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¿Quién decide al final de la vida?

¿Quién decide al final de la vida?
Fernando Pinto Palacios es magistrado y doctor en Derecho.
31/1/2016 17:29
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Actualizado: 31/1/2016 17:48
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El día 11 de enero de 1983 Nancy Cruzan y su esposo Paul Davis salieron de un bar de una localidad de Missouri para regresar a casa. Cada uno volvería en su coche.

A medio camino, Nancy perdió el control de su vehículo, sufrió un impacto y salió despedida por la luna delantera.

Su cabeza cayó en un charco de agua helada.

Tenía veinticuatro años y no llevaba el cinturón de seguridad. Cuando llegaron los servicios médicos, no tenía signos vitales. Después de muchos esfuerzos, lograron restablecer la respiración y la frecuencia cardíaca. Sin embargo, su cerebro había estado sin oxígeno durante más de catorce minutos provocando daños irreversibles.

A las dos semanas del accidente, los médicos comunicaron a los padres que Nancy que su hija se encontraba en estado vegetativo persistente. Nunca recuperaría la conciencia.

Aunque podía respirar de manera autónoma, necesitaba ser alimentada e hidratada a través de una sonda conectada al estómago. Transcurridos tres años, los padres solicitaron a los médicos que retiraran la sonda a su hija.

El centro sanitario se negó hasta que dicha petición fuera autorizada por un Tribunal. Los padres de Nancy acudieron entonces al Juzgado Federal de Primera Instancia. El Juez Teel accedió a su petición al considerar que se habían practicado pruebas que acreditaban que la paciente hubiera rechazado ese tratamiento médico.

La sentencia otorgó una especial relevancia a la declaración prestada por una compañera de piso de Nancy. La testigo manifestó que Nancy le había dicho hacía cinco años que, si en-fermaba hasta el punto de quedar incapacitada, su deseo era no seguir viviendo en esas circunstancias.

Tras sucesivos recursos, el caso se resolvió finalmente en 1990 por el Tribunal Supremo estadounidense que estableció que los pacientes tenían derecho a rechazar tratamientos médicos de manera anticipada a través de un testamento vital.

El extraordinario avance de la medicina en la segunda mitad del siglo XX ha provocado una transformación del modelo tradicional de morir en un modelo tecnológico.

Desde que en 1967 el doctor Barnard anunciara al mundo que había concluido con éxito el primer transplante de corazón, las sociedades industrializadas han asistido a un desarrollo sin precedentes de los tratamientos de soporte vital y de las medidas de reanimación que han otorgado a los profesionales sanitarios el poder de prolongar indefinidamente vidas humanas que, en ausencia de tales medidas, ya habrían concluido.

Esta ‘fascinación tecnológica’ se ha ido desarrollando de forma paralela a un mayor reconocimiento de la autonomía del paciente pues, antes de efectuar cualquier actuación sobre la salud de una persona, es necesario recabar su consentimiento informado.

Los problemas surgen cuando el paciente no puede expresar su voluntad. En estos casos, nos encontramos ante una difícil encrucijada

Los problemas surgen cuando el paciente –como en el caso de Nancy Cruzan- no puede expresar su voluntad. En estos casos, nos encontramos ante una difícil encrucijada.

¿Quién decide por el paciente: los familiares o los médicos?

¿Pueden estas personas decidir sobre el rechazo de un tratamiento médico que va a conducir a la muerte del paciente?

Y en el caso de que puedan tomar esta decisión, ¿con arreglo a qué criterios?

¿Cómo podemos asegurarnos de que esa decisión responde verdaderamente a la voluntad del paciente?

En definitiva, si desconocemos la voluntad real de un paciente inconsciente, ¿cómo podemos determinar qué es lo mejor para su situación? Si afrontamos este dilema, ¿cómo debemos resolver?

¿Otorgando primacía al valor que representa toda vida humana y prolongarla artificialmente gracias a los avances científicos, aun cuando haya constancia médica de que el paciente no va a recuperar nunca la conciencia?

¿Debemos decidir en términos de calidad de vida?

¿Hasta qué punto es lícito prolongar artificialmente la vida de un paciente en estado vegetativo persistente si ello conlleva una reducción drástica de la dignidad reconocida a todo ser humano?

El debate en torno a estas cuestiones ha propiciado la aparición del testamento vital.

Gracias a este documento, podemos dejar por escrito las instrucciones que deben seguirse ante determinados tratamientos médicos en caso de que nos encontremos en una situación en la que no podamos expresarnos.

De esta manera, nos aseguramos que nuestra voluntad será respetada y, al mismo tiempo, podemos evitar que los familiares más cercanos tengan que asumir la responsabilidad de adoptar decisiones ciertamente difíciles e incómodas.

A pesar de sus ventajas, en España solo 150.000 personas han redactado este documento. Una de las razones de este fracaso es, precisamente, que la muerte constituye un tema tabú en nuestras sociedades. Quizá sea el momento de recordar las palabras pronunciadas por Séneca hace casi dos mil años: «Necesitamos la vida entera para aprender a vivir y también –cosa sorprendente- para aprender a morir».

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