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Sobre las relaciones juez y abogado

Sobre las relaciones juez y abogado
César San Martín es el presidente de la Sala de lo Penal de la Corte Suprema del Perú. Antes, entre 2011 y 2013, fue el presidente de ese órgano judicial. San Martín fue el presidente del tribunal que condenó al expresidente Alberto Fujimori. Su formación es española. Estudió en la Universidad de Castilla-La Mancha, primero, y en la de Alicante, después. Antes de convertirse en magistrado ejerció la abogacía. En esta columna aborda las relaciones entre jueces y abogados, no siempre pacíficas y en ocasiones conflictivas.
21/11/2023 06:31
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Actualizado: 20/11/2023 23:30
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1. Una verdad de perogrullo es que jueces y abogados conforman la profesión legal, así como también los fiscales, los abogados del Estado, cada uno en su propio rol, pero todos vinculados o ligados al ejercicio del Derecho y, por cierto, de uno u otro modo, al afianzamiento de la justicia y del Estado constitucional, a la defensa y promoción de los derechos humanos y a la búsqueda de la paz jurídica.

Las relaciones entre ambas categorías profesionales, aun cuando pueden ser tensas en determinados momentos, se expresan mayormente en el marco del proceso jurisdiccional.

El abogado acompaña al litigante –defiende los intereses jurídicos de sus patrocinados–, sin perjuicio de reconocer un cada vez más amplio campo de actuación fuera del proceso, del litigio. Pero, en todo caso y siempre, el conocimiento jurídico especializado es común a ambas categorías de la profesión legal.

2. Hoy en día todos tenemos claro, como algo evidente, la absoluta y necesaria independencia del abogado en el ejercicio de su ministerio con respecto a los jueces, a la Administración de Justicia.

El abogado no es un auxiliar orgánico o funcionario de la justicia; no es un dependiente del juez, a quien solo lo une el respeto mutuo y la adhesión al Derecho.

El abogado, a partir de su independencia –afirmada en todas las normas internacionales–, colabora con la justicia bajo el cumplimiento de las reglas de la ética profesional y desde la exigencia de que ha de actuar con probidad, veracidad y lealtad procesal, así como con la obligación del secreto profesional.

El juez debe reconocerle al abogado la libertad necesaria de poder actuar en la dirección de un caso o asunto judicial con la libertad precisa para decidir lo más conveniente a la mejor defensa de todos los derechos subjetivos, públicos y privados, e intereses legítimos que le han sido encomendados.

Ello, es justo reconocerlo, es expresión de un interés público en que la intervención del abogado facilita el adecuado funcionamiento de la impartición de justicia.

3. El abogado defiende los derechos e intereses legítimos de sus clientes y, por tanto, en él se materializan dos derechos fundamentales de primer orden: tutela judicial efectiva y defensa procesal.

Tan alto nivel de representación obliga a los jueces a una relación equilibrada, respetuosa y con absoluta buena fe con los abogados –que tienen como deber básico, y así deben reconocerlo los jueces: cumplir con el máximo celo y diligencia el encargo profesional que su cliente le haya encomendado, mediante la aplicación de la ciencia y la técnica jurídicas–; algo que lamentablemente a veces pero con alarmante periodicidad, en el fragor del trabajo cotidiano y la complejidad de los casos, el juez olvida afectando la dignidad de la profesión del abogado y el respeto al propio ordenamiento jurídico, a los deberes judiciales.

Asimismo, no es ajeno a esta obligación judicial, el que no se puede identificar a los abogados con sus clientes ni con las causas de sus clientes; algo que en muchas oportunidades sucede, por lo menos en mi país, y se profundiza en el tratamiento mediático de los casos relevantes o de interés periodístico, del que se contagian algunos jueces.

4. El juez tiene obligaciones específicas para garantizar el acceso efectivo de toda persona a un abogado, especialmente o con más intensidad debe cuidar que se proporcione a los abogados las facilidades para que se entreviste con su cliente cuando está preso. Asimismo, ha de garantizar, cuando le corresponda, que el abogado actúe con libertad en defensa de los intereses de sus clientes, que no sea objeto de intimidaciones, obstáculos, acosos o interferencias indebidas, y que exista confidencialidad en las comunicaciones y consultas con su cliente.

Los jueces no pueden imponer sanciones u otras limitaciones a los abogados, a menos que incurran en responsabilidades claramente definidas en el ordenamiento y con arreglo al procedimiento preestablecido, y supervisarán la protección a los abogados cuando su seguridad esté amenazada a raíz del ejercicio de su profesión en la defensa de un caso judicial.

Los jueces deben velar porque los abogados tengan acceso a los expedientes judiciales en todo momento y, sobre todo, antes del desarrollo de diligencias o audiencias.

Los jueces deben aceptar, en todo momento, conferenciar con miembros directivos de los Colegios de Abogados, escucharlos y tratar, del mejor modo posible, de resolver los problemas que se le exponen en orden a la mayor efectividad de la defensa de los ciudadanos y de la dignidad de los abogados.

Un punto fundamental que guía la relación juez-abogado es el respeto de la libertad de expresión del abogado, quien goza de inmunidad civil y penal por las declaraciones que haga de buena en sus intervenciones.

En el seno del proceso, el juez debe velar que el abogado pueda decir o expresar, oral o por escrito, todo aquello que esté orientado a la defensa de los intereses de su patrocinado.

La perspectiva de apreciación, de ponderación de su ejercicio, debe ser amplia y flexible, de suerte que el juez solo puede limitarla en todo aquello que sea patentemente impertinente o que entrañe expresiones abiertamente injuriosas o que constituyan amenazas a las demás partes y sus abogados, como a los órganos de la justicia.

ACCESO DEL ABOGADO AL JUEZ

5. En esta perspectiva considero especialmente relevante abordar dos temas referidos al acceso del abogado al juez, y al trato que se dispensa al abogado en las diligencias judiciales.

A. Los principios básicos sobre la función del abogado de Naciones Unidas (1990) garantiza que los jueces no pueden negarse a reconocer el derecho de un abogado a presentarse ante él en nombre de su cliente –bastará el escrito de personación correspondiente–.

Luego, su comparecencia ante el juez debe ser fluida, no obstaculizada, debidamente programada y colocada en la agenda judicial. Mucho se ha debatido si el abogado puede entrevistarse con un juez, al margen de una diligencia judicial y sin presencia de la contraria.

En mi país, Perú, la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1991 (artículo 298.7 de la LOPJ) estipula que un derecho del abogado, no como una circunstancia excepcional, según por ejemplo prevé el artículo 23 del Código de Conducta Profesional de los Abogados ante la Corte Penal Internacional de 2005, es “ser atendido personalmente por los jueces y magistrados, cuando así lo requiere el ejercicio de su patrocinio”.

El órgano de gobierno judicial ha reglamentado este derecho de entrevista con el juez de tal modo que los horarios de atención deben estar definidos públicamente en la agenda judicial, que son de acceso público, y han de servir con el exclusivo propósito de programación de causas o audiencias o para pedir la subsanación de algún problema o irregularidad en el trámite de la causa, al margen del planteamiento de algún remedio procesal específico.

Claro, como los jueces tienen el deber de entrevistarse con el abogado, bajo sanción disciplinaria, es común que, más allá de expresar los problemas del trámite de la causa y su pronto señalamiento para vista, el abogado introduzca alegaciones verbales sobre la bondad de sus pretensiones en juicio, lo que podría afectar la equidad y la igualdad procesales.

Corresponde al juez, siempre con cortesía, indicar al abogado que tal planteo solo puede hacerlo en la audiencia y en presencia del defensor contrario.

«El juez no puede interrumpirlos intempestivamente, mandarlos callar descortésmente y, menos, amenazarlos con sanciones disciplinarias; el juez no puede retirarles sorpresivamente el uso de la palabra, salvo un evidente abuso del derecho por el abogado y sin un previo requerimiento»

Sin embargo, esta situación, de presentarse, en modo alguno puede considerarse un supuesto de falta de imparcialidad del juez. Jamás puede entenderse que el juez se contamine o incurra en un injusto o falta disciplinaria por el solo hecho de escuchar, pasivamente, una alegación extra procesal –no puede confundirse la conducta del abogado con la del juez–.

Todo juez tiene la suficiente experiencia y madurez para escuchar un planteamiento determinado y no por ello inclinarse a aceptarlo acríticamente. El juez, considero, debe vencer la resistencia a entrevistarse con un abogado, siempre que se dé dentro de los parámetros legalmente admitidos, pues es su obligación –no es una pérdida de tiempo, como en algunas ocasiones escucho decir irreflexivamente a mis colegas jueces–, sin que por ello se considere, al escuchar la argumentación, excesiva claro, que fallará a su favor.

Por otro lado, también es una obligación de los jueces entrevistarse con las partes cuando ellas lo soliciten. Los criterios son los mismos.

Empero, en función a lo que pueda decir el abogado o el litigante, es posible que el juez tome la atención debida al caso, a su singularidad, a la necesidad de resolver con prontitud, sin que obviamente lo expuesto pueda asumirse como prueba en la sentencia porque importaría la utilización de un conocimiento privado, aunque no es de desconocer los problemas que puede entrañar tal información.

B. El trato dispensado a los abogados en las diligencias judiciales es un asunto especialmente delicado. Sin perjuicio de la dirección material del proceso que corresponde al juez, y más allá de las facultades que tiene para dirigirlo, lo que sí es de observar es cómo se relaciona con el abogado, muchas veces autoritariamente, y que, asumo, expresa una determinada concepción que el juez tiene de su posición procesal y del rol del abogado.

Tal actitud, creo, se deriva, primero, de la lógica funcionarial napoleónica de la carrera judicial –que aísla a los jueces de los demás integrantes de la profesión legal y, además, del resto de la ciudadanía–; y, segundo, del hecho de que el juez no ha internalizado que la administración de justicia es, desde una perspectiva externa, un servicio público y que los jueces se deben a él como autoridades públicas.

Aquí no solo es un problema de educación, de modales, de urbanidad, sino de reglas jurídicas imperativas que imponen al juez prudencia, sobriedad y trato debido a quienes, por imperativo de su tarea de defensa de intereses de sus clientes, formulan planteamientos, objeciones, interrogatorios, contrainterrogatorios, aclaraciones o precisiones en el curso de una diligencia o de una audiencia.

El juez no puede interrumpirlos intempestivamente, mandarlos callar descortésmente y, menos, amenazarlos con sanciones disciplinarias; el juez no puede retirarles sorpresivamente el uso de la palabra, salvo un evidente abuso del derecho por el abogado y sin un previo requerimiento; el juez debe ser tolerante, juicioso y ha de orientar el curso de la diligencia o audiencia del mejor modo posible sin generar rencillas ni valerse de gestos destemplados, que incluso pueden llegar a ser discriminatorios.

Hoy en día con el uso de la tecnología de la información y de las comunicaciones el cuidado que debe tener el juez respecto del abogado debe incrementarse; los comentarios descalificadores al abogado o las frases impropias del juez, que crea que nadie lo escucha, pueden filtrarse, lo que generará en muchos casos, con fundada razón, una recusación y, según su gravedad, una sanción disciplinaria. Casos como estos los hemos visto o presenciado, lamentablemente numerosas veces. Deben cesar.

6. Finalmente, sostuve que se ha de partir del pleno reconocimiento por los jueces de la libertad y la independencia de los abogados en su actuación en los estrados judiciales, así como de facilitar el acceso de los abogados a los jueces en defensa de sus patrocinados.

Este reconocimiento ha de determinar el vínculo juez–abogado en sus justos alcances. Toda limitación irrazonable por parte del juez a estas garantías del ejercicio de la profesión del abogado, en defensa de sus clientes, lesiona las bases mismas de la impartición de justicia y revela una actitud censurable del juez en el ejercicio de su misión jurisdiccional.

A final de cuentas, se resentirá el valor justicia y se alejará al Estado Constitucional de la ciudadanía. Creo, como ahora se está haciendo en el Ilustre Colegio de la Abogacía de Madrid, que estos problemas, siempre latentes, se superan con diálogos interinstitucionales a todo nivel y permanentemente y, esencialmente, con absoluta buena fe y una firme vocación por el imperio de la ley.

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