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De Roma a Panamá: el asombroso viaje del fideicomiso

De Roma a Panamá: el asombroso viaje del fideicomiso
"La muerte de Sócrates", óleo de Jacques-Louis David, pintado en 1787, que describe los momentos anteriores a que el filósofo ingeriera el veneno.
26/8/2016 06:26
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Actualizado: 26/8/2016 06:29
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Corría el año 399 a.C. cuando un jurado de 550 ciudadanos atenienses condenó a Sócrates por los delitos de corrupción de la juventud y de no creer en los dioses.

La pena de muerte debía ejecutarse mediante la ingesta de una bebida envenenada con cicuta. Platón contó en su Apología de Sócrates cómo fue el proceso –algún día quizás hablemos de ello- y describió las últimas horas de vida de su maestro.

El Fedón cuenta cómo, mientras esperaba la muerte con el rostro cubierto por un paño, Sócrates pronunció sus últimas palabras: “Critón, le debemos un gallo a Asclepio. No te olvides de pagar esta deuda”.

Su discípulo respondió “así se hará”.

Aquellas fueron las últimas palabras de Sócrates y así se constituyó, antes de que existiese el “nomen iuris”, uno de los primeros fideicomisos que conocemos.

En efecto, el viejo derecho romano nos legó este negocio jurídico que fue creado por el emperador Augusto para cumplir las disposiciones de un fallecido y terminó como instrumento para la gestión de patrimonios.

Nacido en Roma, el fideicomiso ha hecho un viaje asombroso hasta Panamá y otros destinos de los llamados “offshore”.

Las Instituciones de Justiniano (2,23.1) nos dan una primera definición: “Inprimis igitur sciendum est opus esse, ut aliquis heres recto iure instituatur eiusque fidei committatur, ut eam hereditatem alii restituat; alioquin inutile est testamentum in quo nemo recto iure heres instituitur”.

Así, el que iba a fallecer encomendaba a otro, en cuya buena fe y lealtad confiaba, que hiciese algo en favor de un tercero.

El bueno de Sócrates encargó, pues, a su discípulo que sacrificase un gallo al dios Asclepio, señor de la medicina y la curación. Hay que advertir que el fideicomiso era una obligación basada en la buena fe y libre de fórmulas rituales, de modo que no se le aplicaba el rigor del derecho civil.

Del mundo de las últimas voluntades y los negocios jurídicos mortis causa, pasó al mundo de las relaciones entre los vivos.

EL TREUBAND Y EL TRUST

Los pueblos germánicos tenían una institución similar al fideicomiso, el Treuband, pero aquí no hacía falta que nadie muriese.

El fiduciante le daba la titularidad del bien a una persona en la que confiaba a fin de que lo administrase en beneficio de un tercero.

Por supuesto, se terminó utilizando para las sucesiones –especialmente, porque los bárbaros desconocían negocios jurídicos como los testamentos- pero es significativo que ya no era solo un modo de garantizar el cumplimiento de la voluntad del causante, sino de gestionar y poner en valor un patrimonio en beneficio de un tercero.

De estas dos instituciones nació el “trust” anglosajón, que se enriqueció con la aportación del derecho canónico.

El lector debe imaginarse la Inglaterra medieval posterior a la conquista normanda (1066).

La tierra pertenece, en última instancia, al rey, que la entrega en feudo a sus caballeros a cambio de su ayuda leal.

También la Iglesia recibía tierras por los legados piadosos y donaciones. En ocasiones, estos actos eran anteriores a la invasión normanda.

El dueño de estas tierras no era una persona física sino una entidad distinta: la Iglesia.

Estas tierras eclesiásticas quedaban en manos muertas, no se pagaban tributos por ellas y los conflictos que generaban eran dirimidos por la jurisdicción eclesiástica.

Los reyes y la nobleza trataron de acabar con este régimen de manos muertas que daba a la Iglesia una posición ventajosa.

En 1215, la Carta Magna del rey Juan Sin Tierra prohibió las manos muertas y, en 1279 y 1290, sendos decretos de Eduardo I prohibieron las donaciones de tierras a título de limosna.

El trust podía servir para la planificación fiscal, la elusión tributaria o las obras de misericordia.

Siguiendo las instrucciones de un fideicomitente, un gestor administraba un patrimonio en beneficio de otro, que podía ser el propio comitente o un tercero.

Así comenzó su asombroso viaje por las jurisdicciones de common law: los Estados Unidos, Canadá, las islas del Caribe… Este negocio jurídico tiene una flexibilidad desconcertante.

Uno puede recibir las ventajas de una herencia sin sus consecuencias tributarias o beneficiar a un heredero con preterición de los legitimarios porque, en realidad, el patrimonio ha salido de la esfera del causante para ser gestionado por otro en favor de un beneficiario.

Por supuesto, existen remedios como la acción pauliana…, con los problemas de Derecho Internacional Privado correspondientes: ley aplicable, jurisdicción competente y reconocimiento y ejecución de las resoluciones judiciales que recaigan.

De esta forma acabaron el trust y los demás negocios jurídicos de naturaleza fideicomisaria: en paraísos fiscales y jurisdicciones offshore… y en las portadas de los periódicos.

 

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