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La Iglesia Católica cuenta en su santoral con tres santos que fueron abogados ejercientes

La Iglesia Católica cuenta en su santoral con tres santos que fueron abogados ejercientes
San Agustín, Santo Tomás Moro y San Alfonso María de Ligorio son los tres abogados que ejercieron el oficio de la abogacía ante los tribunales de justicia, según cuenta Manuel Álvarez de Mon.
03/9/2022 06:51
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Actualizado: 02/9/2022 23:13
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No hay en el santoral de la Iglesia Católica muchos abogados ejercientes que hayan alcanzado esa consideración de santos canonizados. Hay juristas que no actuaron en el foro, sino que fueron tratadistas de derecho canónico o legisladores entre los que destaca el dominico, San Raimundo de Peñafort, quien elaboró las “Decretales” aprobadas por el Papa Gregorio IX . Fueron la principal norma jurídica de la Iglesia hasta la aprobación por el Papa Benedicto XV del “Código de Derecho Canónico” de 1917.

Una batida profunda en el santoral católico nos dice que santos que fueron abogados ejercientes, que defendieron a sus clientes ante los tribunales de justicia de sus respectivas épocas, tal como lo hacemos hoy en día, solo hay tres, salvo error u omisión.

¿Será por aquello del dicho gallego de que «abogados y procuradores van al infierno de dos en dos»?

Dicho que, evidentemente no necesita comentario y traduce la mala fama de nuestra profesión, asociándola a la mentira y falsedad. Lo que no es así, salvo casos aislados, como ocurre en todo.

Vamos a referirnos por orden cronológico a esos tres abogados.

SAN AGUSTÍN

El primero de ellos fue Agustín de Hipona –San Agustín–. Nació en Tagaste, Numidia (hoy Argelia) en el año 354 después de Cristo, en un territorio que, en aquel tiempo, era parte del Imperio Romano de Occidente. Murió en el 430.

Agustín destacó por su elocuencia, por su capacidad de expresarse de forma elegante,  persuasiva y brillante; tenía el don de dominar la retórica, la única condición que se exigía en aquella para ejercer la defensa de personas en el foro, donde se administraba justicia.

En el año 383, con 29 años, emigró a Roma, donde abrió una escuela de elocuencia. Al año siguiente ganó la Cátedra de Retórica de Milán al mismo tiempo que ejercía la abogacía, como hacen hoy en día muchos colegas.

En la Península Itálica Agustín llevaba una vida pública disipada y notoria de juergas y placeres de todo tipo. Solo le preocupaba el brillo social que alcanzaba por su oratoria ante los tribunales. Su cartera de clientes era abultada.  

Contaba –y era público– con una concubina africana, como él (hoy se diría que era su pareja de hecho), con la que llegó a tener un hijo, Odoacro, quien que murió a los 17 años

La vida que llevaba Agustín de Hipona estaba muy lejos de cualquier enseñanza cristiana que le había inculcado su madre, Santa Mónica (su padre era pagano); enseñanzas que él había olvidado o rechazado.

En la Península Itálica Agustín llevaba una vida pública disipada y notoria de juergas y placeres de todo tipo. Solo le preocupaba el brillo social que alcanzaba por su oratoria ante los tribunales. Su cartera de clientes era abultada 

Sin embargo, un día, en Milán, su vida cambió de forma radical cuando escuchó predicar a San Ambrosio. De la misma forma que le pasó a San Pablo, aunque a él no se le apareció Jesucristo ni se cayó de caballo.

Podría decirse que “vio la luz”. Volvió a la fe y a la práctica religiosa. Abandonó su brillante vida en el foro y en el mundo académico. Vendió sus bienes.

Regresó a África y lo que le quedaba lo donó a los más necesitados. Se hizo monje, pero no pudo llevar la vida de retiro del mundo que él deseaba porque la Iglesia, conociendo su valía, le designó obispo de Hipona. Antes fue presbítero.

Lo que más le desilusionó de su vida de abogado, contó después San Agustín, fue el distanciamiento de la verdad, que él “distorsionaba” para defender a sus clientes y sus intereses, en muchas ocasiones, injustos.

San Agustín poseía una extraordinaria inteligencia para el análisis y la síntesis. Dos dones que puso al servicio definitivo de lo que él reconoció, finalmente como la Verdad, que identificó con Dios.

Lo plasmó en una ingente obra, filosófica, jurídica, psicológica y teológica. La más conocida fueron las famosas “Confesiones”, en las que renegaba de su larga vida disoluta de juventud.

El exmagistrado de trabajo y exfiscal, Manuel Álvarez de Mon, explica por qué es necesario que los partidos políticos aprueben la reforma laboral pactada entre patronal y sindicatos.
El autro de esta columna, Manuel Álvarez de Mon Soto, ha sido magistrado, fiscal y funcionario de prisiones. Actualmente es letrado del Colegio de Abogados de Madrid. [email protected]. Foto: Carlos Berbell/Confilegal.

SANTO TOMÁS MORO

El segundo abogado canonizado es Santo Tomás Moro. Nació en Londres en 1478, en el seno de una familia de comerciantes y magistrados.

Impulsado por una profunda piedad, desde joven pensó en ingresar, primero, en la Orden Franciscana y, más tarde, en los Cartujos. Pero no se decidió al sentirse llamado al matrimonio como camino de vida cristiana.

Se casó y después enviudó. Volvió a contraer segundas nupcias, pero aún así no   olvidaba la mortificación. Llevaba habitualmente un cilicio, lo que era públicamente conocido.

Estudió derecho. Fue un estudiante muy brillante. Una vez licenciado se convirtió en un conocido y reputado abogado que siempre buscaba la reconciliación y el pacto entre los litigantes.

En nuestro tiempo habría sido un gran especialista de la mediación, sin duda alguna.

Como suele ocurrir hoy en el “common law”, el derecho anglosajón, Santo Tomás Moro fue nombrado juez de causas civiles.

Después fue elegido miembro del Parlamento, donde asumió más tarde la Presidencia de la Cámara de los Comunes.

Su brillantez y su inteligencia atrajeron el interés del rey Enrique VIII. En 1522 lo nombró Gran Canciller, el equivalente a lo que hoy sería primer ministro.

Sirvió en el cargo durante diez años.

Una vez licenciado se convirtió en un conocido y reputado abogado que siempre buscaba la reconciliación y el pacto entre los litigantes. En nuestro tiempo habría sido un gran especialista de la mediación, sin duda alguna

Sin embargo, un “capricho” de Enrique VIII –entonces católico, como todo el país–, su decisión de romper su matrimonio con su esposa, la infanta española Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos, para casarse con Ana Bolena, precipitó su caída.

Moro, católico fiel, no aceptó validar la ley del divorcio promulgada por orden del rey, quien se lo exigió de forma expresa.

Santo Tomás Moro no dio su brazo a torcer. Presentó su dimisión como Gran Canciller y se retiró de la política.

Enrique VIII no olvidó el “feo” de su antaño fiel servidor. Presionó a Moro de diversas formas. Primero utilizó los halagos. Luego empleó las amenazas. Terminó encarcelándolo en duras condiciones en la terrible prisión de la Torre de Londres.

Cuando el rey se convenció de que, ni aún así, lograría doblegar su voluntad, ordenó que se escenificara una farsa de juicio.

Fue condenado y ejecutado en la Torre de Londres en 1535.

Santo Tomás Moro puso la ley de Dios por delante de la ley de los hombres. Como recuerda Reynolds, «prefirió, como Sócrates, sufrir la injusticia antes que cometerla».

Porque eso suponía para Moro legitimar la ley del divorcio de Enrique VIII.

Inglaterra perdió un gran jurista y político. La Iglesia Católica, a cambio, ganó un santo mártir.

Además de jurista, Moro fue un reconocido humanista que compartió amistad con Erasmo de Rotterdam, otra de las grandes figuras del Renacimiento.

Dejó como obra destacada, para la posteridad, su famosa “Utopía”, libro en que describe cómo sería, para él, una sociedad ideal, basada en la solidaridad humana.

SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO

El tercer abogado ejerciente que consta canonizado por la Iglesia Católica es San Alfonso María de Ligorio. Nació en Italia en 1696. Murió en ese país en 1787.

Estudió Derecho en Nápoles. Se doctoró en Derecho Civil y Canónico. Ejerció la abogacía de forma destacada pero su intervención, en un caso de corrupción, le creó un doloroso problema de conciencia. La consecuencia directa fue el abandono del ejercicio de la profesión y su dedicación a la vida religiosa.

Alfonso María de Ligorio fundó la Orden de los Redentoristas.

Sufrió una dura persecución por calumnias, de las que se defendió con las armas de la ley. En sus últimos años sufrió una gravísima artrosis y ceguera.

Fue canonizado en 1839 por su fama de santidad a causa de la serenidad con que sufrió la persecución humana y la enfermedad y a los milagros que pronto se le atribuyeron, tras su muerte.

Ejerció la abogacía de forma destacada pero su intervención, en un caso de corrupción, le creó un doloroso problema de conciencia. La consecuencia directa fue el abandono del ejercicio de la profesión y su dedicación a la vida religiosa

Estos tres santos comparten, además del punto común de su ejercicio de la abogacía, el hecho de que uno de los factores que les apartó del mundo jurídico fue el choque con sus convicciones religiosas.

En el caso de San Agustín fue cuando tuvo plena conciencia de que, con la retórica, se podía retorcer la verdad y conseguir que triunfara la injusticia

En el de Santo Tomás Moro ocurrió cuando afrontó el problema del choque entre la ley humana y la ley divina .

En el de San Alfonso María de Ligorio tuvo lugar cuando no quiso implicarse más en casos de corrupción, en los que se vio envuelto a su pesar.

TRES CASOS PARA REFLEXIONAR

La verdad es que, a veces, para un abogado es difícil asumir defensas penales de conductas altamente reprochables. Pero todo el mundo tiene derecho a la defensa .Y defender no es aplaudir ni aprobar éticamente lo que el cliente ha hecho. Con ello no se legalizan conductas morales o contrarias a la ética.

De otro lado, en ámbitos distintos al penal, también pueden producirse choques con la conciencia. Por ejemplo, en la defensa de intereses económicos o mercantiles, con cláusulas abusivas impuestas por empresas poderosas o cuando el cliente busca eludir justos deberes fiscales o blanquear capitales.

Cada abogado debe encontrar su camino, superar las contradicciones y los conflictos profesionales, éticos y morales que, tarde o temprano, emergerán en el ejercicio de la profesión. Y encontrar su camino personal, según cada caso, como hicieron San Agustín, Santo Tomás Moro y San Alfonso María de Ligorio; tres grandes abogados reconocidos por la historia.

No hay fórmula ni solución mágica en esta búsqueda. Como decía Antonio Machado, “Caminante no hay camino, se hace camino al andar”.

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