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Opinión | Un rey, una rubia con ojos de husky siberiano y 65 millones de euros: la última cruzada judicial de Juan Carlos I
Juan Carlos I demanda a Corinna Larsen en Suiza por atentar contra su honor. Un episodio más en la tragicomedia real de dinero, poder y viejos amores que nunca se apagan del todo. Foto: EP.
09/4/2025 16:15
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Actualizado: 09/4/2025 16:15
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Hay algo entrañablemente quijotesco, casi caballeresco, en ese anciano Rey venido a menos que, con la dignidad maltrecha y el ego intacto, ha decidido liarse la toga a la cabeza y llevar a juicio a una dama que conoció entre los suspiros del amor y los vaivenes del petróleo.
Juan Carlos I, rey emérito de lo que queda de España, ha interpuesto una demanda en Suiza —no en Chamberí ni en los juzgados de plaza de Castilla, ojo— contra Corinna Larsen, su examante germano-danesa, esa especie de Mata Hari de los Alpes con acento centroeuropeo, sonrisa congelada, ojos de husky siberiano y memoria de elefante.
El motivo: el honor. Así, sin más. Como si estuviéramos en un capítulo perdido del Cantar de Mio Cid mezclado con un episodio de La escopeta nacional.
El monarca, que ya no reina pero sí demanda, asegura que Larsen ha atentado contra su buen nombre. Esto ocurre después de que también decidiera demandar al incontinente verbal Miguel Ángel Revilla.
La historia con Corinna no es nueva. Fue una década larga —y probablemente divertida— de cenas discretas, viajes sin pasaporte y regalos generosos, entre los que destaca esa transferencia de 65 millones de euros que el emérito hizo llegar a Suiza en 2008.
Larsen, con esa elegancia de alta sociedad suiza mezclada con instinto de superviviente balcánica, aseguró que había sido «una donación».
Don Juan Carlos sostuvo que, de donación, nada, que su «churri» de entonces lo malinterpretó, como tantos favores reales que acaban en titulares incómodos.
La cosa se empezó a torcer cuando Corinna —quizá aburrida, quizá harta— lo demandó en Reino Unido por acoso.
Quería 126 millones de libras esterlinas (equivalentes a aproximadamente 146 millones de euros), por haber sido, según ella, víctima de seguimientos, presiones y quién sabe qué más capítulos sacados de una novela de espías de los años 70, como las de John Le Carré.
Pero los jueces británicos, más dados a las pelucas que a los sentimentalismos, dijeron que no. Que no era asunto suyo. Que el Rey Emérito se fuera con su corona y sus líos a otra parte.
Y ahí entra Suiza, ese lugar donde los bancos no hacen preguntas y los jueces hablan bajito. Allí ha puesto don Juan Carlos su última esperanza legal.
Porque, según dicen sus allegados —esos fieles que aún le acompañan entre golf y gin-tonic—, quiere limpiar su nombre antes del 22 de noviembre.
No es una fecha cualquiera: se cumplen 50 años desde que lo proclamaron rey.
Medio siglo desde aquel joven que juró los Principios del Movimiento con voz firme y gesto de niño bien peinado, con la mente puesta en cómo pilotar la transición como quien doma un potro desbocado.
Ahora, con los huesos más pesados y la biografía más densa que un archivo del CNI, quiere recuperar algo de brillo antes de que la Historia, que no tiene piedad ni con los reyes, escriba su epitafio.
Dicen que algunos de sus consejeros le han advertido: «Majestad, no remueva más el lodo». Pero ya es tarde. Don Juan Carlos ha sacado la espada, aunque sea de papel timbrado.
Y la ha dirigido contra una mujer que sabe demasiado y que nunca tuvo el menor interés en callarse, y mucho menos con su «donación» de 65 millones de euros a buen recaudo, en el banco.
No es un duelo al amanecer. Es una audiencia en Suiza. Pero en esta tragicomedia borbónica, con tintes de zarzuela diplomática, el honor se conjuga como si aún viviéramos en blanco y negro, pero se cobra —eso sí— en francos suizos.
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