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Opinión | En España tenemos Rey

Opinión | En España tenemos Rey
Mario Conde analiza, desde la distancia que da Escocia, los acontecimientos en los que los Reyes se vieron inmersos en la localidad de Paiporta, en Valencia, y de la que don Felipe salió con bien. Foto: Confilegal.
05/11/2024 14:40
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Actualizado: 05/11/2024 15:44
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Admito que me sorprendió leer en ese diario inglés, cuyo nombre omito porque nada aporta a lo que quiero transmitir, que, junto a una fotografía de gran tamaño, aportaba un titular de tono dramático en el que aseguraba, con grandes caracteres, que al Rey de España, Don Felipe, en un pueblo de Valencia, una multitud profundamente irritada por los terribles daños causados por una riada de proporciones inconmensurables, le había arrojado barro a la cara y gritado el implacable nombre de asesino.

Junto al Rey los políticos, Presidente del Gobierno y de la Comunidad, recibieron idéntico tratamiento.

Ese diario no es ni comunista ni anarquista y su propietario pertenece, en cuarta generación, a la vieja nobleza del Reino Unido. Este dato, lo confieso, me aturdió.

Llamé a España —estoy en mi querida Escocia— e inmediatamente comencé a percibir esa postura tan típicamente —y desgraciadamente— española de negar la evidencia cuando los hechos, lo real puro y duro, no nos complace, y en algunos comentarios en las llamadas redes se aseguraba que eso no era cierto, que en realidad al Rey le aplaudían y le gritaba la multitud frases como “te necesitamos, eres el único en quien confiamos” y otras parecidas, ninguna de las cuales ,— ya uno se lo imagina— aparecía en los vídeos de lo tristemente acaecido.

Por eso no concedí la menor importancia a estas negaciones de lo real. Estoy acostumbrado a esta derivada del carácter español.

Sali a pasear por la vieja Merchant City de Glasgow mientras mi cabeza no paraba de darle vueltas a la triste información que me llegaba de España. Supe que el Rey, Don Felipe, había acudido a ese pueblo valenciano, el mas arrasado por la llamada DANA, acompañado de los políticos, concretamente el Presidente del Gobierno y el de la Comunidad Valenciana.

Empecé a comprender.

Mezcló la soberanía y la majestad con la autoridad coyuntural de los políticos.

Se situó al costado de una clase política denostada por los españoles, por cierto con bastante razón. Escenificó un paralelismo inexistente pero formalmente aparente.

Entendí que el barro y los gritos eran contra una forma de autoridad política, en la que, inevitable, se situó el Rey con su cercanía física.

Barro e insultos contra una forma de autoridad política. Nada mas Ni nada menos.

Cuando tuve la suerte de servir a su padre, Don Juan Carlos, en aquellos asuntos en los que tuvo a bien consultarme, siempre mantuve una postura inflexible: el Rey no es clase política y su legitimidad deriva directamente de la sociedad civil.

La máxima expresión de mi postura se evidenció en el discurso que tuve el honor de pronunciar en Junio de 1993 con ocasión de mi investidura como doctor honoris causa por la Universidad Complutense de Madrid al celebrar su 500 aniversario y bajo la Presidencia del Rey, discurso del que derivó, es bien sabido, una reacción descomunal del Sistema contra mi.

Lo suponía, pero mi deber era ser coherente con mi pensamiento y defendí la independencia de la Corona respecto de la política.

Y por ello mismo ningún político activo, de ningún partido, fue invitado al acto, salvo los inevitables Alcalde de Madrid y Presidente de la Comunidad.

Nada en contra de ellos. Todo en favor de la afirmación de la monarquía como diferencia cualitativa de la clase política y su conexión directa con la sociedad civil.

Lamentablemente, las ataduras constitucionales de la monarquía —léase del Rey— en nuestra Constitución dejan muy poco ámbito de autonomía a la actuación del Rey.

EL REY FUE Y RECIBIÓ BARRO, PERO DON FELIPE SE QUEDÓ, A ESO LE DOY VALOR

No quiero entrar en especulaciones acerca de si la presencia del Rey en Valencia fue debida, ordenada, consentida o confeccionada por el Gobierno, ni siquiera si fue estrategia del presidente.

Especular ahora no es lo que me resulta mas adecuado.

Lo cierto es que el Rey fue y recibió barro. Innegable. Y algunos abrazos. También. Pero igual de cierto es que Don Felipe se quedó. Y aguantó el barro y los insultos.

A eso es a lo que le doy valor y no a los abrazos de algunos.

Ni los insultos ni los abrazos. Fruto ambos de la histeria colectiva comprensible por el horror de los horrores que implica esta DANA.

El valor, el auténtico valor, es la presencia del Rey en soledad envuelto en una multitud que no le aplaude.

Asumiendo el riesgo. Aceptando el envite como mínimo degradable y hasta si me apuran peligroso.

No le doy valor a que otros políticos se fueran. Ni les acuso de cobardía. Seguramente era imprescindible que lo hicieran para evitar males mayores.

Prudencia ante el arrebato impredecible de la multitud enfervorecida por terribles daños sufridos con carácter continuado. . Lo comprendo.

Concedo, sin embargo, todo el valor del mundo a quien se quedó.

Porque pudo irse. Pero permaneció.

Quizás pocos sean conscientes de lo que voy a decir, pero eso fue, a mi modo de ver las cosas, un acto de algo tan escaso como es la majestad.

Pocos entienden la sustancia de semejante palabra. Saber estar, quedarse, permanecer en un sitio donde solo la majestad soporta el envite de lo peor. No es sólo el valor. Es algo que va mas allá. Insisto: majestad.

Crucé la calle del duque de Argayl y llegué a la plaza del rey George. Contemplé su figura en lo alto de un enorme monolito. Los ingleses manejan la altura física con una precisión implacable para separar al Rey de los suelos comunes.

Y me vino a la cabeza un pensamiento, y no derivado de que Don Felipe sea muy alto físicamente, que también eso cuenta, quieras o no. Fue algo mucho mas profundo que me produjo —lo confieso humildemente— un escalofrío.

«Pocos entienden la sustancia de semejante palabra. Saber estar, quedarse, permanecer en un sitio donde solo la majestad soporta el envite de lo peor. No es sólo el valor. Es algo que va mas allá. Insisto: majestad».

El Rey Felipe mostró majestad al encarar de la forma que lo hizo las críticas y las quejas de los afectados por la DANA en la localidad de Paiporta, según Mario Conde. Foto: EP,

Pensé, creí, sentí que en esa conducta, en ese gesto, había un Rey. Con Su abuelo tuvimos Majestad. Con su padre un Rey cuyos enormes, para mí impagables servicios a España, han quedado difuminados para un pueblo ingrato envueltos en errores humanos, muy humanos, por lo demás.

Teníamos hasta antes de ayer al nieto de Don Juan y al hijo de Don Juan Carlos.

Resultaba muy difícil para Don Felipe poder ejercer un acto de majestad porque eso no se puede programar ni organizar, porque no pertenece al plano de la razón sino de la profunda emoción. No se gana. Se tiene o de ella se carece. Y sale de dentro de modo inconsciente. No es hija de la reflexión. Tal vez traiga causa de la educación, de lo vivido en sus ancestros.

Me di cuenta de que me emocioné pensando en mi querido Don Juan y en Don Juan Carlos. Porque ellos ya no tienen un nieto y un hijo. No.

Ellos, y nosotros tenemos, un Rey.

Y lo escribe quien el amor a su abuelo y padre nunca ha turbado su limpieza intelectual en el raciocinio, alguien a quien nunca el interés nubló la fuerza del intelecto ni el poder de la razón, alguien que entiende la dificultad racional de encajar una monarquía en el siglo XXI, y alguien que comprende el papel que puede cumplir por encima de los dictados de un racionalismo formalista en determinados momentos, situaciones y países.

España, en mi opinión, no podía permitirse el lujo de perder su única referencia en un momento de su historia preñado de una descomunal tormenta existencial como la que vivimos.

No es ahora el tiempo de mudanzas de semejante porte. Lo es de comprender el verdadero alcance de lo que tenemos.

Y ha querido el destino que el barro y el insulto hayan servido para afirmar la Majestad

Miré a la estatua del rey George y pensé: creo honestamente que hoy en España tenemos Rey. Hacía falta.

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