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Por mucho que se repita una mentira eso no la convierte en verdad: Sobre la Transición y el Rey Emérito

Por mucho que se repita una mentira eso no la convierte en verdad: Sobre la Transición y el Rey Emérito
El Rey Emérito, don Juan Carlos de Borbón, sobre el que versa esta columna de Carlos Berbell. Foto: EP.
28/7/2020 06:50
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Actualizado: 27/7/2020 21:45
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Llevo tiempo siendo testigo de cómo algunos compañeros y compañeras de profesión vienen diciendo, en algunas tertulias televisivas de mañana, tarde y noche, cosas como que la Transición fue poco menos que un paripé, un acuerdo entre las élites políticas de aquel entonces para que todo siguiera como estaba. Sin que nada cambiara.

Y que el gran muñidor de ese acuerdo, que se fraguó en nuestra actual Constitución, fue el Rey Juan Carlos I, que con su aprobación mediante el referéndum del 6 de diciembre de 1978, consiguió «imponer» la monarquía a un pueblo mayormente republicano.

A todo eso se le denomina ahora con una etiqueta: «el régimen del 78».

Si Joseph Goebbles, el ministro de Propaganda del tercer Reich, autor del conocido principio «una mentira repetida mil veces se convierte en verdad», levantara la cabeza, se sentiría orgulloso. Muy orgulloso, sin duda. 

George Orwell, autor de «1984», también interpretaría dichas opiniones como producto del llamado «Ministerio de la Verdad», que, en su novela tiene el cometido de falsear la historia, reescribiéndola y reinterpretándola, con el fin de engañar y controlar a la ciudadanía.

Esa reinterpretación televisiva de la historia que algunos contertulios y contertulias hacen no es verdad. O es un ejercicio de desinformación y manipulación deliberada, por intereses personales o profesionales o por maldad, o, por el contrario, un ejercicio de osada ignorancia.

Da lo mismo.

Entiendo que es imposible resistirse a darle estopa a un «ángel caído» como el Rey Emérito, que, con el affaire Corinna-Villarejo-65 millones de euros de los árabes, está viviendo sus horas más bajas.

Y de paso repartir también a la institución monárquica, en la persona de su hijo, contribuyendo, eso sí, a elevar las audiencias televisivas de esas cadenas y, de paso, a crear un estado de opinión falso sobre nuestra historia reciente.

Mi familia, vaya por delante la aclaración, no estuvo entre los vencedores de la guerra civil. Mi padre, como soldado del vencido y derrotado Ejército republicano, tuvo que pasarse otros cuatro años «haciendo la mili», como solía decir, en el Ejército nacional vencedor.

Luego vinieron 20 años de miseria, en la que solo pudo haber supervivencia en esta piel de toro. Hasta los años 60, en que España, con el llamado «desarrollismo», comenzó a levantar la cabeza.

Cuando murió el dictador, el 20 de noviembre de 1975, recuerdo que lo único que había en España era aprensión y miedo, principalmente, ante el futuro incierto que teníamos ante nosotros. 

Pero también recuerdo que nadie quería una nueva guerra civil. 

La letra de la canción «Libertad sin ira», del grupo Jarcha, creada como himno de un nuevo periódico que nació el 17 de octubre de 1976, Diario 16, sintetizó en sus seis estrofas y su estribillo lo que los españoles de entonces sentían, por eso fue un bombazo: «Dicen los viejos que no se nos dé rienda suelta, que todos aquí llevamos, la violencia a flor de piel. Pero yo sólo he visto gente muy obediente hasta en la cama. Gente que tan solo pide vivir su vida, sin más mentiras y en paz. Libertad, libertad, sin ira libertad…».

Desde ese miedo se anhelaba la democracia, la estabilidad política, el progreso, vivir mejor…

PUDO HABER CONTINUADO LA DICTADURA

El Rey Juan Carlos I podía haber continuado el régimen dictatorial. Nada ni nadie se lo habría podido impedir.

Hubiera sido un anacronismo, es cierto. Y un callejón sin salida también.

Pero optó por el camino más difícil.

Indujo a ese régimen, encarnado en las Cortes franquistas, a pegarse voluntariamente un tiro en la sien aprobando la Ley para la Reforma Política el 18 de noviembre de 1976.

Nada menos que dos días antes de cumplirse un año de la muerte del dictador.

Su artículo primero decía –es bueno recordarlo–: «La democracia en el Estado español se basa en la supremacía de la Ley, expresión de la voluntad soberanía del pueblo español». 

La «soberanía del pueblo español» era una pieza que jamás había encajado en el puzzle del sistema franquista.

Era un concepto alienígena, pero que indicaba, a las claras, la dirección escogida por el joven Rey al que el dictador había escogido como sucesor suyo.

Un sucesor cuyo objetivo fue, desde el minuto uno de su ascensión a la Jefatura del Estado, desmontar, desde dentro, ese régimen dictatorial y reconvertirlo en un régimen democrático, homologable a las democracias europeas más avanzadas. Y tenía que hacerlo en paz, un objetivo a todas luces logrado.

El Rey Juan Carlos, huelga decirlo, fue tachado, por los seguidores del dictador de traidor, de Judas, de renegado, de indigno y de otros epítetos más malsonantes que cualquiera se puede imaginar. 

Cuatro meses antes, el 4 de agosto de 1976, hizo público un decreto de amnistía política, que abrió las puertas de las cárceles a todos los disidentes que cumplían condena.

A esa Ley para la Reforma Política le siguió un referéndum consiguiente el 15 de diciembre de 1976, en el que se aprobó.

En los meses siguientes se legalizaron todos los partidos políticos, incluyendo el PCE y el 15 de junio del 1977 se celebraron las primeras elecciones generales libres en España.

41 años después de las últimas.

Después vino la elaboración de la Constitución, en la que en su Artículo 1.3 se dice que «La forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria».

Yo, que era joven en aquel entonces, republicano de nacimiento –vine al mundo el 14 de abril– y de convencimiento, y muchos de mi generación, pensamos que era cuestión de tiempo que la Monarquía diera paso a una República.

La fruta no estaba madura, todavía.

EL GOLPE DEL 23-F

Me equivoqué, gratamente. Aquel Borbón, don Juan Carlos, contribuyó a pilotar nuestro país entre las aguas más peligrosas de nuestra historia, como cuando se produjo el golpe del 23-F.

Ese día yo estaba en Las Palmas haciendo el servicio militar. Sentí que volvíamos a estar, otra vez, al borde del abismo. El fantasma de la involución planeó sobre nuestro país.

Los españoles de aquel tiempo llevaremos aquella imagen del Rey Juan Carlos, por televisión, vestido de capitán general, en la madrugada del 24 de febrero, apostando por la democracia: «La Corona, símbolo de la permanencia y unidad de la patria, no puede tolerar en forma alguna acciones o actitudes de personas que pretendan interrumpir por la fuerza el proceso democrático que la Constitución votada por el pueblo español determinó en su día a través de referéndum».

Si el Rey hubiera apoyado el golpe habría triunfado. No me cabe la menor duda.

Pero no lo hizo.

Solo por eso, por devolver la democracia a España, merece nuestro reconocimiento. También por contribuir, con ello, a nuestra entrada en la Comunidad Económica Europea, renombrada como Unión Europea.

Y también por preparar a su sucesor, Felipe VI, que está demostrando –con creces– estar a la altura de lo que sus deberes le demandan. 

Esto es historia de España. Actual, real.

Entiendo que los ciudadanos de este país somos adictos al pim-pam-pum, a destruir a aquellos que ensalzamos en su momento. A menospreciar lo que antes valorábamos como el oro.

Está en nuestra naturaleza. Ahora le toca al Rey Emérito.

Es posible que tenga gran parte de culpa por lo que está ocurriendo, no lo niego. Pero eso no invalida su legado, ni mucho menos.

Ni tampoco a su sucesor, como Jefe del Estado, que es precisamente lo que se pretende con ese tipo de afirmaciones falaces y mentirosas de las que hablaba al comienzo de esta columna. 

Al César lo que es del César.

Yo sigo siendo republicano, pero también me considero una persona con sentido común.

Si la monarquía funciona, ¿para qué vamos a cambiarla? ¿Que se necesitan reformas constitucionales?, sin duda.

Pero es estúpido pretender tirar un edificio porque no te gusta su disposición interna, como se plantea con esas opiniones sin conocimiento histórico que se vierten por la pequeña pantalla.

Los romanos, cuando analizaban este tipo de situaciones, siempre se hacían la pregunta clásica: «Cui prodest?», ¿a quien beneficia?

La respuesta es más que evidente: a los que no tienen el poder pero lo ansían.

Por eso cuentan esos cuentos por televisión. Porque no son más que cuentos.

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