdicción ordinaria, vemos con espanto la pérdida de autoridad moral del Tribunal Supremo. En los últimos tiempos la degradación del CGPJ con el sistema establecido -por unos y por otros- no permite ni siquiera la cobertura de las plazas vacantes por jubilación, lo que implica la demora en la resolución de los casos que le corresponde resolver.

Pero también, desde hace años, se ha ido produciendo una paulatina contaminación política de una buena parte de sus magistrados, al prevalecer la ideología que profesan por encima de sus competencias profesionales con detrimento del mandato constitucional que señala como criterios básicos los principios de igualdad, mérito y capacidad.

Ha desaparecido una estructura lógica y racional de la Administración de Justicia por decisión del Constitucional

A nivel de estructura, una doctrina del Tribunal Constitucional ya contaminada hace años, generó la tesis de diferenciar el concepto de “Administración de justicia” con el de “Administración de la Administración de Justicia”.

Este juego de palabras ha dado lugar a la desaparición de una estructura lógica y racional de la organización judicial hasta el punto de que ha quedado gravemente lesionado el principio de igualdad de los españoles.

Y esto no es lo más grave.

La organización judicial se ha desmembrado al distribuir las competencias en tres administraciones distintas: una parte de ellas las gestiona el CGPJ, otra parte el Ministerio de Justicia, y otra las Comunidades Autónomas.

¿Alguien piensa que puede ser eficaz una empresa en la que la organización esté fraccionada en administraciones distintas y en muchos casos enfrentadas?

En un misma oficina coexisten funcionarios gestionados por el CGPJ, como son los jueces, otros que gestiona el Ministerio de Justicia, como son los y las LAJ -frecuentemente enfrentados con los jueces-, y otros que dependen de la Comunidad Autónoma correspondiente que lógicamente pretende controlar e imponer su cuota en el reparto de unas competencias que debieran estar organizadas en pro de su eficacia.

Otro tanto ocurre con los recursos materiales, hasta el punto de que incluso los sistemas informáticos implantados por unas y otras autonomías son incompatibles.

La supresión de la justicia municipal y comarcal, una mala idea

Otra de las “grandes ideas” que más ha contribuido al colapso al que vamos abocados fue la supresión de la denominada “justicia municipal” o comarcal, que conformaba tradicionalmente la red de juzgados “de distrito”.

stos juzgados, cercanos a la ciudadanía asumían un altísimo porcentaje de la litigiosidad menor, tanto civil como penal, con procedimientos rápidos y eficaces.

Esta red existe en todos los países de nuestro entorno como Francia, Portugal, Alemania o Inglaterra, alberga entre sus competencias la actividad conciliatoria y podría haber sido transferida a las Comunidades Autónomas para su gestión sin menoscabo de su función social.

En muchos países es gestionada, incluso, por los municipios.

Pues bien, su supresión supuso la integración de aquellos juzgados en la red de tribunales que tenían las competencias de casos de mayor entidad y complejidad social y jurídica, con lo que se ha producido una sobrecarga de litigiosidad inasumible para los juzgados de mayor categoría, con la degradación consiguiente de la calidad del conjunto del sistema.     

Por otra parte, una gran bolsa de litigiosidad que afecta a una gran parte de la ciudadanía, como es la derivada de las materias relativas al derecho de la persona y de la familia, es la más olvidada.

Estos procesos deberían estar asignados a órganos judiciales especializados, servidos por jueces y juezas formados en estas materias que afectan a tantas personas en situación de vulnerabilidad, a niños, niñas y adolescentes.

Sin embargo los legisladores no han elaborado un código procesal especial y la materia permanece atribuida a los juzgados generalistas, incapaces de dar un respuesta rápida y eficaz a estos conflictos que son el germen, entre otros problemas, de la escalada de la violencia en las relaciones familiares.

Son problemas detectados hace muchos años y no se ha hecho nada

Estos factores, junto a otros muchos que sería prolijo enumerar aquí, han sido detectados en vano, desde hace muchos años, por quiénes tienen la responsabilidad de afrontarlos.

Ya el 8 de septiembre de 1997 el CGPJ de aquella época publicó y presentó ante las cámaras legislativas el Libro Blanco de la Justicia. Los organismos internacionales, entre otros el Comité para la Eficacia de la Justicia del Consejo de Europa, vienen aconsejando las medidas que han sido adoptadas por muchos estados.

Se insiste en la mejora de los sistemas de la gestión burocrática de los juzgados, el denominado “court management”, con la atribución de competencias de gestión a los gestores de la oficina judicial, y sobre todo, la inserción de los tribunales colegiados de instancia.

Se insiste, por otra parte, en la incorporación al sistema procesal de los mecanismos de reducción de la litigiosidad implantados en toda Europa, tales como el  del “proceso piloto” que en un breve espacio temporal resuelva por sentencia ejemplar los diferentes criterios interpretativos en determinados conflictos masivos, evitando con ello la multiplicación absurda de casos similares que colapsan los juzgados.

En el orden penal clama al cielo la reforma del proceso penal con la necesaria atribución de la instrucción de las causas penales a una Fiscalía independiente, ubicada en la esfera de la investigación policial, a la vez que estableciendo la supervisión de los métodos de instrucción atribuida a unos juzgados de garantías que cumplan la función constitucional que les corresponde.

El juzgado de instrucción español es un “moonstrum iuris”, reminiscencia de la época en la que la justicia estaba al servicio del dictador o del monarca absoluto.

Ante este cúmulo de despropósitos el latente desprestigio de la justicia ante la ciudadanía y la puesta en cuestión de la vigencia del principio de seguridad jurídica en nuestro país, ha venido a competir con la natural rebelión de los sectores profesionales afectados, no solo por la deficiente retribución económica del funcionariado, sino también por la frustración que genera el esfuerzo y la responsabilidad profesional que exige la sociedad a quiénes son sus servidores, en una de las columnas básicas del estado de derecho.

La solución está en consensuar las reformas necesarias dejando de lado los planteamientos partidistas

La única solución es que, quiénes tienen la capacidad de revertir el rumbo errático del sistema y de prestigiarlo, que son nuestros responsables políticos, sean capaces de consensuar las reformas necesarias dejando aparte los planteamientos partidistas.

De entre las medidas urgentes a adoptar, ya está en el Congreso de los Diputados el proyecto de ley de Eficiencia Procesal que ha quedado “congelado” ante la urgencia del gobierno de satisfacer las demandas de los partidos, socios de su investidura, para conseguir la aprobación de los presupuestos del Estado.

Este proyecto de ley, que ha sido gestado a lo largo de toda la legislatura, y que introduce en el sistema los métodos adecuados para la solución de controversias (los renombrados MASC) puede concitar la primera manifestación de responsabilidad política de todo el arco parlamentario.

De hecho, ya ha finalizado el periodo de proposición de enmiendas hace más de cuatro meses. La culminación de su tramitación, convirtiéndolo en ley, puede aportar una primera medida sensible y sumamente eficaz a la maltrecha situación de la justicia.

Precisamente los ADR («Alternative Dispute Resolution») se han ido implantando en todo el mundo en situaciones de colapso de la justicia, mediante la introducción de mecanismos de mediación y consenso, de los que tan necesitado está nuestro país, con su probada disminución de la litigiosidad ante los tribunales.

Esta necesaria muestra de responsabilidad de la clase política puede marcar el camino ante la nueva legislatura que ya se otea en el horizonte.

Si se pudiese conseguir que se acometiera la reforma del sistema de justicia de forma consensuada en los próximos años, la asignatura pendiente del proceso de transición a la democracia puede ser superada finalmente.

La responsabilidad en ello es de todos los ciudadanos, que deberíamos exigir que en los programas electorales de las elecciones generales, cuando menos, se incluya la necesidad de establecer una reglas de juego mínimas para nuestra convivencia, es decir, un sistema basado en un pacto por la justicia aceptado por todos y para todos.

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