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Una orangután en el Palacio de Justicia

Una orangután en el Palacio de Justicia
Fernando Pinto Palacios es magistrado y doctor en Derecho.
17/4/2016 05:53
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Actualizado: 16/4/2016 22:47
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En 1986, el equipo del zoológico de Rostock, Alemania, celebró un gran acontecimiento: había nacido Sandra, una simpática y divertida orangután.

Unos años más tarde, la trasladaron al zoológico de Buenos Aires, Argentina. Allí conoció a un compañero macho de su raza.

Después de vivir un tiempo juntos, en 1999 tuvieron una cría, llamada Shembira, que fue derivada a otra institución.

Finalmente, Sandra se quedó sola en el recinto.

Pasaron los años y la tristeza se apoderó de su ánimo.

En vista de la situación del primate, la Asociación de Funcionarios y Abogados por los Derechos de los Animales (AFADA) solicitó a un Juzgado que concediera la libertad de Sandra dado que llevaba más de veintinueve años de cautiverio.

Para lograr este objetivo, iniciaron un procedimiento de «habeas corpus», una institución que se remonta a la Carta Magna adoptada en 1215 por el rey inglés Juan Sin Tierra y que pretende garantizar la libertad personal frente a detenciones arbitrarias.

Los abogados argumentaron que Sandra era una persona no humana que mantenía lazos afectivos, razonaba, se frustraba con el encierro, tomaba decisiones, poseía autoconciencia y percepción del tiempo, lloraba las pérdidas, aprendía, se comunicaba y era capaz de transmitir lo aprendido.

A pesar del esfuerzo argumentativo, la Justicia no atendió la reclamación de los abogados defensores de los animales.

Consideró que, por mucho que Sandra fuera un simpático primate que interactuara con el medio, no era una persona, sino más bien una “cosa”, es decir, una propiedad del zoológico como la que ostentaba sobre los bancos de los escenarios, los aseos públicos o los restaurantes de comida rápida.

Los abogados recurrieron esta decisión ante la Sala Segunda de la Cámara de Casación Penal que, finalmente, concedió la “libertada Sandra.

Los jueces razonaron que el primate no era humano, pero tenía un cierto grado de raciocinio y sufría por la privación de libertad.

De esta manera, Sandra podrá abandonar el zoológico para vivir el resto de sus años de vida en una reserva natural.

Sandra, la orangután que obtuvo su libertad por decisión del Tribunal Supremo argentino. EP.

Sandra, la orangután que obtuvo su libertad por decisión del Tribunal Supremo argentino. EP.

DEBATE MORAL

La historia de Sandra parece, a primera vista, una anécdota curiosa con la que amenizar una charla de la facultad de Derecho.

Sin embargo, detrás de esta historia, existe un debate moral y jurídico de gran calado acerca de qué seres de la naturaleza deben merecer protección por parte del ordenamiento jurídico.

En los años sesenta del siglo pasado se inició un movimiento de liberación animal para poner fin a la discriminación y explotación de ciertas especies animales por los seres humanos cuyo fundamento era la presunción de superioridad del género humano.

El movimiento de liberación pedía superar esta moral y dar valor a los intereses de todos los seres que podían sentir placer o dolor.

Unos años más tarde, las investigaciones sobre gorilas de Jane Goodall y Dian Fossey rompieron las barreras que durante años habíamos construido cuando enseñaron al mundo la capacidad de los primates para mostrar emociones similares a aquellas que etiquetamos como alegría, tristeza, miedo o desesperación.

Los avances científicos en Genética demostraron años más tarde que compartimos más del 97 por ciento de nuestro ADN con los chimpancés y los gorilas.

Partiendo de estos descubrimientos, algunos filósofos se han preguntado hasta qué punto está justificado establecer una línea divisoria entre nosotros y los grandes simios.

Uno de los elementos que normalmente se ha tenido en cuenta para fundamentar la distinción es la capacidad para interactuar con otros seres de nuestro entorno.

Según el polémico filósofo australiano Peter Singer, este criterio nos llevaría a reconocer como «más humano» a un chimpancé adulto que una persona que se encuentra en estado vegetativo persistente.

Nuestra sociedad encierra profundas contradicciones sobre el trato que debemos dar a los animales.

Es posible que no sintamos especial simpatía por los grandes simios porque, en definitiva, nuestro trato con ellos se limita a observarlos en los zoológicos o en los documentales.

Sin embargo, ¿tenemos un derecho de propiedad sobre ellos como si se tratara de un ordenador?

Si observamos a nuestro alrededor, nos daremos cuenta de que tratamos a los animales de compañía (perros, gatos, loros) como una parte integrante de nuestra familia.

No los consideramos “cosas”.

Los datos, desde luego, confirman esta afirmación. Según un estudio realizado por Worldwatch Institute en el año 2004, los países de Occidente gastan en comida para mascotas 17.000 millones de dólares, casi tanto como la cantidad que se destina a luchar contra el hambre en el mundo.

Quizá sea el momento de recordar las palabras del gran filósofo Emmanuel Kant: «Podemos juzgar el corazón de una per-sona por la forma en que trata a los animales».

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