Firmas
Gonzalo Jiménez-Blanco: el espíritu de la superación
19/11/2017 06:01
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Actualizado: 18/11/2017 16:49
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Nuestro padre era un hombre exigente en materia académica. Sin dureza –nunca la tuvo-, pero con firmeza. Aunque nuestra madre siempre se ocupó de la brega diaria, él ejercía la “alta inspección”. Aún recuerdo el trago que era, al final de cada trimestre escolar, llevarle las notas a su despacho. Indefectiblemente, siempre preguntaba por ese notable suelto, aunque el resto de las calificaciones fueran sobresalientes o matrículas de honor.
No en vano su lectura favorita del Evangelio –que nos repitió miles de veces –era la parábola de los talentos: recoger incluso allí donde no se siembra. Ese rigor nunca fue injusto por su parte, pues partía de una confianza ciega en nuestras posibilidades. La exigencia académica era, por tanto, la consecuencia lógica de las capacidades que él veía en cada uno de nosotros.
Esa exigencia tenía un doble efecto: no sólo aumentaba nuestro sentido de la responsabilidad ante el deber, sino que también generaba una importante dosis de autoconfianza. El corolario del mensaje era claro: espíritu de superación. Nunca se podía estar satisfecho con uno mismo si se podía haber hecho algo más.
Nadie encarna mejor en nuestra familia ese legado paterno que Gonzalo. Quizás sea por su extraordinario parecido físico –a veces, sólo el sepia de las fotos sirve para aclarar las dudas- o sus cada día más parecidos carácter y personalidad. Lo cierto es que, ya desde pequeño, Gonzalo ha protagonizado una magnífica historia personal –que hoy continúa- presidida por ese espíritu de superación, o como a él le gusta decir, por la cultura del esfuerzo.
Gonzalo es el cuarto de una familia de seis. Por tanto, siempre le tocó llegar a los momentos claves de la vida con las referencias –a veces, muy exigentes- de sus hermanos mayores: la carrera, las oposiciones, la profesión. Y con esas referencias enfrentó su aventura vital.
Cuando llegamos a Madrid y hubo que elegir carrera, Gonzalo apostó fuerte: el mayor reto de la época era la doble licenciatura de ICADE (E3). Doble o nada. Acometió entonces el desafío con sus mejores armas: talento, esfuerzo, compañerismo, bonhomía. Y llegó el éxito con una Licenciatura de sobresaliente.
Terminados los estudios, y tras una corta experiencia en empresa, decidió opositar. De nuevo se imponía su espíritu de superación: Abogado del Estado, nada menos, y en tiempo récord. Siempre un peldaño más, siempre el último esfuerzo adicional. Había que superarse.
También profesionalmente ha sido siempre Gonzalo un hombre ambicioso, hasta que llegó a la cima de dirigir en España una firma internacional de abogados, Ashurst. Siempre mirando hacia adelante, sin hacer daño a nadie, adorado por sus colaboradores y admirado por sus pares.
Abrió nuevos caminos en el arbitraje español, escribió artículos doctrinales y libros jurídicos sin cuento, participó en toda clase de seminarios, impartió cursos y conferencias, e incluso escribió una novela corta, de inspiración autobiográfica.
Con María, su mujer, ha puesto en pie una familia armoniosa y unida, a la que, de nuevo, ha sabido transmitir el legado paterno: buscar la excelencia, superarse cada día. Todo ello con una dedicación encomiable y sin que repercutiera en su ejercicio profesional.
Su espíritu de superación se extiende a los deportes: los ha practicado casi todos –con mayor o menor fortuna- pero siempre con un hambre competitiva infinita. Nada le enfada más que perder un partido, de lo que sea. Luchó como un jabato por bajar de los 55 minutos en las carreras populares de 10 kms, hasta que un día lo consiguió, en un esfuerzo titánico que aún recuerdo, en una fría mañana de marzo, en Madrid.
Fue precisamente en una de esas carreras, cuando me di cuenta de que algo estaba cambiando en él: se agotaba, se venía abajo, su cuerpo no respondía. El destino le había guardado una mala sorpresa a la vuelta de la esquina. En plenitud, con la cincuentena recién cumplida, la enfermedad que le acechaba empezaba a dar la cara. Una enfermedad cruel, dura, difícil de entender y más difícil de conllevar.
Gonzalo siguió en su despacho aún varios años, -una vez más, hasta agotar sus fuerzas- y finalmente, ha tenido que recluirse en casa. Pero el espíritu de superación que nos transmitió nuestro padre sigue ahí, intacto: Gonzalo nos da lecciones cada día con su fuerza de voluntad, y transmite a sus próximos –y también, vía redes sociales, a los demás- una abnegada aceptación de su enfermedad que más provoca admiración que compasión.
Somos nosotros, los que vamos recurrentemente a verle, los beneficiarios de su compañía, de su sonrisa, de su cariño. Sólo podemos agradecerle que, con su actitud ante la enfermedad, nos haga cada día mejores, acompañándole, ayudándole, cuidándole.
La enfermedad nunca es bienvenida. Pero eso no significa que no debamos aprovechar las lecciones que nos deja. En el caso de Gonzalo, nos ha servido para descubrir en él muchas virtudes que hasta ahora no había necesitado demostrar, aunque se podían intuir en su carácter: su inmensa dignidad ante el dolor, su admirable paz interior, su extraordinaria capacidad de comunicar. Como escribió Ovidio en sus Cartas desde el Mar Muerto, “tendit in ardua virtus” (la virtud crece en las dificultades). Gonzalo es el mejor exponente de esta máxima.
Ha recibido, en los últimos meses, muchos premios -todos ellos merecidísimos- por su extraordinaria trayectoria profesional. Pero el verdadero premio es él, y los afortunados somos nosotros por tenerle a nuestro lado. Por muchos años.
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