Firmas
La violencia de género golpea también a las adolescentes
25/10/2015 12:25
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Actualizado: 16/2/2016 10:52
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Hubo una época muy larga en la que convertirse en ser humano consistía en reproducir los hábitos, las ideas y las palabras que usaban las mujeres y los hombres de generaciones anteriores.
Reproducirlas lo más fielmente posible, porque cualquier cambio podía convertirse en un error fatal, dado que la única fuente de conocimiento que tenia la humanidad era la experiencia de las personas que vivieron antes.
Hoy en día constituye un hecho cierto y contrastado por los estudios realizados sobre la violencia en general, según afirma Díaz-Aguado, que la exposición a modelos violentos, especialmente durante la infancia y adolescencia, conduce a la justificación de la violencia y que ambas condiciones incrementan considerablemente el riesgo de ejercerla.
Así, se ha observado que los adolescentes que reciben castigos físicos en su familia tienen más riesgo de agredir físicamente a su pareja que los que no sufren dichos castigos (Strauss y Yodanis, 1996). En la misma dirección cabe interpretar los resultados obtenidos en las investigaciones sobre violencia doméstica, en los que se observa que muchos de los adultos que la ejercen o la sufren en su pareja proceden de familias que también fueron violentas.
Es decir, que tiende a transmitirse de generación en generación (Kauffman y Zigler, 1987; O ‘Keete. 1998). Se han detectado, sin embargo, una serie de características psicosociales, que deben promoverse a través de la educación, para ayudar a romper esta trágica cadena:
1) El establecimiento de vínculos sociales no violentos que ayuden a desarrollar esquemas y expectativas sociales básicos alternativos a la violencia;
2) El rechazo a toda forma de violencia, incluyendo en él la crítica a la que se vivió en la infancia, reconociendo a otra(s) personas las emociones suscitadas;
3) El compromiso de no reproducir la violencia;
4) Y la adquisición de habilidades alternativas a la violencia que permitan afrontar el estrés y resolver los conflictos sociales con eficacia.
En la adolescencia, continúa dicha autora, etapa dedicada de forma prioritaria a la construcción de una identidad propia y diferenciada, puede incrementarse la capacidad para modificar los modelos y expectativas básicos desarrollados con anterioridad, gracias a una nueva herramienta intelectual de extraordinaria utilidad: el pensamiento formal, que permite un considerable distanciamiento de la realidad inmediata, imaginar todas las posibilidades y adoptar como punto de partida del pensamiento lo ideal, lo posible (en lugar de lo real).
Existe actualmente un extendido consenso en destacar como una de las causas más importantes de la violencia de género las diferencias que todavía siguen existiendo entre las mujeres y los hombres en estatus y poder (Gerber, 1995).
Y que el sexismo puede ser utilizado para legitimar y mantener dichas diferencias. En apoyo de la relación existente entre estos dos problemas cabe interpretar también el hecho de que al igualarse el poder entre dos grupos las actitudes intergrupales suelan mejorar. Cambio que puede ser considerado como una prueba de la importancia que tiene construir una sociedad más igualitaria entre hombres y mujeres, para superar, según afirma Díaz-Aguado el sexismo y la violencia de género.
Por todo ello, hoy sabemos que hombres y mujeres llegarán a ser de una u otra manera según la educación que se les imparta, los ejemplos que vean a su alrededor, la libertad de que disfruten, la educación es cada día más importante, tanto en el entorno familiar en donde las bases del ser humano se forjan y posteriormente en los centros educativos, y en los grupos de iguales, pero todo esto no como un molde que troquele por igual todos, sino como ámbito de posibilidades ofrecidas para que cada uno pueda elegir y desarrollar sus capacidades, sus deseos, sus aportaciones a la vida.
Lo primero que se deberia de repasar en los adolescentes está el qué es ser HOMBRE y qué es ser MUJER.
Éste debería ser un tema central en nuestra vida, y hay que tener en cuenta que los más desfavorecidos personal, familiar y socialmente lo fueron por una capa de prejuicios que pesaba toneladas y que hacía casi imposible descubrir lo que hay de verdad en la diferencia sexual que la naturaleza ha proporcionado, la dominación masculina, la división sexual del trabajo, las religiones impusieron a mujeres y hombres unas formas de vida estereotipadas, estrechas, represivas, pautadas por códigos imposibles.
Centenares de generaciones han transmitido estos códigos sin apenas modificaciones porque quien se atrevía a ponerlos en duda recibía un castigo descomunal. Hoy en día hay mujeres encerradas en sus mantos como cárceles, mujeres que sufren violencia de genero a manos de sus parejas, mujeres víctimas de agresiones sexuales y trata de seres humanos, mujeres victimas de acosos laborales y de niños soldados que matan y mueren sin saber porqué.
Consecuentemente con ello, y a pesar de todos los esfuerzos de los Estados y la sociedad en general por cambiar semejantes atrocidades, las leyes y la sociedad no pueden cambiar las mentalidades de hábitos antiguos y adquiridos en el tiempo, de prejuicios que hay que erradicar.
Poco o nada contribuye a este empeño las situaciones de desigualdad existentes en nuestro ordenamiento jurídico, afortunadamente, cada vez menos apreciables, pero la igualdad formal, no solo se concreta en las leyes, la situación paritaria social y jurídica entre hombres y mujeres, constituye es un elemento imprescindible y necesario en la sociedad para eliminar toda forma de violencia sexista, que tanta repercusión tiene sobre los adolescentes hoy, pero ellos no dejan de ser los hombre y las mujeres del mañana.
La familia como institución se ha considerado, históricamente, un ámbito privado donde el comportamiento de sus miembros se situaba fuera del control social. La violencia en el ámbito familiar no se estimaba como amenaza contra el ámbito público, y por ello, éste eximía su responsabilidad. Los valores del sistema patriarcal reforzaban esta idea, donde el hombre, cabeza de familia, asumía los derechos legales, económicos y sociales de su familia, despojando de individualidad a la mujer y sus hijos. Esta idea de familia convertía al hombre en controlador de lo que sucedería en la unidad familiar.
La gravedad del problema de la violencia en el contexto familiar, es por tanto, una asunción y obligación de la sociedad, y como tal, debe asumir que la intervención social, policial e incluso judicial sobre la misma es una cuestión de Estado. Como no existen dudas acerca de la intervención policial o judicial sobre actos delictivos o ocurridos en cualquier lugar público, no deberíamos cuestionarnos que si esos actos se comenten en un ámbito privado debe abandonarse el control del mismo.
La violencia social y la violencia de género son partes de un todo y así debemos hacerle frente. Tanto desde la perspectiva jurídica, policial, sanitaria como socioeducativa hay que solucionar la realidad de miles de mujeres que enfrentan a la violencia por parte de sus parejas o ex parejas como asunción personal y cada vez a edades más tempranas.
En este sentido, el reconocimiento del papel crucial que la escuela puede y debe desempeñar en la implantación de un modelo jurídica y socialmente igualitario, donde se produzca de manera efectiva la superación del sexismo y la violencia de género, que es una lacra generalizada en nuestra sociedad.
Por ello, hay que destacar la necesidad del cambio generacional desde la educación como la herramienta fundamental para superar estos problemas. En cambio llevar a la practica este principio es más difícil de lo que suele suponerse, no basta con que los centros educativos no sean sexistas, sino que exige contrarrestar influencias que proceden del resto de la sociedad, erradicando un modelo ancestral de relación, basado en el dominio y la sumisión, que tiende a reproducirse de una generación a la siguiente a través de mecanismo fuertemente arraigados.
Tras los grandes avances producidos en los últimos años hacia la igualdad y la prevención de la violencia de género, especialmente entre la adolescencia y la juventud, existe una importante resistencia a ese cambio, lo que indica que es preciso detectar con rigor y precisión para poder poner los medios para su superación. Los centros educativos deben tener mecanismo para erradicar el abuso y el empleo de la fuerza física, como modelo de relación y prevenir situaciones de riesgo y de exclusión.
En Noviembre del año 2014 el Gobierno centró una nueva campaña de sensibilización en los más jóvenes: la violencia machista también golpea a los adolescentes. En esta campaña de sensibilización se trataba de prevenir la violencia machista desde sus manifestaciones más tempranas y ayudar a los adolescentes a detectar los primeros signos del maltrato.
Los últimos estudios han detectado que el acoso y la vigilancia a través de las nuevas tecnologías y los mensajes a través de los teléfonos móviles han aumentado entre los jóvenes. Y que el sexismo y los estereotipos de género perviven entre los adolescentes. El 4% de las adolescentes de entre 14 y 19 años han sido agredidas por la pareja con la que salen o salían, y casi una de cada cuatro se ha sentido coaccionada. Además, no hay que olvidar, que esta creciendo el número de menores investigados por violencia machista.
Según las estadísticas del Consejo General del Poder Judicial, en 2013 aumentó un 5% el número casos en los que los menores maltratadores fueron juzgados. Y según señala el Diario El País, Las víctimas de violencia machista a las que los jueces otorgaron medidas cautelares u órdenes de protección aumentaron en 2014 entre las mujeres más jóvenes y entre las mayores, según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE) conocidos este martes. Un total de 576 mujeres menores de 18 años figuran en el Registro Central del Ministerio de Justicia en 2014, un 15,4% más que el año anterior. Entre las mujeres de 65 a 69 años el número de víctimas protegidas se incrementó un 21,3%; en la franja de edad de 70 a 74, un 25,9%.
En esta década se han desarrollado protocolos para proteger a las mujeres que denuncian situaciones de maltrato, especialmente el Sistema de Seguimiento Integral de las Víctimas (VIOGEN).
Y que según su ultima actualización, a fecha de 30 de septiembre de 2014 estaban activos en este sistema 54.146 casos de violencia machista. Al hilo de ello es conveniente señalar que en 15.972 de estos casos, se había habilitado algún tipo de medida de protección policial. A pesar de estos protocolos, el porcentaje de mujeres asesinadas que habían denunciado su situación previamente se sitúa en torno al 31%. A consecuencia de todo ello, un total de 5.520 hombres cumplen actualmente condena por delitos de maltrato o asesinatos machistas.
Constituye una práctica desgraciadamente demasiado frecuente que las propias víctimas de estas agresiones relativicen sus ataques, en ocasiones las mismas se justifican sobre la base de los celos, de su agresividad física o verbal, etc., para tratar de exculpar al agresor. Y esta situación se argumenta con cualquier justificación con relación a los desprecios a los que son sometidas, a los ataques, a las faltas de respeto y de consideración. Asumen con resignación esos «castigos emocionales» y/o “corporales”.
En la inmensa mayoría de los casos las victimas no son conscientes de sentirse maltratadas y justifican todos los actos vividos como algo pasajero. Pero, además, preocupa la banalización de las conductas agresivas. Hay muchos adolescentes que observan que las parejas en general discuten y tienen desacuerdos y desencuentros.
Esta circunstancia, según señala ANAR lleva a los adolescentes a suponer que la violencia es inevitable en las relaciones de pareja, hasta el punto de confundir el acoso y las agresiones como amor, preocupación e interés. Esto hace que las víctimas no sientan la necesidad de pedir ayuda hasta que la situación es insostenible y que las adolescentes no identifiquen las conductas de abuso psicológico.
Pero no debe pasarse por alto, que a la postre la situación de violencia genera en la víctima una percepción de amenaza constante. Se desestabiliza la seguridad personal y familiar, repercutiendo estas consecuencias biopsicosociales en los hijos, ya que en ocasiones son victimas o testigos de estos episodios de violencia.
Numerosos estudios muestran, como antes se anticipó, que el desarrollo psicológico de estos menores criados en ambientes de malos tratos, se balanceen entre conductas altamente agresivas o antisociales, a comportamientos de inhibición, retraimiento social o miedo paralizante. En todos los casos se presenta una alta frecuencia de síntomas de depresión, ansiedad y una alta inadaptación social, personal y escolar.
Debe reiterarse que la etapa evolutiva en la que se encuentran los menores o adolescentes es decisiva para determinadas consecuencias a medio y largo plazo que puedan presentar tras los sucesos de violencia. Este debe ser un criterio determinante para las acciones terapéuticas, pedagógicas, jurídicas y sociales que se deberán llevar a cabo con estos menores.
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