Firmas
Un siglo de mujeres juristas
Javier Junceda, jurista y escritor, autor de esta columna.
21/4/2021 06:44
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Actualizado: 21/7/2022 14:26
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En unos meses se cumplirá un siglo desde que la primera mujer española terminase sus estudios de derecho.
María Ascensión Chirivella (Valencia, 1893-México 1980) fue, además, la pionera en colegiarse como ejerciente, en 1922, tras beneficiarse de la reforma estatutaria de la abogacía de la época que permitía a la mujer desarrollar su profesión letrada.
Tras Chirivella, seguirían otras, como la malagueña Victoria Kent Siano, incorporada al colegio de Madrid en 1925. No obstante, y pese a la permisividad corporativa, la tendencia a la colegiación de mujeres juristas se haría esperar, en determinadas corporaciones, hasta la mitad de la pasada centuria.
La demora en la recepción de la mujer en los oficios legales, y en particular en la actividad letrada, trae su causa de la Partida III, Título VI, Ley 3ª, que estableció durante tiempo que “ninguna mujer, aunque sea sabedora, no puede ser abogada en juicio por otro; y esto por dos razones; la primera porque no es conveniente ni honesta cosa que la mujer tome oficio de varón estando públicamente envuelta con los hombres para razonar por otro; la segunda, porque antiguamente lo prohibieron los sabios por una mujer que decían Calfurnia, que era sabedora, pero tan desvergonzada y enojaba de tal manera a los jueces con sus voces que no podían con ella. Otrosí viendo que cuando las mujeres pierden la vergüenza es fuerte cosa oírlas y contender con ellas, y tomando escarmiento del mal que sufrieron de las voces de Calfurnia, prohibieron que ninguna mujer pudiese razonar por otra”.
La exclusión de la mujer en el ejercicio de «abogar por otro»
La tal Calfurnia, o Caya Afrania, era la mujer del senador Licinio Bucco, famosa por ejercer con escándalo en Roma el “oficio viril” de abogado.
Valerio Máximo, en sus Hechos y dichos memorables, relata su inclinación permanente a instaurar pleitos, a demandar de forma constante ante el pretor, y a proferir a todas horas “ladridos en el foro a las autoridades judiciales”.
Esta vehemencia de Calfurnia daría lugar a la norma por la que se excluiría a la mujer de la función de “abogar por otro”, para evitar que se mezclasen en causas ajenas, “en contra del pudor propio de su sexo y desempeñando oficios viriles”.
En realidad, ya Ulpiano en el Digesto (D. 50. 17,2) había proclamado con carácter general que “las mujeres están apartadas de todos los oficios civiles o públicos; y, por esto, no pueden ser jueces, ni desempeñar magistraturas, ni abogar, ni dar fianzas, ni ser procuradoras» (D. 50. 17,2), situándolas al mismo nivel que los sordos o ciegos.
Toda esta evolución legal terminaría felizmente hace apenas cien años, con la apertura a la mujer de las profesiones jurídicas, lo que ha supuesto desde entonces aportaciones extraordinarias para el desarrollo del derecho español, sin necesidad de cuotas sino por sus propios méritos y capacidades.
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