Firmas
Pongamos que hablo del ponente en los tribunales colegiados
El autor de esta columna es Julio Picatoste, magistrado jubilado. En ella borda en su columna la poco conocida figura del ponente en los tribunales colegiados.
22/5/2021 06:46
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Actualizado: 21/5/2021 19:46
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Las funciones del ponente en un tribunal colegiado están definidas en el artículo 205 de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ).
De forma muy sintética, podrían resumirse en dos; una es la dirección del procedimiento y actividad probatoria que se sigue ante el tribunal colegiado; la otra consiste en proponer las resoluciones que han de dictarse, entre ellas, como es obvio, la sentencia que el propio ponente redactará según lo acordado tras la deliberación.
Este segundo cometido implica a su vez otro de la máxima importancia: el estudio riguroso y completo de los autos por el ponente, presupuesto necesario para una buena deliberación.
Con ser relevante la figura del ponente en los términos dichos, no debe olvidarse que es pieza de un tribunal que decide colegiadamente.
Desde esta perspectiva, y merced a ciertos hábitos, su imagen resulta a veces destacada en forma que llega a ensombrecer a los otros integrantes del tribunal.
No es infrecuente, por ejemplo, que a la cita por escrito de una sentencia siga el nombre del ponente, enmarcado entre paréntesis, como si de una seña de identidad o “denominación de origen” se tratara.
Así lo vemos en escritos forenses, en trabajos doctrinales e incluso en algunas sentencias.
Siempre he rehuido esa costumbre. Pero es que también en el lenguaje hablado la resolución se individualiza a veces con la mención del ponente; “he leído una sentencia de Fulano…”, dicen algunos.
Estos detalles –tal vez menores, pero significativos– suponen una forma de postergación de una idea insoslayable, a saber: que la sentencia es del tribunal, en cuanto que es la expresión de una decisión colegiada; todos los que lo integran suscriben los fundamentos de derecho y el fallo; su nacimiento a la vida jurídica tiene lugar, precisamente, gracias a la convergencia y suma de sus voluntades.
La confirmación o revocación por un tribunal superior lo es de la sentencia que dicta el tribunal a quo, no de la decisión del ponente. Por ello no acabo de admitir esa singular denotación del ponente.
Es más, y como diré luego, sucede en ocasiones que los otros magistrados han tenido una intervención principal en la elaboración y contenido de la resolución.
Por lo tanto, en esa identificación aislada del ponente hay una improcedente personalización de la sentencia.
Se tiene al ponente por autor intelectual del contenido sustancial de la sentencia, y muy frecuentemente será así, pero no siempre.
PROPUESTA DE RESOLUCIÓN
Llegado el momento de la deliberación, corresponde al ponente hacer su propuesta de resolución, y conformada esta por decisión colectiva del tribunal, asume aquel la redacción; pero precisamente porque debe hacerlo con el asentimiento de los demás, no pondrá mano sobre la sentencia sino cuando aquellos, con su voto, hayan definido la voluntad del tribunal que el fallo proclama y que por esa razón se expresa en plural: condenamos, absolvemos, estimamos, desestimamos.
Y aún más, como advierte Marín Castán, el hecho de que al ponente le corresponda la redacción de las resoluciones del tribunal no significa que goce de absoluta libertad para apartarse de los fundamentos que en la deliberación fueron acordados como base del fallo.
Como consecuencia de lo que dispone el artículo 205.5 de la LOPJ, la deliberación gira en torno a la propuesta del ponente.
Ahora bien, puede suceder –y así es en ocasiones- que su idea no sea aceptada, en todo en parte, y que aquel resulte convencido por los demás miembros del tribunal de una tesis diferente que, al final, se hace sentencia, de modo que esta difiere radicalmente de la que en principio fuera planteada por el ponente.
También cabe que en el curso de la deliberación la fundamentación jurídica resulte enriquecida –y a veces de modo relevante- por la aportación de otro miembro del tribunal y que, siendo asumida por su valor y oportunidad, pase a la sentencia.
Y todavía más, no sería la primera vez que el ponente, detenido en la penumbra de la duda, no aventura una respuesta concluyente, o plantea alternativas entre las que oscila su criterio dubitativo, lo que al final se resuelve en el curso de la deliberación precisamente por las aportaciones de los demás magistrados que ajustan el fiel de la balanza.
En definitiva, el ponente propone y el tribunal dispone.
A este hay que atribuir lo que la sentencia dice, y al ponente, cómo se dice.
Por eso me parece acertada y justa la fórmula utilizada por algunas Audiencias cuando, al consignar el nombre del ponente en la sentencia, apostillan seguidamente: “que expresa el parecer de la Sala”.
Sin duda, el modo de explicar ese parecer es de la autoría del ponente al que, en consecuencia, debemos la habilidad retórica en la exposición y su trabazón argumental con las que aspira a transmitir a las partes -con mejor o peor fortuna- el criterio y posición del tribunal.
Es en este aspecto en el que externamente destaca la labor del ponente, importante, desde luego pero, a mi juicio, insuficiente para que la sentencia sea citada con su nombre, como si de un producto singular se tratara.
En realidad, quien sea ajeno a la urdimbre de la deliberación, solo podrá aseverar con certeza que el ponente es el redactor de la sentencia, pero no que su contenido, en todo en parte, sea a él debido.
Es curioso comprobar que ese tinte personalista se cultiva entre los propios jueces.
Los hay, en efecto, que a la hora de computar sus “aciertos” contabilizan en su haber solo aquellas sentencias de las que fueron ponentes y resultaron confirmadas por otro tribunal, sin apuntarse en el debe la revocación de aquellas otras en las que fueron ponentes sus compañeros de tribunal, como si no las hubieran suscrito y compartido y nada tuvieran que ver con ellas; en definitiva, como si las primeras fueran “sus” sentencias, pero no las segundas, cuando es evidente que de estas son también coautores y corresponsables.
La sentencia de un tribunal colegiado es fruto de una acción colectiva de los magistrados que lo integran o, en su caso, de la mayoría.
Todos participan de la decisión y de su argumentación; todos asumen la responsabilidad de su dictado, sin perjuicio de que se encomiende a uno la expresión formal y visible de un contenido de plena conformidad.
En suma, se trata de una suerte de partitura coral interpretada o ejecutada por un solista.
La cosa tiene su importancia, no solo por la inexactitud que supone resaltar o concentrar nominalmente en uno solo lo que es decisión plural, sino porque me temo que con el protagonismo que se atribuye al ponente se esté al cabo dando pábulo a la aviesa idea que atribuye a los otros miembros del tribunal una cómoda adhesión, sin debate, a la proposición del ponente.
En una ocasión, un abogado le echó valor y tuvo el atrevimiento de preguntarme si realmente se deliberaban los asuntos.
Eso me hizo pensar que en algunos ámbitos se cultiva la idea de que no hay deliberación, sino mera aceptación acrítica de lo que el ponente propone.
Salvo casos patológicos o incluso delictivos, sin duda tan graves como excepcionales, hay que decir que las sentencias se deliberan, con participación activa y debate de los magistrados.
En definitiva, al ponente lo que es del ponente y a la Sala lo que es de la Sala.
Y de la Sala es la sentencia.
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