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Opinión | El Nuevo Orden Mundial y el Rol de Europa en la Geopolítica Global (II)

Opinión | El Nuevo Orden Mundial y el Rol de Europa en la Geopolítica Global (II)
Jorge Carrera, abogado, exmagistrado, exjuez de enlace de España en Estados Unidos, analiza en esta segunda columna el escenario en el que ha quedado la Unión Europea tras la victoria de Donald Trump en Estados Unidos. Ilustración: Confilegal.
22/2/2025 05:36
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Actualizado: 21/2/2025 21:37
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El inicio de la guerra de Ucrania en 2022 no fue solo un punto de inflexión geopolítico, sino el epitafio de un sistema internacional que, durante tres décadas, se sostuvo en premisas hoy en tela de juicio. El conflicto ha expuesto con crudeza los fracasos acumulados por Europa, Rusia y Estados Unidos en su comprensión mutua y en la gestión de las tensiones heredadas de la Guerra Fría.

Así las cosas, para construir una política exterior europea viable en esta nueva etapa, es esencial diseccionar los errores de cada actor, no como ejercicio de reproche, sino como diagnóstico para evitar repeticiones catastróficas.

Europa: entre la ingenuidad estratégica y la fragmentación

La Unión Europea (UE) operó durante años bajo dos ilusiones paralelas.

La primera fue creer que la interdependencia económica —encarnada en proyectos como Nord Stream 2 o la dependencia energética del 40% del gas ruso— actuaría como escudo contra las ambiciones de Moscú.

Esta visión, impulsada por Alemania y su Ostpolitik actualizada, ignoró que el Kremlin podía interpretar la dependencia europea como una vulnerabilidad explotable, y no como un puente para la cooperación.

La segunda ilusión fue suponer que la expansión de normas y valores europeos hacia el Este —a través de la Asociación Oriental— podría desvincularse de las realidades de seguridad.

Al no acompañar estas iniciativas con una arquitectura militar creíble o un compromiso claro con la defensa de Ucrania tras la anexión de Crimea en 2014, Bruselas envió una señal de ambigüedad letal: prometió un futuro europeo a Kiev sin poder garantizar los medios para protegerlo.

A esto se sumó la falta de unidad interna. Mientras los países del Este (Polonia, los Bálticos) alertaban sobre el revisionismo ruso, Europa Occidental priorizó el pragmatismo comercial.

La UE tardó en reconocer que su poder blando requería respaldo de poder duro, y que su fragmentación en política exterior —visible en vetos nacionales a sanciones o en disputas gasistas— la convertía en un actor reactivo, no estratégico.

Ahora bien, reducir el conflicto a un plan maestro ruso para dañar a Europa sería simplista.

Hubo fallas de percepción en ambos bandos que alimentaron la espiral de confrontación:

a) La lente imperial rusa: El Kremlin interpretó toda expansión de la UE o la OTAN como una «invasión cultural y militar» a su esfera de influencia, sin reconocer que países como Polonia o Ucrania buscaban integrarse a Occidente por miedo histórico a Rusia, no por imposición externa. Esta visión paranoide llevó a Moscú a acciones contraproducentes: al entrar en Ucrania, aceleró la expansión de la OTAN que pretendía evitar.

b) La ceguera europea ante las sensibilidades rusas: Europa asumió que Rusia aceptaría un orden de posguerra fría donde su estatus de gran potencia era ignorado. Por ejemplo:

• La UE promovió acuerdos de asociación con Ucrania sin mostrar demasiada sensibilidad hacia Moscú.

• Se menospreció el trauma ruso por la ampliación de la OTAN: en 1999, la inclusión de Polonia, Hungría y República Checa; en 2004, de los países bálticos (ex URSS). Para Rusia, esto fue una traición a promesas verbales de no expansión. Promesas verbales que ciertamente nunca fueron vertidas a escrito pero que han sido bien documentadas por los servidores de la historia.

c) Diálogo de sordos en seguridad: Rusia propuso en 2008 y 2021 tratados para limitar la OTAN, pero lo hizo en términos maximalistas. Europa, en cambio, nunca articuló una visión de seguridad inclusiva: el intento de asociación con Rusia en los 2000 fue retórico, sin abordar sus preocupaciones estratégicas.

Rusia: la trampa del imperialismo nostálgico

El Kremlin, por su parte, cayó en una espiral de autoengaño geopolítico. Al interpretar la expansión de la OTAN y la UE como una amenaza existencial —y no como una respuesta a las demandas de seguridad de sus vecinos—, Vladimir Putin consolidó una narrativa de victimización que justificó la militarización de su política exterior.

Pero su error fue doble: primero, subestimar la resistencia ucraniana y la cohesión occidental, apostando a que una guerra relámpago fracturaría a la OTAN y legitimaría un nuevo «Yalta» sin costos; segundo, creer que el poder se ejerce solo mediante coacción, descartando que la erosión de su influencia en Eurasia era, en parte, resultado de su propio autoritarismo y de su incapacidad para ofrecer un modelo atractivo más allá de los subsidios y las amenazas.

La obsesión por restaurar un orden jerárquico postsoviético, donde Ucrania careciera de agencia, llevó a Moscú a un callejón sin salida: en lugar de contener a Occidente, aceleró la expansión de la OTAN (con las solicitudes de Finlandia y Suecia) y convirtió a Ucrania en un símbolo global de resistencia anticolonial. 

Estados Unidos: entre el unipolarismo y la retirada

La política estadounidense hacia la región osciló entre dos extremos dañinos. En la década de 1990 y 2000, Washington promovió la ampliación de la OTAN sin definir un marco de seguridad integral para Europa —incluyendo a Rusia—, alimentando resentimientos que Putin instrumentalizó.

La Administración Obama, con su “reset” fallido, subordinó Ucrania a una agenda de distensión bilateral, mientras la de Trump en su primer mandato socavó la credibilidad de la OTAN al cuestionar su valor, no sin la ayuda de sus socios, por lo general incumplidores de sus obligaciones económicas.

Biden, aunque reconstruyó la cohesión transatlántica, mantuvo un enfoque reactivo: priorizó contener a Rusia sin abordar las raíces del conflicto y sin integrar plenamente a Europa en la toma de decisiones.

Además, la mirada estratégica de EE.UU. hacia Asia-Pacífico y su retirada relativa de Europa han ido dejando a la UE ante una disyuntiva muy difícil: asumir responsabilidades de seguridad para las que no está preparada o depender de una potencia aliada cuyas prioridades se desplazan hacia China. 

Hacia un nuevo contrato estratégico: más allá de la dicotomía confrontación/apego

Estos errores cruzados revelan una verdad incómoda: el orden posterior a 1991 fracasó porque se construyó sobre exclusiones mutuas. Europa asumió que Rusia se “europeizaría” sin concederle un lugar equitativo en la arquitectura de seguridad; Rusia pretendió imponer su esfera de influencia negando la soberanía de sus vecinos; y EE.UU. fluctuó entre hegemonía y retirada sin empoderar a la UE como socio estratégico maduro. 

La nueva política europea debe partir de esta lección: ni la contención pura ni el diálogo ingenuo funcionarán. El desafío es construir una estrategia de poder resiliente —una mezcla de disuasión militar creíble (con inversión en capacidades de defensa integradas), diplomacia preventiva con Moscú (incluyendo temas espinosos como control de armas o zonas desmilitarizadas), y una autonomía energética y tecnológica que reduzca vulnerabilidades.

Pero, sobre todo, Europa debe liderar la creación de foros de seguridad regional que incluyan a actores no alineados (v.gr Turquía) y aborden conflictos congelados (Transnistria, el Cáucaso), reconociendo que la estabilidad en el Este depende de un equilibrio de intereses, no de victorias unilaterales. 

La alternativa es clara: repetir los errores del pasado conducirá a nuevas guerras de desgaste; innovar, en cambio, podría convertir a Europa en un puente —no en un peón— en el tablero multipolar.

La lección no es elegir entre «culpa rusa» o «ceguera occidental», sino reconocer que la estabilidad requiere equilibrar disuasión con diplomacia, y entender que Moscú ve la política de poder en términos de suma cero.

Europa debe actuar en consecuencia: sin ilusiones, pero sin cerrar puertas a una coexistencia futura basada en realidades, no en ideologías.

Esa coexistencia, razonable, es fundamental para garantizar la estabilidad de la región, así como su prosperidad.

Con todo, si bien los mencionados errores de enfoque en política exterior han debilitado la posición europea en la geopolítica global, su conexión con los graves problemas internos que viene padeciendo la Unión es indudable.

Poner en orden la casa de la Unión Europea

Por ello, la construcción de una política exterior europea en los términos propuestos requerirá, ante todo, poner en orden la casa.

La Unión Europea enfrenta hoy una crisis de sostenibilidad que no es fruto del azar, sino de décadas de políticas erróneas que han debilitado sus cimientos. Lo que en su origen fue concebido como un proyecto de integración y prosperidad se ha convertido en una estructura cada vez más rígida, burocratizada y alejada de las necesidades reales de sus ciudadanos.

Para que el bloque pueda recuperar su credibilidad y proyectar una política exterior sólida y ordenada, primero debe corregir sus profundas deficiencias internas. 

Uno de los principales problemas que aquejan a la UE es su grave déficit democrático. Las decisiones fundamentales a menudo son tomadas por organismos alejados del control ciudadano, generando una sensación de desconexión entre las instituciones europeas y la población.

Esta falta de transparencia y representatividad alimenta el escepticismo y el descontento, debilitando el respaldo popular al proyecto europeo. 

A esto se suma la ineficiencia de una burocracia desmesurada, que ralentiza cualquier proceso y ahoga la agilidad que exige el mundo contemporáneo. Mientras otras potencias avanzan con rapidez en la toma de decisiones, la UE se enreda en debates interminables y normativas excesivas que obstaculizan su capacidad de reacción ante desafíos globales. 

«La Unión Europea enfrenta hoy una crisis de sostenibilidad que no es fruto del azar, sino de décadas de políticas erróneas que han debilitado sus cimientos. Lo que en su origen fue concebido como un proyecto de integración y prosperidad se ha convertido en una estructura cada vez más rígida, burocratizada y alejada de las necesidades reales de sus ciudadanos»

Las políticas migratorias son otro ejemplo de la errática dirección que ha tomado la Unión. En lugar de un enfoque claro y pragmático, se ha oscilado entre la permisividad descontrolada y los intentos fallidos de contención.

La falta de coordinación entre los Estados miembros ha agravado el problema, generando tensiones internas y un caldo de cultivo para el auge de movimientos populistas. 

En el ámbito energético, la UE ha cometido errores estratégicos que han comprometido su seguridad y competitividad. Durante años, se apostó por una transición energética acelerada y desordenada sin garantizar alternativas viables ni independencia de suministros.

La crisis energética reciente ha evidenciado la fragilidad de esta política, exponiendo a los ciudadanos y las empresas a precios desorbitados y a una dependencia de actores externos. 

La incapacidad de fomentar de manera efectiva la creación de riqueza es otra de las grandes fallas de la Unión Europea, donde el keynesianismo parece ser el capítulo preponderante del manual.

En lugar de facilitar la innovación y el emprendimiento, las regulaciones excesivas y la alta carga fiscal han ahuyentado inversiones y dificultado el crecimiento económico. Sin una política económica que priorice la generación de empleo, el desarrollo empresarial y la desregulación, la UE seguirá perdiendo competitividad frente a otras regiones del mundo. 

Por último, la lentitud de los procesos de toma de decisiones sigue siendo un obstáculo insalvable para cualquier avance significativo. En un mundo que exige rapidez y adaptación, la Unión Europea enfrenta el desafío de superar su inercia burocrática para no perder oportunidades y mantener su influencia global.

Si la UE aspira a proyectar una política exterior ordenada y creíble, primero debe acometer reformas profundas en su estructura interna.

La democracia debe fortalecerse, la burocracia reducirse, la migración gestionarse con criterio, la energía garantizarse con pragmatismo y la economía orientarse hacia el crecimiento real. Solo entonces podrá recuperar su capacidad de liderazgo y convertirse en un actor global respetado y eficiente. 

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