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La aventura internacional de la abogacía

La aventura internacional de la abogacía
El autor de esta columna, Javier Junceda, es jurista y escritor.
16/7/2019 06:15
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Actualizado: 15/7/2019 15:25
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Ahora que la internacionalización de las empresas ha llegado también a los despachos de abogados y que desde hace años incluso los de tamaño pequeño o mediano han empezado a hacer sus pinitos en dicho escenario, quizá convenga detenerse en algunos de los inconvenientes que suelen presentarse en ese ámbito, y que en no pocas ocasiones disuaden de continuar en dicha senda de actividad.

Digámoslo ya: el principal obstáculo no viene dado por la enorme complejidad de abordar los asuntos aplicando un ordenamiento diferente, sino por las dificultades de poder cobrar por los servicios profesionales, y singularmente cuando el cliente extranjero habla nuestro mismo idioma.

Si el representado es un nacional que precisa de soluciones jurídicas por el mundo, estos peligros no suelen ser tan habituales, porque o bien lo abonan como si se tratara de cualquier trabajo aquí, o bien las organizaciones patronales o administrativas dedicadas al fomento de la exportación se ocupan de satisfacerlos en todo o en parte.

Pero cuando la tarea la desempeñamos fuera y con interlocutores de esas latitudes, el cobro de honorarios se convierte muchas veces en una auténtica pesadilla.

Añadamos a eso la complicación de tener que ofrecer una respuesta adecuada en derecho conociendo la letra, pero no la música, como sucede cuando tratas de abordarla desde la legislación y la práctica jurisprudencial actualizadas del país en cuestión, pero desconoces cómo respira quien está al otro lado de la mesa administrativa o judicial.

Hace apenas unos meses, conversando por videoconferencia con los asesores fiscales locales de una empresa española que opera en Centroamérica, me volví loco para hacerles entender que su país había suscrito un determinado tratado que debía ser respetado en beneficio de nuestro cliente.

Su respuesta a cada frase mía insistiendo en eso fue esta: “todo eso que nos cuenta está muy padre, lisensiado, pero acá tiene que ser el encargado de la ofisina pública el que lo tiene que desir, y no parece estar muy por la labor”.

También en otra oportunidad, tras una disertación en un Colegio de Abogados iberoamericano sobre derecho español, un compañero compartió la siguiente reflexión: “lo que usted nos indica es acertado, pero precisa de una estructura jurídica sólida, que no siempre se da en nuestras naciones”.

Se refería, claro, a unos poderes ejecutivos o judiciales inmunes al delito, así como respetuosos de la ley.

Embarcarse en un escenario así constituye una tarea arriesgada, tanto en forma como en fondo, e incluso cuando la abordas con socios en destino a los que no siempre conoces como a un compañero vecino, que sabes cómo respira.

No son infrecuentes, en este sentido, los contactos espontáneos o por referencias de colegas extranjeros que te ofrecen suscribir convenios de colaboración para atender a entidades españolas en sus respectivos países, incluso retribuyéndote, y que constituyen más bien negocios sin excesiva sustancia jurídica, sino con la vista puesta en dispensar donde sea sus servicios de «door opener» institucionales o sociales, o de brindar a sus propias empresas asesoradas nativas vínculos provechosos en sus respectivos ámbitos corporativos.

La abogacía internacional, por consiguiente, resulta solamente atractiva cuando el pagador radica en origen y se cuenta de forma adicional con un despacho o profesional asociado en destino que sea como Dios manda, preparado y honrado, que conoce ese entorno jurídico en profundidad y advierte de los peligros que pueden acechar, que no suelen ser desgraciadamente pocos.

Cualquier cosa que se salga de ahí constituye el argumento de una novela de Salgari, pero no siempre con final feliz. 

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