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Mujeres con discapacidad y violencia: asignatura pendiente

Mujeres con discapacidad y violencia: asignatura pendiente
Yolanda Díez Herrero es experta en ciberdelincuencia y violencia de género
10/1/2016 17:51
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Actualizado: 11/1/2016 15:15
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La discapacidad es un tema de relevancia social y sabemos que día a día, crece el número de personas afectadas. En Europa, se calcula que el 10 por ciento de la población representa algún tipo de discapacidad, pero, aún siendo un número tan significativo de personas, es tratado como un colectivo de “ciudadanos invisibles”.

Y tal como señala un estudio del Consejo General del Poder Judicial, al referirnos a las mujeres, posiblemente nos encontremos todavía ante una situación de invisibilidad más acusada, aunque en el mundo existan alrededor de 250 millones de mujeres con algún tipo de discapacidad, máxime si se tiene en cuenta que la discapacidad no reside únicamente en el individuo sino que son las sociedades las que, con su configuración, imponen barreras que incapacitan a algunas personas.

Ana Peláez atinadamente ha señalado que no son pocos los estudios y declaraciones de instituciones prestigiosas que comienzan a reconocer que las mujeres y niñas con discapacidad están expuestas a una situación de especial vulnerabilidad ante la violencia y abuso perpetrados contra ellas.

Incluso, parece haberse llegado al consenso de que dichos actos suelen producirse de maneras particulares, como consecuencia de la interacción de dos factores claves, el género y la discapacidad, que, habitualmente, no han sido considerados ni por las políticas en materia de violencia contra la mujer, ni tampoco por las dedicadas a las cuestiones de discapacidad.

En este sentido, debe tenerse especialmente presente que las mujeres con discapacidad pertenecen a dos grupos en desventaja y minoritarios (las personas con discapacidad, y dentro de estas, las mujeres), las cuales se enfrentan a una doble discriminación y a múltiples barreras que dificultan la consecución de objetivos de vida considerados como esenciales.

Situaciones como la existencia de cotas mayores de desempleo, el abono de salarios inferiores, el menor acceso a los servicios de salud, la problemática derivada de las mayores carencias educativas, el escaso o nulo acceso a programas y servicios dirigidos a mujeres, y en lo que nos atañe, la existencia cierta y más que probable de un mayor riesgo de padecer abusos tanto de carácter sexual, como de índole físico, son, entre otros, algunos de los rasgos sociales que rodean a la mujer con algún tipo de deficiencia sensorial, física o de desarrollo intelectual.

Ello se justifica desde el punto de vista estadístico, ya que en líneas generales, hoy en día es evidente que las tasas de discapacidad, por edades, son ligeramente superiores en los varones hasta los 44 años, situación que se invierte a partir de los 45, creciendo esta diferencia en la población femenina, a medida que aumenta la edad.

El 67,2 por ciento de estas personas presentan limitaciones para moverse o trasladar objetos, el 55, 3 por ciento tienen problemas relacionados con las tareas domésticas y el 48,4 por ciento con las tareas del cuidado e higiene personal.

En materia de empleo, esta misma fuente señala que la tasa de actividad de las personas con discapacidad es del 35,5 por ciento.

El 40,3 por ciento para los hombres y el 31,2 por ciento para las mujeres.

Por su parte, la tasa de ocupación es el 28,3 por ciento para el total de las personas con discapacidad, siendo el 33,4 por ciento masculina y el 23,7 por ciento femenina.

En cuanto al desempleo, la tasa de paro de las personas con discapacidad es del 20,3 por ciento, con un reparto del 17,2 por ciento en hombres y del 24 por ciento en mujeres.

En términos globales, los datos muestran que las mujeres con discapacidad, en relación a sus dos grupos naturales de referencia (hombres con discapacidad y mujeres en general), presentan un mayor índice de analfabetismo, niveles educativos más bajos, menor actividad laboral y/o con puestos de trabajo de menor responsabilidad y peor remunerados.

Las mujeres con discapacidad presentan un mayor índice de analfabetismo, niveles educativos más bajos, menor actividad laboral y/o con puestos de trabajo de menor responsabilidad y peor remunerados.

Esta discriminación conlleva habitualmente el agravamiento de la situación de discriminación secular que padece la mujer en general, pero que, sin lugar a dudas, es mucho más severa y más difícil de combatir en la mujer que presenta cualquier signo de discapacidad, y que se proyecta en aspectos tan básicos del ser humano como la educación, el empleo, el matrimonio, la familia, el estatus económico, la rehabilitación, entre otros muchos.

La confluencia de todos estos factores en las mujeres con discapacidad, especialmente aquellas que tienen deficiencias severas, dificultades de aprendizaje y de comunicación, hace que se conviertan en grupo con un altísimo riesgo de sufrir algún tipo de violencia superando ampliamente los porcentajes de malos tratos que se barajan respecto a las mujeres sin discapacidad.

Muchas mujeres con discapacidad se ven privadas de sus derechos como ciudadanas y, de esta manera, la sociedad se ve privada también de sus habilidades y conocimientos, cuando se niega o se limita su acceso a la educación, debido a percepciones tradicionales de rol de la mujer, resulta todavía más difícil convencer a la sociedad e incluso a muchas familias de que sus hijas con discapacidad deben recibir formación de la manera más normalizada posible.

En muchas sociedades se entiende que la mujer no necesita de una formación. Si a eso le añadimos el que tenga una discapacidad, el estimulo que reciben por parte de su familia para que accedan al sistema educativo es prácticamente inexistente. De esta manera, el índice de analfabetismo es superior al de los hombres con discapacidad.

Ante esto, es obvio, pues que ante una carencia de formación y cualificación las mujeres con discapacidad tengan nulas o escasas posibilidades de percibir ingresos y mejorar su situación. Generalmente existe una baja expectativa de las posibilidades profesionales de una mujer con discapacidad. De este tipo de personas que trabajan, la mayoría lo hace en oficios mal remunerados y en situaciones de explotación.

De los casi 40 millones de personas con discapacidad en la Unión Europea, casi un 50 por ciento se encuentran en edad activa.

En los Estados miembros que disponen de información, no se cree que este porcentaje cambie de manera importante en los próximos 25 años.

Aproximadamente el 17 por ciento de la población de la Unión europea en edad laboral esta afectada por una discapacidad.

Aun dependiendo de la variación entre Estados, la tasa media de empleo de las personas con discapacidad en la UE es del 44 por ciento frente al 61 por ciento de la media en su conjunto.

En datos referidos a la UE, el 76 por ciento de los hombres con discapacidad están empleados, frente a solo el 36 por ciento de hombres con discapacidad.

En el caso de las mujeres, el 55 por ciento están empleadas frente al 25 por ciento de mujeres con discapacidad.

El Comité de Naciones Unidas sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad mostró su preocupación -con relación a nuestro país-, por el hecho de que los programas y políticas públicas sobre la prevención de la violencia contra la mujer no tuvieran suficientemente en cuenta la situación de las mujeres con discapacidad, apremiándole a llevar a cabo actuaciones específicas que afectan a la situación de dichas mujeres.

Entre las recomendaciones que se hicieron, cabe destacar las siguientes:

a). Velar por que se tenga en cuenta a las mujeres con discapacidad en los programas y políticas públicas sobre la prevención de la violencia de género, particularmente para asegurar el acceso de las mujeres con discapacidad a un sistema de respuesta eficaz e integrado;

b). Tener en cuenta las cuestiones relacionadas con el género en las políticas de empleo, incluyendo particularmente medidas específicas para las mujeres con discapacidad;

c). Elaborar y desarrollar estrategias, políticas y programas, especialmente en los sectores de la educación, el empleo, la salud y la seguridad social, para promover la autonomía y la plena participación de las mujeres y de las niñas con discapacidad en la sociedad, así como para combatir la violencia contra ellas.

La mujer con discapacidad se ve mayoritariamente discriminada desde el momento que a las mujeres se las juzga, en primera instancia, por su apariencia física antes que por su cualidad como personas.

No responden apatrones establecidos y difícilmente se les reconoce su propia sexualidad. Cuanto más evidente es la deficiencia, mas probabilidad de ser consideradas como seres asexuados y privados del derecho a crear una familia, tener hijos, adoptarlos y llevar una familia.

Existe un cuestionamiento social permanente entre el rol que se espera de una mujer y aquel que se le ha asignado como persona con discapacidad.

Así, mientras las mujeres en general tienen presión social para tener hijos, las mujeres con discapacidad son animadas a no tenerlos y esto se traduce en una práctica habitual como la esterilización, hecha en la mayoría de los casos sin el consentimiento de la mujer y la negación de la adopción de un hijo argumentando “imposibilidad de la madre” para llevar a cabo su cuidado.

Una consecuencia de esta situación (constatable, por el momento, solo por experiencia y conocimiento de este colectivo) es que el número de parejas donde ella tiene una deficiencia es notablemente inferior a si es él varón la persona con discapacidad.

María Tardón considera que las mujeres con discapacidad se encuentran en una situación de mayor vulnerabilidad o riesgo a la hora de padecer comportamientos violentos, por los siguientes motivos:

a). Por el hecho de ser menos capaces de defenderse físicamente del agresor, por su mayor dependencia de la asistencia y cuidados de otros. El propio cuidador ejerce así de barrera, en su relación con el exterior.

b). Por tener mayores dificultades para expresar los malos tratos sufridos debido a problemas de comunicación.

c). Por la dificultad de acceso a los puntos de información y asesoramiento, principalmente debido a la existencia de todo género de barreras arquitectónicas y de la comunicación.

d). Por tener una más baja autoestima y el menosprecio o la desconsideración de su imagen como mujer.

e). Porque es mucho menos habitual que trabajen fuera de casa y eso las aísla en el ámbito doméstico e incrementa sus posibilidades de sufrir dependencia económica respecto de su agresor.

f). Por miedo a denunciar el abuso por la posibilidad de la pérdida de los vínculos y la provisión de los cuidados que necesita para el desenvolvimiento de su vida diaria.

g). Por tener una menor credibilidad a la hora de denunciar hechos de este tipo ante algunos estamentos sociales.

h). Por vivir frecuentemente en entornos que favorecen la violencia: familias desestructuradas, instituciones, residencias y hospitales.

A estos factores cabría que se le añadieran otros, tales como:

a). El enfrentamiento entre los papeles tradicionales asignados a la condición de mujer y la negación de éstos mismos en la mujer con discapacidad.

b). La mayor dependencia de la asistencia y cuidados de otros.

Pero, quizá, sobre todas estas circunstancias que dan lugar a un desconocimiento e ignorancia de la situación, está el hecho de la existencia de la discriminación y un acentuado prejuicio social hacia las mujeres con discapacidad, produciéndose en las mismas una doble victimización.

Es ya un hecho ampliamente reconocido en informes provenientes de diversas instituciones, que las mujeres son más vulnerables a los abusos y malos tratos que los hombres, tanto en España como en otros países de la Unión Europea se barajan cifras en las que en torno al 40 por ciento de las mujeres sufren malos tratos físicos.

En este mismo sentido, encontramos datos en estudios específicos realizados en algunos países de la Unión europea y, sobre todo, en América, que muestran como las personas con discapacidad son receptoras de mayor número de abusos que las personas sin discapacidad (en un ratio de dos a cinco veces más).

La confluencia de todos estos factores en las mujeres con discapacidad, especialmente aquellas que tienen deficiencias severas, dificultades de aprendizaje y de comunicación, hace que se conviertan en un grupo con un altísimo riesgo de sufrir algún tipo de violencia, lo que supera ampliamente los porcentajes de malos tratos que se barajan respecto a las mujeres sin discapacidad.

Además a los actos claramente tipificados como violentos, hay que añadir otros más sutiles derivados de actitudes discriminatorias.

La discriminación por razón de la mayor o menor capacidad física o intelectual de las personas es un acto violento en sí mismo y general, a su vez, frustración y violencia en la persona que lo padece, si a eso añadimos la discriminación por razón de género estamos contribuyendo a incrementar un nivel de agresión y violencia hacia las mujeres con discapacidad completamente intolerable en igual grado y manera que lo es la ocultación o la ignorancia de esta situación.

Esta laguna puede revertir negativamente, tanto sobre la propia mujer afectada como sobre los profesionales que atienden servicios de atención e información a víctimas de la violencia o de personas con discapacidad.

Como factores de riesgo, asociados normalmente a la situación de maltrato, podemos distinguir aquellos que se encuentran propiciados en función a su cuidador, de aquellos otros que se encuentra condicionados sobre la base de aquellas personas que conviven con la mujer discapacitada. Unos y otros, son los que se citan a continuación:

a) Los asociados al cuidador/a:

– La existencia de múltiples responsabilidades.

– El propio cansancio de la víctima.

– El aislamiento social o familiar del cuidador/a.

– Problemas económicos, dificultades laborales o dependencia económica de la víctima.

– El estrés o crisis vital.

– El abuso de drogas.

– Los trastornos mentales y problemas de autoestima.

– El cuidador/a único/a, inmaduro/a o aislado/a.

– La experiencia familiar de malos tratos.

– El hecho de llevar más de 8 o 9 años cuidando a la persona mayor.

– La falta de preparación o habilidades para cuidar, dificultades de comprensión de la enfermedad.

b). Los factores de riesgos asociados a la convivencia.

– La sensación de impunidad del agresor.

– El aislamiento social de la víctima.

– La imposibilidad de movilidad de la víctima.

– La falta de conciencia por motivo de la su discapacidad de que está sufriendo un maltrato.

– El miedo de la víctima.

María Tardón, con mucho criterio, propone la adopción de las siguientes líneas de actuación, que son las siguientes:

a). Evaluar periódicamente el nivel de autonomía funcional para desempeñar las tareas de la vida diaria. Recordar que cuanto mayor sea la dependencia, mayor será el riesgo de aparición de malos tratos.

b). Fomentar y estimular su independencia para hacer y para decidir. No dejarles al margen de las decisiones que recaigan sobre ellos.

c). Promover la interacción y evitar el aislamiento. La soledad favorece la aparición de confusión, desorientación temporal-espacial y deterioro del lenguaje.

d). Ofrecerles la posibilidad de acudir a un Centro Social o solicitar una persona que les acompañe unas horas cada día (voluntarios, etc.).

e). Identificar el régimen jurídico (tutela, curatela, etc.) que mejor les pueda proteger. Cuando la persona mayor sufra algún tipo de incapacidad mental, buscar a alguien que sea su garante.

f). Asegurarle que no se le privará de sus derechos.

g). Proporcionar formación orientada a prevenir malos tratos.

Por todo ello, y en caso de sospecha de malos tratos, el caso se debe derivar a servicios sociales, que evaluarán la situación de riesgo y establecerán el plan de actuación.

En caso de certeza de malos tratos, debemos valorar el riesgo potencial y la inmediatez y establecer un plan de actuación junto con las otras instituciones implicadas y se tomarán las medidas adecuadas.

El caso se debe denunciar al Juzgado, a la Policía o a la Fiscalía.

Si se tienen indicios de que la persona es incapaz, hay obligación de comunicarlo a la Fiscalía, para que se inicie un proceso de incapacitación con el objeto de protegerla. Por otra parte, si la persona está ya incapacitada, se deberá informar al Juzgado o a la Fiscalía para que se adopten las medidas oportunas, puesto que esta persona está tutelada.

Finalmente se propone con relación al cuidador el establecimiento de una serie de medidas de precaución, las cuales se consideran absolutamente necesarias e imprescindibles, a los efectos de poder erradicar los malos tratos que puedan producirse como consecuencia de su intervención, que como ha quedado dicho, constituye también, un importante factor de riesgo. Estos son:

a). Hacer del cuidador objeto de cuidado. Convencerle de que busque tiempo y apoyos para sí mismo.

b). Mantener vínculos cercanos con parientes y amigos.

c). Encontrar fuentes de ayuda y utilizarlas. Explorar las alternativas de cuidado: ayuda a domicilio, respiros, residencias, centros de día, etc.

d). Cuidar la propia salud: suficiente descanso, horas de sueño, realización de ejercicio físico, cuidado de la alimentación, etc.

e). Valorar detenidamente la capacidad real de la familia para suministrar cuidado a largo plazo y el riesgo de claudicación.

f). Explorar las posibilidades de descanso, de alternar la tarea del cuidado con otras personas, de comprometer a otros familiares, de acceder a determinados recursos sociales (residencias, centros de día, etc.).

g). Anticipar la incapacitación potencial y hacer planes basados en la discusión de los deseos de la persona mayor.

Si no cuidamos al cuidador este se puede convertir en maltratador.

Todos estos mecanismos de acción sin duda alguna tendrán un efecto terapéutico a los efectos de disminuir la lacra social que supone la violencia de género, en una de sus facetas más execrables, precisamente, aquella que se perpetra contra uno de los colectivos más débiles y desprotegidos: las mujeres que sufren cualquier clase de discapacidad. Una asignatura pendiente para nuestra sociedad.

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