Napoleón Bonaparte, un tímido al que el poder le dio la seguridad que le faltaba con las mujeres
La emperatriz Josefina era 6 años mayor que Napoleón. Su historia es una historia de amor y también de infidelidades mutuas. La detentación del poder transformó a Napoleón en todos los sentidos, en especial en lo que a las mujeres respectaba.

Napoleón Bonaparte, un tímido al que el poder le dio la seguridad que le faltaba con las mujeres

En 1971 tuvo lugar una subasta muy especial en la casa Christie´s de Londres. Una subasta que no encontró comprador por el “objeto” en cuestión: el pene de Napoleón Bonaparte, el emperador francés que ciento cincuenta años antes había muerto envenenado con cianuro en la isla atlántica de Santa Elena.

Sus carceleros británicos le extirparon, entonces, el órgano, que fue sumergido en formol hasta esa fecha.

Napoleón Bonaparte no era un superdotado. La longitud de su miembro viril era tamaño estándar tirando a pequeño. Quizá fue eso lo que llevó a los ingleses a conservarlo:  Para tratar de comprender cómo un hombre con atributos como esos había sido capaz de construir un imperio que subyugó a Europa a principios del siglo XIX. Evidentemente no existía una correlación entre la dimensión de su grandeza como estadista, político y militar con el tamaño de su órgano genital.

El emperador francés fue un hombre muy activo, desde el punto de vista sexual. Sin contar a sus dos esposas, Josefina y María Luisa, Napoleón mantuvo relaciones íntimas, que hayan sido registradas, con cuarenta y una mujeres, de las cuales 24 eran actrices y bailarinas, 12 pertenecían a la alta burguesía, 3 eran esposas de mariscales y dos eran princesas.

Napoleón, sin embargo, no era un don Juan. Antes, al contrario. El corso había sido un joven bastante tímido que se había estrenado como hombre a la edad de 18 años y tres meses con una prostituta de París, cuando era un mero subteniente.

La idea que tenía Napoleón de la mujer se puede resumir en una frase: “La mujer más insigne es la que mayor número de hijos da a la patria”, una versión elegante del famoso refrán español de “la mujer en la casa y con la pata quebrada”.

Pero esto era en genérico. Cuando de lo que se trataba era la mujer en concreto, el gusto del emperador no conocía ni matrimonios ni noviazgos. En este sentido se parecía a Julio Cesar, si bien el romano no discriminaba en la calidad e iba a la cantidad.

Napoleón le fue fiel a Josefina, la cual le llevaba seis años, hasta que empezó su campaña en Egipto y cuando fue plenamente consciente de que su esposa se la había estado pegando no con uno o dos, sino con varios.

Allí, junto al Nilo, la primera mujer en la que fijó sus ojos fue la señoraFourés, esposa de un subteniente del 22 Regimiento de Cazadores a caballo.

Las bellezas locales no le atraían, en especial por su gordura. A Paulina Fourés la encontró, por el contrario, irresistible; su risa era desarmante y su belleza, seductora.

La boca había sido muy bien dibujada por la naturaleza y por entre sus labios asomaban unos dientes blancos, pequeños y perfectos, la antítesis de la dentadura de Josefina.

La señora Fourés “cayó” en una tarde. Para ello, uno de los hombres de Napoleón, el general Dupuy, organizó un almuerzo para un determinado número de oficiales y sus esposas. Paulina Fourés recibió una invitación para ella sola y, tras convencer a su marido de que, seguro que se había producido un malentendido, así acudió.

Todos los comensales, salvo el general Dupuy se vieron sorprendidos cuando, en el momento del café, entró por la puerta Napoleón, aparentando desconocer la reunión. Por supuesto, el general Dupuy le invitó a que les honrara con su presencia tomando un café y Napoleón aceptó.

El general no pronunció una palabra, pero no dejó de mirar abiertamente y con insistencia a Paulina. A los pocos minutos dejó el salón.

El general Junot hizo el resto. Se sentó junto a la señora Fourés, con una taza de café en la mano, dispuesto a mantener una galante conversación, pero “se le cayó” la taza sobre la falda de la mujer.

Junot, pidiéndole excusas, trató de limpiarle la mancha con las servilletas, pero como no lo consiguió, le invitó a que le acompañara a una habitación del piso superior donde, seguramente, encontrarían remedio.

El “remedio” era Bonaparte, que estaba esperándola. 

Paulina Fourés salió de la habitación dos horas más tarde con otra mancha “que si no se veía tanto como la del café, no podía en cambio lavarse tan fácilmente”. 

A partir de aquel día, Paulina Fourés fue la amante pública de Napoleón. Al esposo subteniente lo enviaron de regreso a París, llevando un “importante mensaje” para el Gobierno.

A la izquierda, Paulina Fourès, esposa de un subteniente al que Napoleón mandó a París desde Egipto para poder acostarse con ella sin molestias. A la derecha, Georges Weimer, conocida como «Georges», una actriz increiblemente bella y sensual de la que Napoleón se embelesó de golpe.

El poder, el mejor afrodisiaco

Fracasada la campaña francesa en Egipto, Napoleón regresó secretamente a París, dio un golpe de estado el 18 de Brumario (febrero) de 1799 y se proclamó primer cónsul de la nación.

Imbuido con el manto invisible del poder, su capacidad de seducción sobre el sexo femenino se hizo irresistible. Su intensa mirada las desarmaba. Su porte regio, su forma de hablar y de moverse –aprendidas de un profesor particular–, las anulaba.

Acostarse con el primer cónsul, por muy bajito, cabezón y pálido que fuera era considerado un gran honor.

A Napoleón le gustaban mucho las actrices. Una de ellas fue una cantante de ópera llamada Grassini, a la que había conocido durante su campaña en Italia. En aquel tiempo todavía era fiel a Josefina y, pese a que la Grassini se le había insinuado abiertamente, la dejó pasar. A su llegada a París, sin embargo, no perdió el tiempo y “la hizo llamar” para encamarse con ella a continuación y recuperar el tiempo perdido.

Otra actriz, la Duchesnois, tuvo peor suerte con Napoleón. El primer cónsul la citó en las Tullerías, con la intención de acostarse con ella tras una importante reunión de ministros, pero esta se prolongó. La mujer esperó más de dos horas, antes de decir nada, y cuando lo hizo, el mensaje que le hizo llegar Napoleón fue tajante: “¡Que se desnude!”.

La Duchesnois se quitó toda la ropa, y cubierta con una fina manta, esperó la llegada del todopoderoso, que no llegó. Volvió a esperar un tiempo prudencial antes de hacer que le recordaran a Napoleón que estaba allí.

Y este respondió: “Pues que se vista y se vaya”.

Las preferencias de Napoleón, en materia de actrices, tenía un nombre: Georges Weimer, más conocida como Georges, que acababa de debutar en el proscenio francés.

La Georges era increiblemente bella y sensual. Cumplía todas las condiciones que un amante debía tener, según le contó una vez Napoleón a su hermano Luciano: “Créeme, no es necesario que nuestras mujeres sean bellas. En cuanto a nuestras queridas, es algo muy distinto. Una querida fea es algo monstruoso. Con ello falta a su primer deber, mejor dicho, a su único deber”.

La Georges siempre permaneció en la memoria de Napoleón. Fueron innumerables las veces que el primer cónsul, y después emperador, llamó a la Georges al palacio de las Tullerías. Siendo un hombre muy nervioso, utilizaba el sexo para tranquilizarse.

Una noche, sin embargo, la Georges hizo algo que llenó de vergüenza y la ira de Napoleón. El general se había quedado sin sentido en el curso de un embate amoroso y la actriz, aterrada de que pudiera morirse, llamó al servicio. Uno de los criados, pensando por sí mismo, consideró que lo más apropiado era llamar a Josefina. Y allí se encontraron las dos mujeres, la esposa y la amante, a ambos lados de la cama del gran hombre.

La Georges, en camisón, sosteniendo la cabeza de Napoleón, y Josefina, en bata, haciéndole oler un frasco de sales para devolverle el sentido.

Cuando Napoleón volvió en sí montó en cólera. Josefina se retiró muy discretamente a sus habitaciones y la Georges tuvo que aguantar un chaparrón de improperios que casi le provocan un síncope al primer cónsul.

Napoleón Bonaparte mantenía relaciones estables con varias mujeres al mismo tiempo, al tiempo que las combinaba con otras tantas esporádicas, según fuera la coyuntura. El no debía fidelidad a nadie y nadie podía exigírselo.

Era una máxima no escrita. No era tampoco un superdotado, ni sus gustos tenían que ver con las perversiones del marqués de Sade, coetaneo suyo.

Sus preferencias, al parecer, se ceñían al sota, caballo y rey de su tiempo, que era similar al del nuestro. Eso sí, tenía muy regulado el tiempo que invertía en sus encuentros amorosos: de dos a tres horas.

Otra de sus amantes fue madame Duchatel, de 20 años, esposa de un consejero de Estado y director general de Registros, mucho mayor que ella. Madame Duchatel era menuda, de rostro ovalado, con unos dientes preciosos y un encanto que se hacía irresistible cuando miraba desde sus ojos azules.

Napoleón, a través de su fiel ayuda de cámara, Benjamin Constant, alquiló una casita no muy lejos de las Tullerías para verse en secreto con la joven.

Josefina descubrió el “affaire” y montó una escena. Una más. Napoleón respondió como siempre. Primero, se enfadaba; luego, le pedía perdón, le contaba todo, se reconciliaban. Al día siguiente, estaba de vuelta a las andadas.

Emperador    

Napoleón Bonaparte fue coronado emperador el 18 de mayo de 1804 por el Papa Pío VII en la catedral de Notre Dame y luego el propio Bonaparte coronó emperatriz a Josefina.

Muchas de las mujeres que Napoleón sedujo formaban precisamente parte del séquito de la propia Josefina, como la señorita de Leblanche, cuya función era la de leer libros a la emperatriz.

La señorita Leblanche no era bella, pero sí esbelta y distinguida y su pelo rubio llamaba la atención. Napoleón la hizo suya, pero no por mucho tiempo. Enterada Josefina de la aventura, Bonaparte se la quitó de en medio casándola con un acaudalado hombre de negocios.

Este era un recurso muy utilizado por el emperador.

Pero no todo era tan fácil para Napoleón, a veces se encontraba con sorpresas, como una noche, en la que entró en la habitación de una de las damas de la emperatriz y se encontró con que en la habitación de la mujer había un hombre escondido que segundos antes había estado haciendo el amor a la mujer.

El hombre era su propio edecán que, conminado por el emperador a salir, recogió sus cosas y salió rápidamente de la estancia. Al día siguiente Napoleón no comentó nada.

Una tercera doncella de Josefina con la que se embelesó Napoleón fue una tal Guillebeau, hija de un banquero arruinado y protegida de Hortensia, la hija de Josefina.

Guillebeau, como Leblanche, era lectora de la emperatriz. Al emperador la joven le gustaba muchísimo, pero el asunto duró poco porque el servicio secreto que controlaba la correspondencia de los miembros de la corte descubrió las intenciones ocultas de la madre de Guillebeau.

En las misivas le explicaba a su hija lo que debía de hacer para quedarse embarazada del emperador lo antes posible. La mujer sabía que un hijo de Napoleón podría reportar grandes beneficios a la madre.

Napoleón descubrió, cuando dejó embarazada a la joven de 18 años Leonor Denuelle que el problema de no tener hijos no era suyo sino de Josefina, la emperatriz.

Quien sí lo consiguió fue Leonor Denuelle, una joven de 18 años, de buena familia, ojos negros, alta y esbelta y muy coqueta, divorciada de un oficial del ejército procesado por estafa. Leonor, que estaba en una muy mala situación económico, buscó la protección de una de las hermanas de Napoleón, Carolina, quien se la presentó al emperador recién regresado de Austerlitz, acabando 1806.

A Leonor no le gustaba nada Napoleón y adelantaba el reloj de la estancia de las Tullerías, a fin de que el emperador se marchara antes.

Como consecuencia de aquellos encuentros, Leonor se quedó embarazada y el 13 de diciembre de 1807 dio a luz el primer hijo de Napoleón, al que dio el nombre de León.

El nacimiento del bebé fue muy importante para Bonaparte porque tuvo entonces la certeza de que el problema de la infertilidad no era suyo sino de Josefina

La condesa polaca María Walewska, madre de su segundo hijo, corroboró el “diagnóstico” que le llevaría a repudiar a la emperatriz en 1810, para casarse con María Luisa de Hadsburgo, hija de Francisco I de Austria.

María Walewska fue precisamente uno de los flechazos más fuertes que sufriera Napoleón en toda su existencia.

Esta mujer contaba 18 años y estaba casada con Anastasio Colonna de Walewski, de 60 años, con el que tenía un hijo. Era 1807 y Napoleón se encaminaba hacia Varsovia. Sus hombres tardaron varias semanas en encontrarla.

María Walewska se resistió a Napoleón como pudo. Era una mujer de principios, muy religiosa y patriótica. Pero la presión de su círculo, hasta de su mismo esposo, la empujaron a dar el paso final.

Con la polaca María Walewska Napoleón tuvo a su segundo hijo. Le fue fiel hasta el final.

No fue, sin embargo, una entrega al uso. Napoleón, loco de deseo, le amenazó con aplastar a Polonia con el tacón de su bota como lo hacía con un reloj que tiró al suelo. María, de miedo, perdió el conocimiento y Napoleón aprovechó para poseerla, lo cual no dice mucho de él como caballero.

Cuando la mujer volvió en sí y descubrió lo que había ocurrido se levantó, fue hasta Napoleón, le cogió una mano, se la besó y simplemente le dijo: “Te perdono”.

El emperador, que no se esperaba esa reacción, la cogió en sus brazos y regresó a la cama con ella para repetir la cópula, esta vez con María despierta.

María Walewska abandonó a su marido y siguió a Napoleón hasta París. Era mujer de un solo hombre y el emperador se había convertido en su dueño.

Una vez en la capital francesa Napoleón se ocupó de que ella y su hijo fueran acomodados confortablemente en un elegante piso mientras él siguió “conquistando” mujeres. Sin duda, fue la que más le amó y la que más fidelidad le guardó a cambio de nada. Y Napoleón, al final, supo reconocerlo, pero su destino ya estaba escrito.

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