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La hipocresía de Ruiz-Gallardón y su inquina hacia las asociaciones judiciales

La hipocresía de Ruiz-Gallardón y su inquina hacia las asociaciones judiciales
El exministro Alberto Ruiz-Gallardón Jiménez culpó a las asociaciones judiciales de la politización de la justicia para justificar que hiciera lo contrario de lo que decía el programa electoral del PP sobre la reforma de la elección de los 12 vocales jueces del CGPJ. Foto: Carlos Berbell/Confilegal.
19/6/2022 06:50
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Actualizado: 19/6/2022 21:05
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Hace tiempo que descubrí que si uno dice las cosas con mucha vehemencia, mostrando una seguridad completa y de un modo medianamente articulado, la gente tiende a pensar que se está diciendo la verdad. Lo vemos todos los días en los que participan en las tertulias de la televisión y también en los políticos.

Alberto Ruiz-Gallardón Jiménez es un maestro en este, llamemos, «arte». Y también en el ejercicio de la hipocresía, y del cinismo. Cuando el pasado viernes comenzó a afirmar que la culpa de la politización de la justicia la tenían las asociaciones judiciales –en el uso de la palabra del acto de cierre del 425 Aniversario del Colegio de la Abogacía de Madrid, en el que participaba con los exministros Juan Fernando López Aguilar, Rafael Catalá y Juan Carlos Campo– no pude dar crédito.

«Es la verdad», afirmó con ese tono de vehemencia tan clásico de él.

«Este sistema actual lo han deslegitimado las asociaciones judiciales. No los partidos políticos. ¿Por qué? Porque durante los años en que las asociaciones judiciales tuvieron la mayoría en el Consejo General del Poder Judicial ocuparon el 80 % de los nombramientos. Las asociaciones judiciales representan al 50 % de la carrera judicial. El otro 50 % no están afiliados», dijo.

«Las asociaciones se convirtieron en un sistema de canalización de intereses de sus asociados. Privilegiando a sus asociados sobre el resto. Lo que permitó a mi Gobierno acabar con ese sistema porque se marginó a la mayoría», añadió.

Es decir, que según Ruiz-Gallardón Jiménez, las asociaciones judiciales son las culpables de la extendida imagen de politización de la justicia actual.

Siento decírselo, señor exministro. Las asociaciones no tienen esa culpa.

Y tampoco su símil es acertado. Porque verá, haciendo cálculos, los partidos políticos españoles suman un total de 1.400.000 afiliados. Lo que supone un 2,9 % de la población, compuesta por 47.000.000 ciudadanos; la soberanía popular. Que elige a los legisladores del Congreso y el Senado.

Es decir, las asociaciones judiciales representan a un 50 % de su electorado frente al 2,9 % de los políticos. Creo yo que eso les confiere un plus de legitimidad mayor que el de usted y sus colegas, ¿no le parece?

LA CULPA ES SUYA Y DE LA CLASE POLÍTICA

La culpa de la politización es suya, de usted, personalmente, y de la clase política a la que pertenece, porque, aunque ahora sea abogado sigue siendo un político. Un político pontificando, dando la impresión de estar de vuelta de todo. Falsamente.

Pero la culpa es particularmente suya, lo repito. Porque pudo contribuir a arreglar el actual estado de cosas y no lo hizo.

Le recuerdo que en diciembre de 2011, cuando usted formó parte del primer Gobierno de Mariano Rajoy, como ministro de Justicia, el programa de su formación, prometía que los 5.500 miembros de la carrera judicial eligirían a sus 12 vocales jueces del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Que se acabaría la elección parlamentaria. Precisamente lo que ahora reclaman las cuatro asociaciones judiciales: La Asociación Profesional de la Magistratura, la Asociación Judicial Francisco de Vitoria, Juezas y Jueces para la Democracia y Foro Judicial Independiente.

«Promoveremos la reforma del sistema de elección de los vocales del Consejo General del Poder Judicial, para que, conforme a la Constitución, doce de sus veinte miembros sean elegidos de entre y por jueces y magistrados de todas las categorías», son las palabras textuales de aquel programa electoral.

Tuvo la oportunidad, tenía el medio y contaba con el motivo. Todo. Si lo hubiera hecho nada más comenzar su mandato, en la renovación del CGPJ de invierno de 2013 no tendríamos este problema que tenemos hoy.

El Grupo Parlamentario Popular contaba en el Congreso con 187 diputados, de un total de 350 (el 50,3 % de los escaños de la Cámara Baja); y en el Senado 136, de 208 (el 65,3 % de los asientos de la Cámara Baja).

Además, usted tenía razones personales también para hacerlo realidad.

Porque su padre, José María Ruiz Gallardón fue el autor del recurso de inconstitucionalidad que, en nombre de 50 diputados del PP, interpuso el 17 de octubre de 1985 contra la Ley Orgánica del Poder Judicial aprobada por la mayoría del PSOE en el Parlamento, y que acabó con esa forma de elección.

Fue uno de los últimos trabajos de José María Ruiz Gallardón, porque falleció al año siguiente, en noviembre de 1986.

Podía haber sido una forma de reivindicar su legado, ¿no? Por lo menos yo lo entiendo así.

Pero no.

Lo primero que hizo usted, señor Ruiz-Gallardón Jíménez, en enero de 2012, pocos días después de tomar posesión, cuando se entrevistó con el entonces presidente del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo, Carlos Dívar, y con los vocales del momento, fue decir a todos que solo hablaría con el presidente.

Aquel era un Consejo que contaba con vocales como Margarita Robles, actual ministra de Defensa, Gabriela Bravo, consejera de Justicia de la Comunidad Valenciana, Fernando de Rosa, senador por el PP, Manuel Almenar, que después fue presidente de la Asociación Profesional de la Magistratura, Inmaculada Montalbán y Concepción Espejel, ahora magistradas del Tribunal Constitucional, Almudena Lastra, actual fiscal superior de Madrid, Antonio Dorado, exsecretario general de la Administración de Justicia, Félix Azón, exdirector general de la Guardia Civil, y muchos otros que, después, han ocupado puestos de gran relevancia.

No eran, en absoluto, unos «mindundis».

Lo que decía Luis Herrero de José Luis Rodríguez Zapatero de que «mucho talante, mucho talante, por detrás y poder delante», se le puede aplicar a usted también en lo que al CGPJ se refiere.

Porque los ninguneó a todos. No es una opinión. Es un hecho.

¿Fue influencia de su entonces secretario de Estado, Fernando Román –hoy magistrado de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo–, siempre refractario a las asociaciones, incluso desde su anterior puesto de jefe de Gabinete del Tribunal Supremo de donde usted lo fichó? Su enemistad con algunos de los vocales de ese Consejo era patente.

Usted y él lo sabrán.

Supongo que cuando estalló el escándalo del presidente Dívar, por sus viajes a Marbella, y se puso en tela de juicio la honradez de «su contraparte» en el órgano de gobierno de los jueces usted lo llevó mal.

Ya sé que el Tribunal de Cuentas después eximió de culpa a Dívar. Y que no fueron 30.000 euros del erario público los que se gastó sino 2.500 euros. Y que los pagó después, euro a euro, de su propio bolsillo.

Pero en aquel momento pintaban bastos para Dívar, que no quiso abonarlos. Porque pensaba que no había hecho nada malo.

El diario El País le estuvo dando a Dívar un dio sí y otro también con continuas portadas que le acusaban de corrupción. Un tiempo, recordémoslo, en el que su jefe, Mariano Rajoy, estaba lidiando con Bruselas, con los hombres de negro y con la amenaza cierta de vernos intervenidos.

Usted quería que le aseguraran, desde el CGPJ, que Dívar, en ningún caso, iba a verse ante una moción de censura por parte de los vocales y que no tendría que dejar la Presidencia del Consejo.

España se jugaba mucho en esos momentos. Porque eso daría una mala imagen ante la Unión Europea.

Su secretario de Estado, Fernando Román, le aseguró que se encargaría de que los vocales siguieran sus indicaciones.

Pero los vocales no fueron «obedientes».

Dívar, «su interlocutor» directo, no les dio las explicaciones que se esperaban de sus viajes a sus compañeros del Consejo. Esos con los que usted no quiso hablar porque consideraba que no estaban a su nivel.

A su altura.

Al final, Dívar presentó la dimisión. Y fue sustituido por Gonzalo Moliner.

¿RIDÍCULO ANTE RAJOY?

Supongo, porque es lo lógico, que cuando le aseguraron que no se iba a forzar la dimisión de Dívar, usted, a su vez, se lo contaría a Rajoy, porque era lo que le correspondía.

Me puedo imaginar el ridículo que debió sentir. Un ridículo de esos que duelen y que se recuerdan hasta la tumba. A los que la memoria acude en los momentos más inesperados para torturarle con su recuerdo.

Un ridículo personal inmenso, gitantesto. Y una irritación insoportable. ¿Quienes se creen estos que son?, seguro que pensó.

Digo que seguro que lo pensó porque usted siempre hace todo a lo grande.

Lo hizo cuando fue alcalde de Madrid y cuando fue presidente de la Comunidad de Madrid. De aquel tiempo se acuñó el mote de «Ruiz Faraón». Lo digo sin ánimo de ofender, que conste.

Su venganza fue la de, no solo abandonar la promesa de devolver a la carrera judicial la elección de sus doce vocales, por votación secreta y directa, como había prometido –vuelvo a repetir– el PP en las elecciones de 2011, sino de destruir el sistema de elección que había venido rigiendo hasta ese momento.

El del artículo 122 de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ). ¿Se acuerda?

La carrera judicial elegía 36 candidatos a vocales, propuestos por las asociaciones y por los propios miembros de la carrera, y ustedes, en el Parlamento, elegían a 12; 6 por el Congreso y 6 por el senado.

Usted destruyó aquello modificando esa Ley y dejándola como en 1985. Barra libre para que el PP y el PSOE se repartieran en 2013 los 12 vocales jueces, como había venido ocurriendo desde hacía 28 años, pero sin los condicionamientos que había.

Hizo lo contrario de lo que decía el programa electoral del PP. Perdone que me ponga tan pesado, pero es que quiero que quede muy, muy claro para el lector.

Se fue 180 grados en dirección contraria.

Ya sé que en el IE Law School dijo que su intención era que los nuevos vocales fueran elegidos conforme a los «exclusivos criterios de mérito y capacidad de los candidatos». Así figura en el preámbulo de aquella Ley de 2013 que reformaba la LOPJ, lo he podido comprobar.

Y que los que estaban en el auditorio le aplaudieron.

¡Cómo no le iban a aplaudir! Usted es bueno en eso de enardecer a las masas con una cierta dosis de demogogia.

Los que le escuchaban no sabían esto que estoy contando. Si lo hubieran sabido se habría encontrado con un silencio sepulcral. Es posible que algunos se hubieran marchado. Yo estuve tentado de hacerlo.

Usted y los que conocemos este cotarro sabe que no dijo la verdad. Dijo «su versión» de la verdad.

A usted nunca le han gustado las asociaciones judiciales, digámoslo claro.

Sin tapujos.

Deberían fusionarse todas en una, como planteó a los líderes de las asociaciones en una ocasión su amigo Carlos Lesmes, al que eligió para presidir el actual CGPJ y Tribunal Supremo, tres años y medio caducado.

O desaparecer, simplemente.

Porque son muy molestas [hay que leer las tres últimas palabras rememorando su tono de voz para coger el sentido pleno]. Porque defienden los derechos de sus afiliados. Como hacen ustedes en los partidos políticos, por otra parte.

De la misma forma. El problema es que usted no podía controlarlas. No hacían lo que usted mandaba.

Ni con el palo y la zanahoria, que es lo que entienden las asociaciones de jueces, ¿no?

Más palo que zanahoria, para ser más precisos.

Su particular venganza contra ese Consejo, que forzó la salida del presidente Dívar también se tradujo, de su mano, en la reforma de un CGPJ de naturaleza colegial en uno presidencial.

No toca, como diría el exhonorable Jordi Pujol, entrar en ese capítulo ahora, en esta columna. Es mucha tela que cortar. Pero en eso también usted es responsable directo.

De aquellos polvos, señor Ruiz-Gallardón Jiménez, son estos lodos que estamos sufriendo hoy.

Usted tiene gran parte de la culpa de cómo se encuentra hoy el Poder Judicial español. Hecho unos zorros. Por eso su intervención en el IE fue un ejercicio público de hipocresía y de cinismo mayúsculos.

Un escándalo, dicho de otra forma. Y usted lo sabía.

Lo puedo decir más alto, pero no más claro. Es lo que ocurre con la memoria, que pone las cosas y a la gente en su sitio. Como ahora.

¡Bendita memoria!

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