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Opinión | Hacia un derecho de defensa riguroso y entendible
01/3/2024 06:31
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Actualizado: 22/8/2024 00:10
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Se tramita estos días en el Congreso el Proyecto de Ley Orgánica del Derecho de Defensa. Pese a su parca regulación, remarca lo que más interesa para el ejercicio de la abogacía.
Y es de agradecer que no se extienda innecesariamente en su exposición de motivos, como nos tiene acostumbrados el legislador. Aquí al menos se va al grano, dejando de lado soflamas, monsergas y alharacas.
Me han llamado la atención, sin embargo, un par de detalles.
El primero se recoge en el artículo 3.6, cuyo tenor es el siguiente: “El ejercicio del derecho de defensa estará sujeto al procedimiento legalmente establecido. Cualquier duda sobre su interpretación y alcance se resolverá del modo más favorable al ejercicio del derecho”.
Hasta ahora conocíamos la doctrina legal que desarrollaba el artículo 24 de la Constitución, conforme a la cual los interrogantes surgidos en la exégesis de cualquier norma procesal debían inclinar la balanza hacia el ejercicio efectivo por el litigante de su derecho a la acción, facilitando la obtención de una respuesta sobre el fondo de sus pretensiones, conforme a los clásicos principios «pro actione» o «favor actionis».
Pero también se nos había explicado que el adecuado juego de estos criterios no siempre debía suponer que hubiera de estarse al sentido más favorable a la acción de entre todos los posibles en las normas que la regulan, porque el orden público procesal merece el debido respeto por las partes, lo que no permite ser soslayado.
Pensemos, por ejemplo, en las causas de inadmisión que, aunque no siempre sean concluyentes, haberlas haylas.
«Lo que habría que hacer, llegado el caso, es confeccionar un resumen en términos entendibles por el destinatario de las concretas consecuencias que para él tendrán esas comunicaciones procesales, porque alguien lego en derecho, cuando recibe estas cosas, en ocasiones no sabe a ciencia cierta si tiene que ingresar en prisión o le ha tocado la lotería»
Con arreglo a la dicción arriba entrecomillada, tendrían a partir de ahora que ser necesariamente descartadas, por más que ya supiéramos que su apreciación en determinados órdenes, como el contencioso, es de interpretación restrictiva.
Me parece que una mejora técnica del artículo podría enfatizar un poco mejor su primer apartado, remarcando la ineludible sujeción a las reglas procesales para el ejercicio del derecho de defensa.
Y matizando en el segundo que las dudas sobre su alcance se resolverán de forma más favorable al ejercicio de la acción, pero solo cuando se trate de cuestiones verdaderamente controvertidas o polémicas, nunca aquellas ya resueltas de forma pacífica o unánime por nuestro ordenamiento.
Pienso que la referencia a “cualquier duda” podría comprometer o llegar a vaciar el contenido regulatorio del primer inciso del precepto.
DERECHO A ENTENDER
Otro de los artículos del Proyecto, el número 9 -bajo la rúbrica “Derecho a un lenguaje claro en los actos, resoluciones y comunicaciones procesales”-, tiene sumo interés al imponer a jueces y magistrados el uso de expresiones comprensibles por el justiciable en los interrogatorios y declaraciones, pero tal vez debiera extenderse tal mandato al resto de operadores jurídicos, como abogados, letrados de la Administración de Justicia o fiscales, que no figuran en el texto.
Con todo, se me antoja un desiderátum conjugar el empleo de un adecuado lenguaje jurídico-técnico para garantizar la precisión y calidad de las resoluciones judiciales con las exigencias de que estas se redacten en términos sencillos y accesibles universalmente, como confía con cierta dosis de candidez este precepto.
«Obligar a redactar en román paladino providencias, decretos, autos, sentencias, y las restantes piezas procesales, se me aventura un tanto excesivo: hágase al final del procedimiento judicial una sinopsis descifrable por cualquiera de las razones por las que ha ganado o perdido el pleito, y asunto arreglado»
Más bien lo que habría que hacer, llegado el caso, es confeccionar un resumen en términos entendibles por el destinatario de las concretas consecuencias que para él tendrán esas comunicaciones procesales, porque alguien lego en derecho, cuando recibe estas cosas, en ocasiones no sabe a ciencia cierta si tiene que ingresar en prisión o le ha tocado la lotería.
Obligar a redactar en román paladino providencias, decretos, autos, sentencias, y las restantes piezas procesales, se me aventura un tanto excesivo: hágase al final del procedimiento judicial una sinopsis descifrable por cualquiera de las razones por las que ha ganado o perdido el pleito, y asunto arreglado.
La otra alternativa prevista en el Proyecto pasa por meterse en unos berenjenales de cuidado.
Y por devaluar, de paso, los atributos de cualquier buena decisión judicial, que debe perseguir la mejor aplicación técnica del derecho para lograr de ese modo un justicia plena, apoyándose en unos enunciados o un “tecnolecto” que toda la vida ha servido precisamente para eso, y nunca buscando otros objetivos de cara a la galería, por muy políticamente correctos que sean.
Detrás de cada término jurídico, como es natural, se esconde un significado técnico de suma trascendencia cuya traslación al lenguaje popular no siempre resulta factible ni tan siquiera intentable.
Si exigimos legalmente eso en el mundo del derecho, no tardaremos en pretender que el neurocirujano traduzca los intríngulis de una sofisticada operación a la lengua de la calle, cuando basta con que nos informe que ha todo salido bien o que nos explique por qué no ha sido así en términos que sepamos entender.
Lo que se aparte de ese razonable esquema tiene para mi algo de brindis al sol.
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