Teodora: de prostituta a emperatriz de Bizancio y… Santa
¿Con cuántos hombres se acostó Teodora, antes de convertirse en emperatriz de Bizancio en el año 527, cuando alternaba el ejercicio de la prostitución con una fulgurante carrera como actriz?
El número es incalculable, tanto de las clases más bajas como de las más altas. Teodora no hizo ascos a nada ni a nadie para abrirse camino desde la miseria más absoluta hasta la cumbre más alta del Imperio Romano de Oriente, o Bizancio, que abarcaba medio mar Mediterráneo y las costas de Europa, Asia y Africa. Lo que hoy son Grecia, Macedonia, Albania, Bosnia, Serbia, Bulgaria, Turquía, Líbano, Siria, Israel, Egipto, Libia, y partes de Rumanía, Hungría, Jordania e Irak.
Su historia está compuesta por una amalgama de osadía, ambición, buena suerte y desesperación. Teodora era hija de Acacio, un cuidador de fieras del hipódromo de Constantinopla (actualmente Estambul), la capital del Imperio.
Tenía dos hermanas: Comito y Anastasia, y vivían en los subterráneos del citado aforo, una enorme cloaca habitada por miles de personas. Cuando su padre murió, su madre, que no tenía ningún medio para alimentar a tres niñas pequeñas, se unió al hombre que sustituyó a su marido en el mismo trabajo.
Este, a su vez, no duró mucho porque el responsable de repartir los empleos se lo entregó a otro mejor recomendado.
La madre, que era de armas tomar, cogió a sus tres pequeñas y apareció en el hipódromo, un “centro multiuso” en el que, además, de celebrarse carreras de cuadrigas, luchas entre gladiadores o con alimañas, se reconvertía temporalmente en templo religioso o en sucedáneo de parlamento popular con capacidad para resolver todo tipo de conflictos entre ciudadanos.
Los graderíos estaban divididos en dos facciones: los verdes, que defendían una única naturaleza divina de Jesucristo y se alineaban con los no aristócratas, y los azules, que defendían las dos naturalezas, la divina y la humana, y pertenecían a la aristocracia.
La mayoría de los presentes conocía el problema que la viuda y sus tres huerfanas iba a presentar. Los verdes, nada más verlas aparecer, comenzaron a abuchearlas. Los azules, más que nada por llevar la contraria a los verdes, se enfrentaron a sus rivales, acusándolos de inhumanos por no importarles dejar en la indigencia a una familia, e hicieron que devolvieran al segundo compañero de la mujer el puesto del trabajo de su primer marido.
Aquella experiencia quedaría grabada a fuego para siempre en su memoria de cría. Se prometió que nunca pasaría hambre y que, algún día, castigaría a los verdes por su actitud. Y a fé suya que lo cumplió.
COMENZÓ COMO ACTRIZ
Siendo todavía una niña, Teodora comenzó a trabajar como actriz, junto a su hermana mayor, Comito, en ese mismo hipódromo. Eran papeles muy simples en piezas cómicas que tenían un gran éxito entonces.
En el 515, siendo ya una joven y bella mujer, estrenó en un teatro de verdad de Constantinopla. Tenía un don natural para el teatro y encarnó múltiples papeles, desde la dama de la alta sociedad hasta la más depravada prostituta.
Teodora sabía que su cuerpo era soberbio y, conscientemente, se dedicó a explotarlo mostrándolo en cuanta escena se lo permitiera. Las leyes del imperio prohibían el desnudo completo sobre el escenario pero ella se las arreglaba para mostrarlo todo con diferentes posturas.
Sabía que así llamaría la atención; no se equivocó. El boca a boca comenzó a funcionar y pronto estuvo en los labios del “todo Constantinopla”, que acudió a comprobar en vivo su belleza.
Teodora dio el salto a la prostitución de lujo con toda la consciencia y asumiendo las consecuencias de tal decisión. Su fama hizo que la contrataran para que diera pases privados en las casas de los más influyentes y poderosos hombres del imperio, quienes después se peleaban como auténticos marineros por ver quien se acostaba con ella antes.
Su notoriedad como amante pronto trascendió también a la calle. Teodora no hacía ascos a nadie ni a nada, cualquiera que fuera la “especialidad” requerida por el cliente.
“Ninguna exigencia de un príncipe depravado le desagrada”, escribió Francis Fèvre, biografo de Teodora, que se sometió a varios abortos en aquella época.
La futura emperatriz, sin embargo, no era insensible a los sentimientos. Cuando tenía 17 años se enamoró de Hecebolos, un comerciante sirio muy rico, conocido del emperador Anastasio.
A Hecebolos lo arruinó con sus caprichos, pero no lo abandonó. Al contrario, se quedó a su lado. Teodora veía en Hecebolos al hombre que la podía retirar y, si no casarse con ella, porque era una prostituta, al menos mantenerla.
Fue la propia Teodora la que convenció a Hecebolos para que hablara con el emperador a fin de que le diera un puesto en alguna de las posesiones del Imperio, donde pudiera rehacer su fortuna.
Hecebolos fue nombrado gobernador de Pentápolis, en Cirenaica, en la costa africana. Una vez en su destino Hecebolos prescindió de su amante y la echó a la calle sin más ropa que la que llevaba puesta y sin ningún tipo de recursos.
No era de recibo que el representante del emperador tuviera relaciones con una prostituta. Teodora decidió volver a Constantinopla y para ello tuvo que volver a ejercer la prostitución con lo más bajo y rastrero del Imperio.
Tres años después consiguió poner pie de nuevo en su destino. En su odisea particular recaló en Alejandría, donde conoció “íntimamente” a Severo, el depuesto patriarca de Antioquía, jefe de la secta monofisista; un hombre severo que se prendó por la futura emperatriz; y por Antioquía.
EL REGRESO
Entre su salida y su regreso las cosas habían cambiado en Constantinopla. Era el año 521. El emperador Anastasio había fallecido y le había sucedido Justino, de 66 años, jefe de la guardia pretoriana.
Teodora tenía tan solo 22 años y una hija y la determinación de vivir de un “oficio honrado”. Lo intentó durante al menos un año. Montó un taller de hiladuras de lana en el centro de la ciudad, pero no sacaba lo suficiente para sobrevivir, por lo que decidió regresar a la “vieja vida”.
Aquello le trajo suerte pues en una de las orgías a las que fue “invitada” conoció a un militar de 39 años, 16 años mayor que él, llamado Justiniano, que era sobrino del emperador.
Justiniano no era un militar al uso. Era un experto en leyes, filosofía, religión, un auténtico erudito que, no obstante, sabía cómo divertirse y que adoraba las cenas con orgía de postre.
Lo que no sospechaba es que en una de ellas quedaría prendado para siempre de una prostituta que, al principio, le hizo sufrir lo indecible con su deliciosa coquetería.
A las pocas semanas Justiniano había convertido a Teodora en su “novia oficial”, aunque en realidad era su amante y vivía con él en su propia casa -de la niña se perdió la pista-.
Su próximo matrimonio con el “futuro” emperador, como así lo veía Teodora ya que Justino no tenía descendencia, colmaba todas sus aspiraciones con creces.
Pero no todo iba a ser tan fácil. Había escollos que superar. Por una parte, la emperatriz Eufemia, conocedora del pasado de Teodora, se negó a que su sobrino se casara con una prostituta.
Por otra, existía una ley que prohibía a los patricios casarse con quienes habían sido actrices, por no decir mesalinas. La muerte de Eufemia, en el 523, y el declive físico de Justino, dejaron el camino expédito para que Justiniano y Teodora se casaran ese mismo año en la catedral de la ciudad y ante el patriarca Epifanio, tras derogarse la ley.
Teodora no se convertiría en emperatriz hasta el 4 de abril del 527, cuatro años más tarde. Esa tarde, tras ser ungidos emperadores en la basílica de Santa Sofía por el mismo patriarca, Teodora y su marido acudieron al hipódromo.
La emperatriz no pudo dejar de sentir un latigazo de escalofrío recorriendo su espalda cuando miró la puerta por la que años atrás su madre, sus dos hermanas y ella suplicaron ayuda para no perecer. Tampoco cuando recorrió con mirada fría las gradas donde se sentaban los odiados los verdes.
El pueblo, en general, no aceptó demasiado bien que una prostituta se hubiera convertido en emperatriz y comenzaron a propagarse rumores en torno a ella. Unos decían que Teodora había contagiado una enfermedad venerea al emperador. Otros que deambulaba por el Palacio Imperial completamente desnuda, a excepción de una cinta en torno a la cintura.
De acuerdo con un supuesto sirviente, testigo presencial de los hechos, la emperatriz se había acostado con diez jóvenes nobles en una noche y con treinta criados al día siguiente.
UNA MUJER IMPLACABLE
A Teodora los rumores no le inquietaban. En los meses siguientes después de asumir el poder sustituyó a la mayor parte del servicio de palacio -unas 10.000 personas- por personas afines a ella, sobre todo familiares suyos y ex compañeras del oficio.
Las que desearon contraer matrimonio las casaba con patricios, a los que no les dio otra alternativa que la muerte. Para las profesionales que continuaron en la prostitución promulgó leyes protegiendolas.
¡Ay! de aquel cliente que fuerce a una meretriz a trabajar más tiempo del que ellas consideraran “suficiente”, o de pedirles alguna “especialidad” que ellas no consideraran “dignas”.
La pena podía ser de cárcel.
La emperatriz Teodora, ni que decir tiene, contribuyó a aplastar a los verdes hasta casi su desaparición y, después, a esquilmar a las clases pudientes con impuestos aplastantes. Fue su venganza por lo que había sufrido siendo niña, aunque su propia clase sufrió también los rigores de la Hacienda Imperial.
Esto provocó una serie de revueltas populares, capitaneadas por los verdes que quedaban y los azules y que arrasaron la ciudad, incluyendo la basílica de Santa Sofía, la cual fue incendiada.
A ojos de Justiniano todo estaba perdido. Sólo quedaba el Palacio, al que la muchedumbre llamaba el “Burdel Dorado”. La única que no rindió fue Teodora, que tomó el mando de la situación.
Ordenó a su eunuco Narsés que comprara a los dirigentes azules con oro para que se retiraran de las revueltas. Una vez conseguido, utilizó un truco típicamente romano.
rometió pan y circo a los “revolucionarios” y les invitó a que ocuparan las gradas del hipódromo, donde al final del espectáculo los emperadores tenían “algo muy importante que decir”. Finalizado el espectáculo, la Guardia de Palacio, a las órdenes del general Belisario, masacró a los congregados, quitando la vida a 30.000 hombres, mujeres y niños.
De esa forma Teodora salvó al Imperio de Bizancio de una guerra civil y de su propia desaparición.
En los planes de reconstrucción de Constantinopla dio prioridad a la reconstrucción de la basílica de Santa Sofía.
Teodora vivió hasta que un cáncer se la llevó en el 548, con 49 años. Hasta su muerte ejerció el poder como una auténtica emperatriz de cuna y la Iglesia Ortodoxa la elevó, años más tarde, al rango de santa.
Teodora no hubiera podido pedir más al destino.
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