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Opinión | ¿Para qué sirven las leyes? Una guía didáctica para el escéptico moderno

Opinión | ¿Para qué sirven las leyes? Una guía didáctica para el escéptico moderno
Sobre estas líneas, el frontispicio del Congreso de los Diputados, del que es autor Ponciano Ponzano. Representa a España abrazando la Constitución. Rodeada por la Fortaleza, la Justicia, las Ciencias, la Armonía, las Bellas Artes, el Comercio, la Agricultura, los Ríos y Canales de navegación, la Abundancia y la Paz. El autor de la columna, Damián Tuset Varela, es abogado experto en derecho tecnológico. Realiza una reflexión sobre la razón de que existan las leyes. Foto: Confilegal.
02/12/2024 05:35
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Actualizado: 02/12/2024 00:06
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Las leyes. Esas líneas interminables de jerga legal que, con suerte, solo aparecen en tu vida cuando necesitas firmar un contrato o pagar una multa. Muchos se preguntan, con justificada sospecha: ¿para qué sirven realmente? ¿Son acaso una herramienta de control, un vestigio medieval o el invento de abogados desocupados?

Spoiler alert: son todo eso y más. Pero, detrás del caos legislativo y el lenguaje encriptado, las leyes tienen un propósito. Aunque, claro, a veces es tan sutil que parece esconderse.

Primero, definamos lo básico. Según los manuales de Filosofía del Derecho, las leyes son normas jurídicas, generales y obligatorias, dictadas por una autoridad legítima para regular la convivencia.

En teoría, están hechas para «ordenar la sociedad». Qué nobles intenciones, ¿verdad?

Ahora bien, en la práctica, esa misma definición tiene tantas excepciones que podríamos escribir un reglamento solo para explicarlas.

Las leyes como control social: ¿manual de instrucciones o soga al cuello?

Para algunos, las leyes son una herramienta de orden social. Un pacto tácito entre ciudadanos que acuerdan no atropellarse mutuamente en el semáforo (literalmente y figurativamente).

En palabras de Thomas Hobbes, el derecho sirve para evitar que vivamos en un «estado de naturaleza» donde todo se resuelve a garrotazos. Aunque, viendo algunas sesiones parlamentarias, uno podría argumentar que seguimos bastante cerca de ese estado.

Sin embargo, no podemos ignorar que, en ocasiones, la ley parece diseñada para el desorden. Basta con mirar los efectos del Reglamento de Inteligencia Artificial de la Unión Europea, que muchos critican por su afán hiperregulador.

Mientras China y Estados Unidos se disputan la supremacía tecnológica, Europa, con su amor por las leyes, parece dispuesta a quedarse rezagada, siempre y cuando cada algoritmo cumpla con los requisitos del formulario 124.bis.

¿Solución o lastre? Ese es el dilema geopolítico que encierra el Derecho contemporáneo: proteger a los ciudadanos sin convertir la innovación en un trámite eterno.

¿Las leyes nos hacen libres o nos limitan? Un dilema kantiano

Aquí entra Immanuel Kant, el filósofo que nos enseñó que la verdadera libertad no es hacer lo que queramos, sino actuar de acuerdo con un deber racional. Y eso, en teoría, es lo que hacen las leyes: limitan nuestras acciones individuales para proteger el bienestar colectivo.

Porque, admitámoslo, si cada quien hiciera lo que le viene en gana, el tráfico de Valencia sería aún más caótico, y no habría inundaciones porque todos ya habríamos huido al monte.

Pero, claro, la «protección colectiva» a veces viene con un precio. Por ejemplo, el estado de alarma durante la pandemia, donde las leyes parecían un ejercicio constante de ensayo y error.

¿Cuántos confinamientos fueron razonables y cuántos simplemente un intento de tapar agujeros legales? Si el Tribunal Constitucional todavía está desempolvando las normas de esos días, quizás fue más lo segundo que lo primero.

La ley como ideal de justicia: el unicornio de la modernidad

En su mejor versión, las leyes buscan la justicia. Ahí tenemos a Aristóteles, hablando de la equidad, o a John Rawls, defendiendo la justicia como equidad.

Pero, entre tú y yo, el problema de este enfoque es que presupone algo: que quienes hacen las leyes buscan el bien común. Una suposición bastante optimista, considerando que las sesiones parlamentarias suelen parecer más una guerra de egos que un ejercicio racional.

La Ley de Protección Civil, por ejemplo, establece protocolos claros para emergencias de interés nacional. Suena perfecto, hasta que un desastre natural pone a prueba esos mismos protocolos y resulta que nadie los aplica porque, aparentemente, leer el artículo 29 es demasiado esfuerzo.

Así, las leyes quedan en un limbo: existen, pero no se usan. ¿Para qué sirven entonces? Quizás como recordatorio de que la negligencia también puede ser legalmente sancionada.

Ironía y realidad: ¿qué haríamos sin las leyes?

A pesar de todo su caos, las leyes son fundamentales. Son el pegamento que mantiene unida a una sociedad que, sin ellas, colapsaría en anarquía. Es cierto que a veces parecen absurdas, innecesarias o incluso contraproducentes, pero también es cierto que, sin ellas, no habría un marco para exigir responsabilidades.

Y sí, esto incluye demandar al presidente por no activar los mecanismos de emergencia durante una inundación.

Así que, la próxima vez que te quejes de una ley absurda o de un trámite interminable, recuerda: las leyes no son perfectas, pero son lo único que tenemos.

Porque sin ellas, no habría ni orden, ni justicia, ni posibilidad de exigir que se corrijan los errores.

¿Te imaginas el mundo sin semáforos, sin contratos o sin juicios? Sería un caos. Aunque, siendo honestos, a veces parece que con leyes también lo es.

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