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Opinión | La tierra baldía conectada: navegando la paradoja del desorden global

Opinión | La tierra baldía conectada: navegando la paradoja del desorden global
Jorge Carrera, abogado, exmagistrado, exjuez de enlace de España en Estados Unidos y consultor internacional, apunta en su columna que un mundo hiperconectado pero peligrosamente fragmentado, entre la decadencia de las potencias, el vacío de liderazgo y una interdependencia que ya no garantiza estabilidad, la humanidad, navega una era de crisis permanente. Imagen: Generada por IA.
04/7/2025 05:35
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Actualizado: 03/7/2025 23:42
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Vivimos una era de contradicciones desconcertantes.

La tecnología nos prometió una «aldea global» interconectada, pero la realidad nos sumerge en una polarización cada vez más profunda. Enfrentamos desafíos planetarios que exigen una acción coordinada —desde pandemias hasta el cambio climático—, pero las grandes potencias se repliegan, priorizando disputas internas y rivalidades geopolíticas.

El orden liberal que definió el mundo de la posguerra no ha sido reemplazado por un nuevo modelo, sino por un vacío, una «recesión geopolítica» que recuerda a los períodos más peligrosos de la historia.

El análisis profundo de las fuerzas que moldean nuestro tiempo revela que no estamos simplemente en una transición, sino inmersos en lo que el analista Robert D. Kaplan denomina una «crisis permanente».

Esta crisis no es el preludio de un nuevo orden, sino una condición definitoria de nuestro siglo. Nos adentramos en una «tierra baldía conectada»: un mundo donde la interdependencia tecnológica y económica, lejos de fomentar la armonía, amplifica la fragilidad, y donde la fragmentación del poder no conduce al aislamiento, sino a una anarquía organizada y de alto riesgo.

El ocaso del consenso: el vacío de liderazgo global

El pilar fundamental de la inestabilidad actual es el fin del orden unipolar.

Existe un amplio consenso entre los analistas más agudos en que la era de la dominación estadounidense indiscutible ha terminado. Fareed Zakaria lo describe como un mundo «post-americano», mientras que Ian Bremmer acuñó el influyente término de un «Mundo G-Cero», una era carente de un líder o una alianza capaz de impulsar una agenda global.

Esta situación no se debe al ascenso de un único rival, sino a una «desconcentración del poder» y un debilitamiento simultáneo de los actores clave.

Kaplan argumenta de forma persuasiva que las tres grandes potencias —Estados Unidos, China y Rusia— están todas en declive, aunque a ritmos y por razones diferentes.

Sus «debilidades sistémicas, los desafíos de liderazgo y el deterioro cultural agravan su vulnerabilidad». Este declive simultáneo crea un peligroso vacío de poder y exacerba la «anomia» del orden internacional.

Crucialmente, este desorden global está intrínsecamente ligado a la disfunción interna.

Bremmer sostiene que Estados Unidos, con su «sistema político disfuncional», se ha convertido en «el principal motor de la incertidumbre geopolítica».

De manera similar, el auge del populismo y la «política de identidad», como señala Zakaria, ha reemplazado los debates económicos tradicionales por conflictos culturales que son mucho más difíciles de resolver, generando una polarización interna que paraliza la acción exterior.

La crisis del orden mundial, por tanto, no es solo un problema de equilibrio de poder entre estados; es una manifestación de las profundas fracturas sociales y políticas dentro de las naciones que antes lo sostenían.

La paradoja de la proximidad: ¿hiper-globalización o fragmentación catastrófica?

El segundo motor de la inestabilidad es la naturaleza paradójica de la globalización misma.

Aquí, las visiones de futuro divergen radicalmente. Por un lado, estrategas como Peter Zeihan pronostican el «colapso inminente del comercio internacional», una «desglobalización» impulsada por la retirada deliberada de Estados Unidos de su rol como garante de la seguridad marítima y por una «implosión demográfica» global que socava el consumo.

En este escenario, el mundo se fragmenta en bloques regionales autosuficientes, donde la geografía y los recursos locales se convierten en los únicos garantes de la supervivencia.

En el extremo opuesto, Parag Khanna argumenta que la globalización es irreversible. Sostiene que el mundo está evolucionando hacia una «conectografía» donde las cadenas de suministro y la infraestructura física y digital son una fuerza «aún más poderosa que los propios estados».

Para Khanna, esta «conectividad competitiva», aunque construida por razones egoístas, termina por crear un sistema más distribuido donde «hay menos razones para el conflicto».

La realidad, sin embargo, parece situarse en la inquietante síntesis de Kaplan: la «cercanía» tecnológica no ha traído cohesión, sino que ha magnificado la inestabilidad. La complejidad de nuestra interconexión global conduce a la fragilidad, permitiendo que las crisis locales se propaguen globalmente a una velocidad sin precedentes. No estamos presenciando una desglobalización total, sino el colapso del Orden Liberal Internacional.

Como argumenta John Mearsheimer, los «excesos liberales» de la globalización, como la desigualdad económica que generó, provocaron un «poderoso retroceso nacionalista» que está desmantelando el sistema desde dentro. La globalización persiste, pero despojada de sus reglas y convertida en un arma en la competencia geopolítica.

El retorno de la tragedia: la inevitabilidad del conflicto

Este cóctel de vacío de liderazgo y conectividad frágil nos devuelve a una realidad que muchos creían superada: la tragedia de la política de grandes potencias. La visión de Mearsheimer, en la que la naturaleza anárquica del sistema internacional obliga a los estados a una competencia perpetua por el poder para garantizar su supervivencia, parece hoy más relevante que nunca.

La rivalidad entre Estados Unidos y China es la manifestación más clara de esta dinámica.

Graham Allison ha enmarcado este enfrentamiento en su célebre concepto de la «Trampa de Tucídides», que describe la alta probabilidad de guerra cuando una potencia emergente amenaza con desplazar a una establecida.

Su análisis de 16 casos históricos, de los cuales 12 terminaron en guerra, sirve como una advertencia funesta. El ascenso sin precedentes de China y la renuencia de Estados Unidos a ceder su primacía han puesto a ambas naciones en «curso de colisión hacia la guerra».

Sin embargo, la catástrofe no es una fatalidad.

El propio Allison reconoce que la «densa interdependencia económica eleva el costo —y por lo tanto disminuye la probabilidad— de guerra», creando una forma de «destrucción económica mutua asegurada».

Aquí reside la paradoja central de nuestra era: las mismas redes que generan fricción y competencia también actúan como un poderoso freno, haciendo que un conflicto total sea casi impensable por sus consecuencias catastróficas.

El resultado no es la paz, sino la «crisis permanente» de Kaplan: un estado de conflicto de baja intensidad, guerras por delegación, ciberataques y una inestabilidad endémica sin un liderazgo claro para mitigarlo.

Sobrevivir entre el equilibrio y el colapso

El futuro del orden mundial no se inclinará hacia la visión apocalíptica de una desglobalización total ni hacia el optimismo de una paz impulsada por la conectividad. Más bien, se perfila como un campo de tensiones irresolubles. La trayectoria que siga la humanidad dependerá de cómo las grandes potencias gestionen las contradicciones de esta nueva era.

La pregunta clave es si serán capaces de forjar un nuevo equilibrio de poder, como abogaría un pragmático como Henry Kissinger, gestionando la competencia a través de la diplomacia para mantener la estabilidad.

O si, por el contrario, la disfunción interna, las presiones estructurales y las percepciones de amenaza mutua las arrastrarán hacia un conflicto que nadie desea pero que la lógica del sistema parece alentar.

La supervivencia en este mundo no dependerá de restaurar un pasado unipolar que ya no existe, sino de construir una nueva forma de gobernanza adaptada a una realidad multipolar, fragmentada y peligrosamente interconectada.

Los desafíos más decisivos del siglo XXI no se librarán únicamente entre naciones, sino dentro de ellas, en la batalla por definir su papel en este nuevo y desconcertante orden mundial.

Navegar esta «tierra baldía conectada» exigirá una dosis de realismo, una capacidad de cooperación sin precedentes y una sabiduría que, hasta ahora, ha brillado por su ausencia.

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