Los misioneros franciscanos están en el origen del Día de los Muertos en México, fusión de creencias prehispánicas y catolicismo
Fray Bernardino de Sahagún formó parte del grupo de 12 franciscanos que evangelizaron a los pueblos indígenas tras la victoria de Hernán Cortés y sus aliados indígenas sobre el imperio mexica. En ese afán evangelizador llevaron a cabo un proceso de sincretismo entre las creencias locales y el catolicismo. Un buen ejemplo es este Día de los Muertos que se celebra en México.

Los misioneros franciscanos están en el origen del Día de los Muertos en México, fusión de creencias prehispánicas y catolicismo

En México, el Día de Muertos no es solo una celebración; es un eco profundo que resuena en el alma colectiva de un pueblo. Cada año, a principios de noviembre, la tierra y el cielo parecen abrirse para recibir a los espíritus que vuelven del más allá, guiados por el aroma del cempasúchil y el brillo titilante de las velas.

Este día es un recordatorio de que la muerte no es una despedida definitiva, sino una puerta a otro mundo donde la memoria y la esencia de los seres queridos siguen presentes. Dos mundos, el indígena y el católico, encontraron un espacio común para entrelazarse, dando lugar a una tradición única y profundamente humana.

Raíces indígenas: La muerte como un ciclo

En los tiempos prehispánicos, los pueblos de Mesoamérica —una región cultural y geográfica que comprendía el sur de México y América Central– veían la muerte no como un fin, sino como una transición hacia otra forma de existencia.

Para ellos, la vida y la muerte eran partes de un ciclo inmutable, y el alma emprendía un viaje hacia distintos destinos, dependiendo de cómo había vivido y muerto.

El Mictlán, un lugar de descanso en el inframundo, o el Tonatiuhichan, el hogar del sol, eran algunos de estos destinos sagrados donde las almas seguían existiendo en otro plano.

Para honrar a los difuntos, los pueblos indígenas celebraban rituales como el Miccailhuitontli, la Fiesta de los Muertecitos, y la Fiesta Grande de los Muertos.

Estas festividades incluían altares con alimentos, agua y objetos personales, ofrendas que buscaban nutrir a los espíritus en su tránsito. En esos altares, el tiempo se suspendía y los vivos y los muertos compartían, al menos por un instante, un mismo espacio.

Hoy, esos altares perviven, transformados y adaptados, en el Día de Muertos, una de las expresiones más visibles de la fusión de creencias indígenas y cristianas.

Los franciscanos adaptaron los rituales indígenas a la fe católica dando lugar a esta ceremonia que se repite cada 1 de noviembre en México y que la UNESCO proclamó Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.

Encuentro con el catolicismo: Una mezcla de almas y símbolos

Con la llegada de los españoles en el siglo XVI, el catolicismo entró en contacto con esta visión indígena de la muerte. Los misioneros franciscanos, con figuras como Fray Bernardino de Sahagún, que formó parte de lo que la historia ha llamado los «doce apóstoles de la Nueva España» –doce frailes elegidos por el Papa Adriano VI , como los apóstoles que Jesús eligió para difundir el mensaje cristiano– se enfrentaron a un dilema: ¿cómo evangelizar a un pueblo cuya visión de la vida y la muerte difería tanto de la europea?

Los franciscanos decidieron adentrarse en la cultura indígena para entenderla y hacer posible el diálogo entre ambas cosmovisiones.

Fray Bernardino y sus compañeros percibieron una conexión entre las tradiciones indígenas y las festividades católicas del Día de Todos los Santos y el Día de los Fieles Difuntos, celebradas el 1 y 2 de noviembre.

Este paralelismo les permitió incorporar elementos indígenas en el marco cristiano, generando una amalgama cultural que los indígenas pudieron aceptar sin renunciar a sus prácticas ancestrales.

La fusión fue posible porque los frailes aprendieron el náhuatl, la lengua franca de los pueblos mesoamericanos –mexicas, mayas, tlaxcaltecas, texcocanos, huastecos, totonacas y los de la Cuenca de México y regiones circundantes– el cual se extendía a través del Imperio méxica.

Así, el náhuatl se convirtió en el idioma no solo de la evangelización, sino también del diálogo entre dos mundos.

Los franciscanos elaboraron la gramática del náhuatl, la segunda del mundo después de que elaboró Antonio de Nebrija en 1492 de la lengua española. Para evangelizarlos, aprendieron su idioma. Las gramáticas del inglés y del francés se elaboraron mucho después.

Fray Bernardino de Sahagún, cronista de dos mundos

Fray Bernardino de Sahagún fue mucho más que un evangelizador; fue un cronista meticuloso de la vida indígena. Llegó a Nueva España en 1529, con 30 años, pocos años después de la conquista de Tenochtitlán (donde se halla el actual México D.F.) por Hernán Cortés y sus aliados indígenas.

Sahagún dedicó su vida a aprender el náhuatl, documentando la cosmovisión indígena con un rigor excepcional.

En su Historia General de las Cosas de Nueva España, registró creencias, mitos y costumbres que de otro modo se habrían perdido con el paso de los años y el peso de la conquista.

Su trabajo permitió que generaciones posteriores conocieran la profundidad de la cultura náhuatl y preservaran su esencia en el sincretismo.

El respeto de los franciscanos por el conocimiento indígena les llevó a desarrollar una gramática del náhuatl –la segunda de la historia de la humanidad después de la del castellano, elaborada en 1492 por Antonio de Nebrija–, una herramienta que facilitó la comunicación entre misioneros e indígenas.

Sahagún y sus compañeros franciscanos no buscaron la destrucción de las creencias indígenas, sino la transformación de su fe en un diálogo con el cristianismo.

Sin saberlo, su obra contribuyó a que muchos elementos de la religión indígena se integraran en la vida católica, creando una fusión de ambas que perdura hasta el día de hoy.

Sahagún y sus compañeros franciscanos no buscaron la destrucción de las creencias indígenas, sino la transformación de su fe en un diálogo con el cristianismo.

El Día de Muertos en México, un legado de sincretismo

La celebración del Día de Muertos en la actualidad es un símbolo del sincretismo religioso en México, un testimonio de cómo dos cosmovisiones, lejos de anularse, lograron complementarse.

Los altares de muertos son una mezcla de símbolos indígenas y cristianos: las calaveras de azúcar, que recuerdan a las antiguas calaveras de los sacrificios mexicas, se acompañan de cruces cristianas y velas que iluminan el regreso de las almas.

Las flores de cempasúchil, con sus pétalos de un intenso color naranja, son el puente que guía a los espíritus de regreso, una especie de señal para que los muertos encuentren el camino a casa.

El papel picado, tan colorido y delicado, es una metáfora de la vida misma, frágil y efímera, un recordatorio de la mortalidad que los antiguos mesoamericanos aceptaban como parte de su ser.

En el Día de Muertos, los vivos comparten con los muertos los alimentos que estos disfrutaban en vida, en una suerte de comunión que es a la vez celebración y despedida.

La antropóloga Mercedes de la Garza señala que “el Día de Muertos es una comunión entre dos mundos” donde los muertos son honrados no como seres ausentes, sino como espíritus vivos que mantienen un vínculo con sus familias.

Esta relación espiritual entre vivos y muertos, central en la visión náhuatl, sigue siendo parte del catolicismo en México, donde el Día de Muertos es, en última instancia, un acto de amor y recuerdo, un reencuentro que trasciende el tiempo y el espacio.

Cinco siglos después de la conquista y evangelización de México, la fiesta del Día de los Muertos se ha convertido en una seña de identidad de ese país.

Un legado que perdura

Hoy, el Día de Muertos no solo es una festividad, sino un acto de identidad. Es un reflejo de la resistencia y la adaptabilidad del pueblo mexicano, un tributo a sus raíces que se renueva cada año en los hogares, en los cementerios y en los altares.

Esta celebración, reconocida por la UNESCO como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, es una afirmación de vida, una prueba de que la memoria no muere, sino que encuentra formas de sobrevivir en los corazones de quienes recuerdan.

El legado de Fray Bernardino de Sahagún y de todos aquellos que buscaron un entendimiento entre dos mundos sigue vivo en el sincretismo del Día de Muertos.

Es el recordatorio de que, en medio de la pérdida, el amor persiste, y en el fondo de cada altar, donde se encuentran las fotos y los recuerdos de los que partieron, late el corazón de un pueblo que, aunque mortal, se niega a olvidar.

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