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Fiscales en el tribunal del jurado: ¿se confunden con los jueces por las togas?

Fiscales en el tribunal del jurado: ¿se confunden con los jueces por las togas?
Carlos Berbell, Director de Confilegal
07/6/2015 13:28
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Actualizado: 03/3/2016 13:31
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Soy consciente de que el titular de esta columna es provocativo, pero es que refleja una confusión mucho más generalizada de lo que se piensa.

¿Las razones? Son dos. La primera,  los jueces y los fiscales visten muy parecido: toga con puñetas y en el pecho el consabido escudo de cada categoría, que, aunque no son iguales, se asemejan bastante; y la segunda, porque uno se sienta al lado del otro.

Si bien es cierto que en mesas diferentes.

El magistrado presidente en la mesa principal, y el fiscal en la mesa de al lado, perpendicular a la suya, pero muy cerca. En posición preferente. 

El resto de las partes, la acusación o acusaciones particulares y populares, y la defensa, junto al acusado o acusados, se sientan a continuación.

En estrados.

Frente a ellos, en la otra parte de la sala, el jurado popular.

Las togas del juez y del fiscal se asemejan al uniforme de general; sugieren autoridad, poder. Mientras que las togas de las partes son como el uniforme de soldado raso. No tienen distintivos de ninguna clase y no proyectan esa misma autoridad y ese poder.

En el resto de los juicios de la jurisdicción penal esto no es relevante, pero en los de jurado, sí. Porque las personas que conforman el tribunal del jurado son alienígenas en el «planeta Justicia». Desconocen la historia, las reglas, los matices, todo, de este mundo.

A los ciudadanos, que asisten por vez primera a un juicio con jurado, esto les choca mucho. No entienden nada. 

Más de alguna vez he escuchado a miembros del público preguntarse en sala, los unos a los otros, en voz muy bajita:

— Oye, ¿y quién es ese que está al lado del juez y que viste como el juez? ¿El juez bis? Porque los dos visten igual

— No, ese es el fiscal.

— ¡Ah! ¿Y por qué viste de juez?

— Pues no sé. Será que es así.

El fiscal, hay que decirlo, suele poner las cosas claras a los once miembros del jurado (9 titulares y 2 suplentes) desde el primer momento que tienen oportunidad de dirigirse al jurado popular.

En lo que los estadounidenses denominan el “opening statement” o alegato de apertura.

—No se confundan. El Ministerio Fiscal no es el acusador público. Nuestra función no es acusar. Nuestra función es defender la legalidad —y el fiscal, a continuación, se queda mirando fijamente al tribunal popular. Proyectando toda la «auctoritas» de la que es capaz. Quizá también contando para sus adentros, “1, 2, 3, 4, 5…”, hasta que está seguro de que el jurado popular ha entendido la importancia de sus palabras.

Como él lo ha querido.

El problema es que, más veces de las que podamos sospechar, a los miembros del jurado popular, y al público de ciudadanos que siguen el juicio desde la sala de vistas, lo de “defensores de la legalidad” les suena poco menos que a conjuro de Harry Potter. Aunque no quieran reconocerlo. 

La culpa de que exista y se produzca esta confusión, hay que decirlo, no la tienen ellos. Los fiscales.

Tras la promulgación de la Ley Orgánica 5/1995, de 22 de mayo, del Tribunal del Jurado, el legislador se limitó a trasladar lo que ya había en la jurisdicción penal, togas y categorías incluidas.

No es una buena ley. Hay que decirlo.

Es complicada e incómoda para todos los que tienen que formar parte de un tribunal del jurado. Está muy alejada de la simpleza que, en un principio, propugnaron sus impulsores, el hoy magistrado del Tribunal Supremo,Luciano Varela, y el abogado Gustavo López-Muñoz Larraz. Nadie le prestó atención a estos, y otros detalles, que tienen una gran importancia para el derecho de defensa.

Tampoco era una necesidad, por mucho que el entonces “superministro” de Justicia e Interior, Juan Alberto Belloch, lo vendiera a diestro y siniestro en los medios de comunicación.

A lo que no se dio ninguna publicidad fue a la incorporación de un nuevo artículo a la Ley de Enjuiciamiento Criminal, que figuraba en la “Disposición adicional segunda” de la Ley del Jurado.

En concreto el Artículo 504 bis 2, que era un como un pastelito sorpresa chino. 

Su contenido quitaba de un plumazo el poder que, hasta ese momento, habían tenido los jueces de instrucción españoles para ordenar la prisión preventiva de un detenido sin contar con nadie. 

Con ese artículo, desde entonces los jueces de instrucción sólo pueden mandar a la cárcel al sospechoso si existe una petición expresa del fiscal o de alguna de las partes.

“Si ninguna de las partes lo instase, el Juez necesariamente acordará la cesación de la detención e inmediata puesta en libertad del imputado”, dice el texto, que se puede consultar en el BOE.

La cosa pasó desapercibida para el «mundo-mundial» pero tuvo consecuencias muy importantes. Porque el juez Baltasar Garzón, recién regresado al Juzgado Central de Instrucción 5 de su viaje a la política, tenía mucho interés en proseguir con la investigación de los crímenes del GAL.

De esa forma, se quedó sin un recurso esencial cuya eficacia demostró mil veces el asesinado juez italiano, Giovanni Falcone, azote de la mafia. Él y el resto de los jueces de instrucción de toda España.

Las voluntades se ablandan con rapidez cuando prueban lo que es la celda de una sórdida cárcel.

La llave de la prisión, desde entonces, quedó en manos del fiscal. Y al fiscal lo nombraba el Gobierno.

ESCENOGRAFÍA

Prueba de que con la Ley del Jurado hubo mucha improvisación, poco cuidado y que le faltaba una pensada –pero una muy buena pensada- fue como se implantó. Con más voluntad que medios.

No decía, por ejemplo, cómo tenían que estar dispuestas las partes sobre el estrado. De qué forma. Qué escenografía debía ponerse en escena. 

Sí decía algo muy novedoso: que el acusado, o los acusados, tendrían que estar “situados de forma que sea posible su inmediata comunicación con los defensores”.

Es decir, sentados a su lado, sobre estrados, o delante de la mesa de su defensor. En el resto de los juicios, ya sean los del Tribunal Supremo, Tribunales Superiores de Justicia, Audiencias Provinciales, Juzgados de lo Penal o Juzgados de Instrucción, en juicios de faltas, los acusados se sientan en el banquillo, a unos metros de su abogado, sin posibilidad de comunicarse con él. ¿Otra vulneración del derecho de defensa? Son multitud los que piensan que sí, que es una anomalía que la nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal -cuando nazca- tiene que solucionar con claridad.

Es la única referencia específica. Porque en lo que se refiere a la escenografía la Ley del Jurado señala que hay que consultar a la Ley de Enjuiciamiento Criminal, nacida en 1882.

Pero esta no dice nada específico. Lógico.

Esto posibilitó que en 1996 José Luis Calvo Cabellos, presidente de la Sección V de la Audiencia Provincial de Madrid, antes de la celebración del primer juicio con jurado de la Comunidad de Madrid, que iba a presidir, se planteara empezar bien.

Con cabeza. 

La Audiencia Provincial había sido “expulsada” del Palacio de Justicia, que hoy conforma el Tribunal Supremo, a principios de los años 90, y enviada a la Calle Cartagena, 83-85.

Hoy el lugar se ha convertido en el AC Hotel Avenida de América, de la Cadena Marriot, pero en aquel tiempo el lugar era lo más alejado de lo que se podía entender que debía ser una sede judicial (en la actualidad se encuentra en otro sitio).

Algunas de las salas de vistas tenían unas columnas de color azul de un metro, veinte centímetros de diámetro que, en ocasiones impedía que las partes se vieran entre sí o con el  tribunal.

Por aquel tiempo yo era director de “En tela de juicio”, un programa de televisión de Telemadrid, especializado en la grabación y emisión de juicios. Lo presentaba Luis del Val.

El magistrado Calvo Cabellos me pidió asesoramiento para ver cómo podíamos disponer todo, de forma que se respetara el derecho de defensa y la igualdad de armas entre las partes.

El lugar era una gran sala rectangular que se asemejaba al vagón de un tren, aunque era más ancha. Tenía también su columna azul preceptiva en uno de los lados.

Lo lógico era hacerlo al estilo americano. El juez frente a las partes y a un lado, el jurado popular. Al fin y al cabo, el sistema de jurado puro era el mismo. El mecanismo de funcionamiento se asemejaba.

El acusado, un joven que había matado a su hermano en una pelea de un navajazo, testigos y peritos, declararían desde un asiento, a la derecha del juez, frente al jurado, a las partes, y al público. A la vista de todos.

Esa fue la idea inicial.

El problema es que con aquel espacio era imposible.

Porque frente al tribunal no se sentaban sólo el fiscal y el abogado defensor y su cliente sino también la acusación particular y la acusación popular, figuras que no existen en el derecho anglosajón.

En total eran seis personas –porque al fiscal se le unió una compañera -. Las mesas no cabían. 

Una segunda posibilidad habría sido celebrar la vista “de lado”. Con el público a la derecha. Pero el magistrado no lo consideró conveniente.

En consecuencia, Calvo Cabellos optó por la organización clásica que hoy todos conocemos.

Con el fiscal sentado en el primer lugar, el más cercano a su persona, como magistrado presidente, y a continuación las partes; acusación particular, acusación popular y defensa.

Fue una disposición que se replicó después en la práctica totalidad de las salas de vistas españolas, también con los mismos problemas de espacio. O porque la imaginación no dio para más a los que tenían que decidir.

Tampoco la Ley del Jurado abordó el asunto de las togas.

Algo muy importante cuando el juicio tiene que tener lugar ante un tribunal lego en la materia.

Nadie se planteó nunca lo inadecuado del traje forense del fiscal en ese escenario. Un traje forense muy parecido al del juez, como ya indicaba al principio.

Con la persona que lo lleva, sentado muy cerca del juez, mientras que el resto de los participantes van con una toga simple.

Sin puñetas y sin escudos.

Lo lógico habría sido que, en aras a esa igualdad de armas, todas las partes hubieran llevado la misma toga simple. Incluso el fiscal.

Para no confundir a los miembros del jurado, induciéndoles a pensar que por llevar esa toga con puñetas y escudo sus argumentos pudieran tener más peso o valor que los de la defensa o de las acusaciones.

Sé que esto que digo va a chirriar en la mente de muchos amigos fiscales. Cuento con ello.

Habría otra posibilidad: que se eliminara la toga. Que todos actuaran «de civil», a excepción del presidente del tribunal y del secretario. 

Si nos ponemos a buscar antecedentes, en el Madrid de la República, durante la Guerra Civil, los juicios con jurado del bando republicano se celebraban sin toga.

Estoy seguro de que muchos dirán con vehemencia -con mucha vehemencia- que lo que planteo aquí no es posible. O de que la legalidad no lo permite.

Ya los estoy escuchando.

La legalidad no es otra que la Ley que dicta el Parlamento. Todo es susceptible de ser cambiado si se cuenta con las mayorías suficientes. Como la imagen del juez y del fiscal, vestidos casi igual, sentados muy cerca el uno del otro; el juez y “el juez bis”.

Una imagen que, aunque nos hayamos acostumbrado, no es la correcta.

Porque no lo es.

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