Manuel Marchena, magistrado de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, acaba de publicar un libro en el que identifica las amenazas y los retos a los que está haciendo frente la justicia. Sobre estas líneas, en una foto tomada el pasado 14 de mayo en el Ateneo madrileño. Foto: Carlos Berbell/Confilegal.
En su libro «La Justicia amenazada», Marchena aboga por prohibir a partidos y sindicatos ejercer la acción popular
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19/5/2025 00:45
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Actualizado: 19/5/2025 21:43
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Manuel Marchena, magistrado de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, acaba de publicar con Espasa un nuevo libro titulado «La Justicia amenazada. Retos del derecho en una sociedad en conflicto» en el que explica las claves para entender el sistema jurídico español y los desafíos que enfrenta. Y sus soluciones, en los casos en los que lo ve claro.
Todo en un lenguaje divulgativo y asequible que adolece, en general, de los nombres y los casos que ocupan los titulares día sí día no como Carles Puigdemont o Álvaro García Ortiz, por citar dos evidentes.
Una de los temas que aborda y en los que se muestra más claro es el de la reforma de la acusación popular. El expresidente de la Sala Segunda del Supremo recuerda que sobre esto, España, en esta Europa de la que forma parte, es una excepción.
Porque ningún país del Viejo Continente tiene acusación popular. Una figura «made in Spain», que nació en 1882 en el seno de la Ley de Enjuiciamiento Criminal y fue refrendada en la Constitución de 1978.
«La acción popular en su origen se justificó ante la necesidad de crear un instrumento jurídico al alcance de cualquier ciudadano que quisiera impulsar el castigo a aquel a quien considera autor de un delito y, lo que es más importante, hacerlo aunque el fiscal rechace investigar el hecho o acusar a quien se va sentar en el banquillo», recuerda Marchena.
Para añadir: «La necesidad de una reforma legal que ponga límites al ejercicio de la acción popular no es discutida prácticamente por nadie«. Y subrayar después que «cualquiera de las reformas pasaría, a mi juicio, por una prohibición absoluta de que los partidos políticos y los sindicatos puedan ejercer la acción popular«.
A juicio del autor, el activismo político y sindical tienen su propio escenario: el parlamento y la empresa. «Esa prohibición a formaciones políticas y sindicatos tendría que ser incondicional y sin matices».
El magistrado tiene muy presente que, en muchas ocasiones, unos y otros obtienen en los tribunales de justicia el altavoz que les falta en el Congreso de los Diputados.
TAMBIÉN ASOCIACIONES QUE SE MUEVEN POR MOTIVOS ESPURIOS
Su foco no solo se concentra en los partidos y sindicatos. Tampoco olvida a asociaciones que bajo el aparente interés por lograr la investigación y el enjuiciamiento de un hecho delictivo, abrigan «motivos espurios difícilmente confesables».
Por eso está a favor de elaborar un limitado catálogo de delitos «en los que la acción popular encontrara su campo natural de juego». Delitos concebidos para «proteger intereses colectivos o difusos, esos intereses en los que no hay un titular predefinido y excluyente porque todos estamos interesados en su conservación».
Delitos como los cometidos «por funcionarios públicos –principalmente malversación y cohecho–, los delitos contra el medio ambiente y la ordenación del territorio, los delitos contra las instituciones del Estado, la financiación ilegal de los partidos políticos y el terrorismo«.
Porque es en este ámbito donde la «tentación inhibitoria del Ministerio Fiscal puede ser más intensa».
«Acabar con los profesionales de la acción popular ha de constituir una prioridad legislativa. El proceso penal se aparta de sus principios legitimadores cuando se convierte en un espacio fácil para la intimidación o el chantaje».
Y precisa: «Lo que resulta indispensable en una hipotética reforma es exigir legalmente a esas asociaciones una conexión material con lo que constituye el objeto del proceso».
Si se enjucia un desastre ecológico, «bienvenida sea una asociación para la defensa del medio ambiente». Si se cuestiona la existencia de un delito contra el orden urbanístico, «bienvenida sea una asociación para la defensa del paisaje». Y si es blanqueo de capitales, «la presencia de una asociación para la defensa de la transparencia en las finanzas podría estar más que justificada».
En este sentido, Marchena se muestra contundente contra aquellos que hacen uso de la acción popular por otros intereses que no sean defender los intereses generales: «Acabar con los profesionales de la acción popular ha de constituir una prioridad legislativa. El proceso penal se aparta de sus principios legitimadores cuando se convierte en un espacio fácil para la intimidación o el chantaje».
MARCHENA ACLARA QUE LA DEPENDENCIA JERARQUICA ES UNA SEÑA DE IDENTIDAD DE LA FISCALÍA
Manuel Marchena ha estructurado su libro en 12 capítulos en los que, ademas de abordar la acción popular, también habla de la inmunidad y el aforamiento de la clase política, de lo que otros han definido como la «pena de banquillo», de la violencia sobre la mujer, el delito de odio, la prisión preventiva, el tribunal del jurado, la prisión permanente revisable, la inteligencia artificial, el Consejo General del Poder Judicial y el Ministerio Fiscal.
Precisamente abre su libro, a porta gayola, con esta temática con un título muy sugerente: «¿De quién depende el Fiscal? Pues ya está». Fue una frase que pronunció el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, el 6 de noviembre de 2019 en una entrevista que el periodista Íñigo Alfonso le hizo en el programa Las Mañanas de RNE.
Sánchez respondió así a la pregunta que le planteaba Alfonso sobre cómo iba a garantizar que el prófugo Carles Puigdemont, expresidente de la Generalitat de Cataluña, fuera juzgado en España.
Al decir que la Fiscalía depende del Gobierno, sugirió que su Ejecutivo podría influir en el proceso para traer a Puigdemont de vuelta al país. Lo que generó una gran polémica porque se interpretaron como una inferencia del poder ejecutivo en la autonomía del Ministerio Fiscal.
«Cuando los controles jurisdiccional e intraorgánico den repetidas muestras de distanciamiento de esas fuentes de legitimación, el fiscal general deberá entender el mensaje de que no todo vale para imponer su agradecido criterio en defensa de los intereses gubernamentales».
Marchena, en este sentido, recuerda que la dependencia jerárquica constituye una de las piezas definitorias del esquema de organización del Ministerio Público.
Pero aclara que esa jerarquía no implica que la Fiscalía dependa del Gobierno, sino del fiscal general del Estado. Su función es garantizar que todos los fiscales actúen de forma coherente al interpretar la ley.
Esa autoridad solo es legítima cuando se basa en criterios jurídicos sólidos, no en devolver favores por haber sido nombrado, ya que un fiscal no debe actuar como si fuera una extensión del poder ejecutivo.
«Esa dependencia jerárquica únicamente se legitima cuando el criterio que se impone es el que dicta el rigor jurídico y no la gratitud por el nombramiento de un cargo que no puede ejercerse, como lo haría un apéndice togado del poder ejecutivo», opina.
Los principios constitucionales, dice Marchena –que fue fiscal también–, deben estar siempre presentes. «Cuando los controles jurisdiccional e intraorgánico den repetidas muestras de distanciamiento de esas fuentes de legitimación, el fiscal general deberá entender el mensaje de que no todo vale para imponer su agradecido criterio en defensa de los intereses gubernamentales».
«El sucesor de figuras históricas como Melchor de Malcanaz, Eugenio Silvela, Joaquín Francisco Pacheco, Sánchez Román, Covián y Junto o Galo Ponte, por citar solo algunos fiscales generales –todo hay que decirlo, tampoco ellos se vieron aliviados de la controversia política–, no puede construir conscientemente a la erosión del Ministerio Fiscal, un órgano constitucional que debería siempre estar al servicio de la defensa de los intereses generales», concluye este capítulo.
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