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Principales discrepancias entre el derecho a la información y el derecho al honor

Principales discrepancias entre el derecho a la información y el derecho al honor
Javier Junceda, jurista y escritor presenta su nuevo libro en Madrid el próximo miércoles.
29/9/2017 05:58
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Actualizado: 28/9/2017 23:38
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Las distintas construcciones jurídicas que se ocupan de este delicado asunto acostumbran a vincular al honor con sentimientos valoración personal que pueden resultar afectados por manifestaciones que proyecten una imagen peyorativa de alguien. Como es evidente, una noción así siempre es de complicado juego en el mundo del derecho, toda vez que la apreciación como lesivo al honor de determinado hecho dependerá en buena medida de la que puedan realizar los sujetos afectados.

Con todo, dichas corrientes apuntan al honor merecido -nunca al derivado de una autoestima excesiva o aparente-, al que en ocasiones se suman otros elementos como el libre desarrollo de la personalidad o la igualdad, conceptos jurídicos indeterminados de notable abstracción. Sobre la dignidad, igualmente se detectan en este terreno problemas aplicativos de enjundia, al tratarse también de un concepto noción cambiante y relativo. Lo que hoy atenta a la dignidad no lo hacía hace unos pocos y viceversa, como quiera que los usos sociales mudan con inusual celeridad.

Las primeras discrepancias en esta materia se resolvieron acudiendo a la exigencia de un específico elemento subjetivo, el animus iniurandi, desplazado por el ánimo informativo o de expresión crítica. De esta manera, nuestros tribunales hacían descansar el fiel de la balanza en la intención real del sujeto que realiza el hecho concreto consistente en difundir expresiones que pueden afectar al honor de alguien.

Con el paso del tiempo, esta doctrina constitucional se ha venido perfilando abandonando dicho criterio intencional, situando la cuestión en la mutua delimitación del contenido de los dos derechos que colisionan (S.T.C. 127/2004 o de 39/2005, entre otras).

Si en la década de los ochenta del siglo pasado el criterio jurisprudencial se inclinaba a considerar preferente el derecho al honor frente a la libertad de expresión e información (S.T.S. de 2 de junio de 1986 o de 1 de diciembre de 1986), el Tribunal Constitucional mantuvo durante esos mismos años la tesis inversa, dándole posición preferente a la libertad de expresión frente al derecho al honor (S.T.C. 104/1986).

En la actualidad, sin embargo, la matización de estas tesis ha venido a otorgar igual rango a los dos derechos, sin posiciones jerárquicas enfrentadas ex ante, lo que se traduce en un notable casuismo, a resolverse ex post atendiendo a infinidad de situaciones que se pueden generar, de modo que en determinados casos primará el derecho al honor y en otros la libertad de expresión.

Esto tampoco equivale a abandonar del todo la posición preferente de la libertad de expresión en nuestro derecho, sino tan solo limitarla a aquellos casos en los que entre en juego su doble valor, que no es absoluto aunque sea básico en democracia como garantía de una necesaria opinión pública, sino que solamente podrá legitimar las intromisiones en el derecho al honor -también un derecho fundamental-, cuando guarden congruencia con esa alta finalidad en nuestro ordenamiento (S.T.C. 171/1990, 85/1992). Con todo, bien se apreciará que la situación actual en esta materia no necesariamente asegura una unívoca respuesta en derecho, menoscabando la necesaria seguridad jurídica que sería deseable.

En relación con el interés social de la información, la jurisprudencia constitucional ha subrayado que, dado el alto valor de la libertad de expresión como garantía de otros derechos, deberá primar cuando tenga por objeto formar la opinión pública en asuntos de Estado, de la comunidad social de que se trate o de interés público en general (S.T.C. 123/1993 o de 22 de julio de 2015). Por contra, primará el derecho al honor cuando hablemos de la esfera íntima del sujeto o de acciones privadas sin interés social.

Sobre este polémico ámbito, se ha proyectado un innumerable rosario de decisiones judiciales en España, en uno u otro sentido, imposibles de resumir aquí. No se ha estimado delictiva, por ejemplo, la acusación de una Ministra a un gobierno autonómico de “no preocuparse por la salud de sus ciudadanos, por la manera de aplicar la ley antitabaco” (A.T.S. de 17 de noviembre de 2006). O vincular en una rueda de prensa a un Alcalde con llamadas a líneas eróticas desde teléfonos públicos (A.T.S. de 17 de marzo de 2009), o la acusación de un Diputado a un Alcalde de estar “vendiendo espacios públicos a amigos” (A.T.S. de 18 de octubre de 2006), o, en fin, las denuncias por corrupción urbanística (A.T.S. de 18 de octubre de 2006).

Sin embargo, se ha estimado delictiva una crítica a una decisión judicial, en la que se tildó a una Magistrada de “parcial e incompetente” y de haberse “lavado escandalosamente las manos” por poseer pruebas y no valorarlas. En este caso, se otorgó especial protección a las decisiones judiciales (S.T.C. de 13 de abril de 2015).

En punto a la veracidad, solamente se ampara el derecho a comunicar información veraz. El honor, en todo caso, solamente podrá verse afectado por afirmaciones objetivamente falsas, no cuando sean susceptible de dudas acerca de su veracidad. Para ello, es suficiente con que el medio difusor haya observado previamente la diligencia debida a la hora de contrastar la veracidad de la información (S.T.C. 29/2009 o A.T.C. 336/2008), no quedando amparadas por la libertad de expresión, en cambio, las informaciones sesgadas que denigran o menoscaban la consideración de una persona bajo la apariencia de hacerse a través de un reportaje neutral (S.T.C. 42/1994 y 139/2007).

A su vez, tratándose de juicios de valor o de ideas u opiniones, nunca de afirmaciones de hechos -y aunque en ocasiones sea harto complicado deslindarlas-, la veracidad debe ser sustituida por la fundamentación del juicio u opinión vertida, de ahí que en este concreto ámbito la libertad de expresión cuente con un margen mucho más amplio que el de la libertad de información (S.T.C. 107/1988, 204/1997), pero nunca sin limitación alguna.

Son, por tanto, lesivas del honor, aquellas opiniones que por su contenido denigrante o por las formas de expresión empleadas entrañan un menoscabo de la dignidad elemental humana y que por ello constituyen ilícitos penales absolutos (S.T.C 41/1999, o 39/2005). A estos efectos, una constante jurisprudencia constitucional española viene insistiendo, con pleno acierto, que “la Constitución no reconoce un pretendido derecho al insulto” (S.T.C. Pleno, de 22 de julio de 2015).

En fin, la lesión al honor se puede también justificar cuando se erija en necesaria o concurra un verdadero conflicto entre dicho derecho y las libertades de expresión e información que no puedan resolverse de otro modo no lesivo. En estos casos, se alude al principio de proporcionalidad o de ponderación de este conflicto (S.T.C. 85/1992),  permitiendo cierto margen de tolerancia de daño al honor y paralela ausencia de reproche legal cuando esas expresiones o informaciones aparecen como necesarias para el ejercicio mismo del derecho a la libre expresión.

En  la  interpretación  de  estos  supuestos  de  acciones ilegales contrarias al derecho al honor, existen no obstante diferencias esenciales al régimen general cuando median autoridades  o  funcionarios  públicos, supuestos en los que la jurisprudencia viene considerando que debe hacerse,  en  cada  caso, juicios ponderativos  acerca  de  si  las  imputaciones  que  se  realizan configuran  los delitos contra el honor, atentando  gravemente  contra la dignidad de  quien  recibe  dichas  imputaciones  o  afirmaciones  difamatorias  (art  18  CE),  o  si  por  el  contrario  tal  derecho  fundamental  debe  sucumbir  ante  el también  derecho  fundamental  recogido  en el  art.  20.1  d)  CE,  por el que  se  ampara  el  derecho  de  comunicar  y  recibir  libremente  información  veraz  por  cualquier medio de difusión.

A lo largo de los años, he tenido que atender como letrado a muy distintas personalidades aquejadas por noticias o informaciones que les afectaban en su dignidad personal. En todos esos casos la misma puesta en funcionamiento de los procesos judiciales ha supuesto a los afectados adicionales quebrantos a los derivados del atentado a su honor. Alguno de ellos me llegó a confesar que esa tramitación, en la que el foco mediático seguía deteniéndose, le provocaba tantos daños como las expresiones denigratorias que había sufrido.

La idea de calumnia que algo queda, en determinadas sociedades, convierte a estas conductas en difícilmente reparables, además de que, como un cliente me confesó, “la gente no conoce toda la película, y se queda con la idea superficial de que alguien ha dicho algo que puede ser verdad y que ha precisado su esclarecimiento nada menos que de un juicio, luego es que algo ha habido ahí oscuro”.

Los dos modelos polarizados que en estas cuestiones contempla el panorama jurídico internacional -el estadounidense permisivo de cualquier intromisión en el honor e incluso de la difusión del odio, y el europeo tendente a castigar aquellos comportamientos límite que abusan de la información y la expresión para propagar ideas lesivas de la dignidad humana, personal y colectiva-, conducen en realidad a la autorregulación del sector periodístico, que es el que debe llevar a cabo en cada caso concreto ese delicado juego de pesos y contrapesos entre lo que sea de interés general, lo que sea razonablemente veraz, y lo que afecta o puede afectar al honor de las personas.

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