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La quimera del «papel cero»

La quimera del «papel cero»
Susana Gisbert es fiscal en la Audiencia Provincial de Valencia.
14/2/2016 14:37
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Actualizado: 14/2/2016 14:38
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Llevamos mucho tiempo oyendo, escribiendo y leyendo sobre el famoso Papel Cero y su hija predilecta Lexnet.

Disfunciones, quejas, desbarajustes y problemas varios se suceden un día tras otro sin que nadie sepa muy bien cómo arreglarlo. O sin que quiera.

El caso es que, a primera vista, puede parecer desde fuera que quienes transitamos por el mundo de Juzgados y Tribunales somos unos protestones que no hacemos otra cosa que quejarnos y poner pegas a todo. Incluso hay quien cuestiona que no nos interese la modernización y prefiramos seguir anclados en el pasado de los expedientes atados con cuerda floja y el trasiego en carritos de supermercado que tan familiar nos resulta.

Y nada de eso.

Estoy segura que a los operadores jurídicos, como a cualquier ciudadano de a pie le parece no solo bien sino de perlas que nos modernicemos, digitalicemos y que entremos no solo en el siglo XXI sino en el XXII a ser posible.

Pero las cosas o se hacen bien o no resultan. Y aquí nos hemos encontrado con un tren de alta velocidad que se ve obligado a circular por un las vías de un ferrocarril de mercancías. Y que encima, se ha terminado a correprisa y sin pulir los acabados, y va soltando tuercas y tornillos al menor bache que encuentra. Y así nos va.

Y es que el tema va mucho más allá de si Lexnet funciona bien o mal, y si hay que suspender su aplicación. Que también.

Pero la cuestión es más profunda, es una cuestión de concepto, que se puede resumir en un dicho tan simple como el de que no se puede empezar la casa por el tejado. Nos han vendido la quimera del Papel Cero y la digitalización a partir de ese sistema, y con una implantación de modo progresivo.

Y esa implantación no sería más que el tejado de un edificio cuyos cimientos no se han asentado.

¿Y por qué digo esto?

Muy sencillo. El proceso español está asentado sobre el documento físico, el papel de toda la vida.

Y cuatro disposiciones hechas precipitadamente no pueden cambiar el modelo de un plumazo, como si una varita mágica de prestidigitador fuera a hacer desaparecer el papel como por ensalmo.

La Ley de Enjuiciamiento Criminal data del siglo XIX y establece un sistema en que la base es el documento, el expediente y el legajo, con sus copias y sus sellos donde haga falta.

Y la ley de Enjuiciamiento Civil, aunque mucho más moderna, tampoco ha sabido salir de ese sistema en pro de una verdadera concepción digital. Al final, el verdadero documento que vale en el proceso es el que tiene una realidad física en papel, y la manera de viajar es lo único que ha previsto el sistema.

De modo que, al final de la corrida, no se trata sino de cambiar la impresora de sitio. Y eso no es digitalización, sino simple comodidad de las comunicaciones. Como un correo electrónico pero algo más sofisticado. O ni eso.

Los problemas están siendo muchos y variados. Desde los más relacionados con la tecnología en sí, como caídas del sistema e imposibilidad de interconexión, hasta otros más profundos como los relacionados con el derecho a la intimidad de las comunicaciones.

A ello se suma la inseguridad jurídica de la coexistencia de territorios que usan el sistema y otros que no lo hacen porque así lo han decidido. Y también de instituciones que lo usan y que no lo hacen, como ocurre en el caso de Fiscalía.

Resulta paradójico que los fiscales, que se supone que somos los garantes de la legalidad, nos hayamos visto obligados a no aplicar –al menos de momento- esa ley que obliga a las comunicaciones telemáticas por insuficiencia de medios y de previsión.

Y las consecuencias no son baladíes. Pueden llegar mediar muchos días entre la notificación de una sentencia a las partes que la reciben por Lexnet y al Ministerio Fiscal o la Abogacía del estado, que no lo hace, con las consiguientes disfunciones en cuanto a plazos, y la consecuencia de que la agilización deseada es imposible que se produzca.

Y suma y sigue. Sin apenas formación o sin ninguna hemos de enfrentarnos a problemas técnicos que, justo es reconocerlo, se tratan de solucionar con la mejor intención pero con la peor de las previsiones.

Y así no vamos a ningún sitio.

Letrados obligados a renovar sus equipos informáticos por problemas de compatibilidad, horas perdidas en problemas técnicos para los que no tenemos preparación y la constante zozobra de si habrá llegado este o aquel escrito o andará perdido en el ordenador de un compañero al que le ha llegado nadie sabe cómo, no hacen sino encrespar los ánimos y añadir problemas a los que existían.

Y es que la cuestión, repito, es de planteamiento. Lo que el sistema necesita es un cambio total, no una mera lavada de cara. Un sistema donde el documento sea lo que se transmite, no el papel en que finalmente se plasma, donde se puedan aportar a juicio sin un soporte físico que acaba llevándonos a lo de siempre. Y un cambio de mentalidad añadido, que aun queda mucho camino por recorrer.

Pero lo que parece imposible no lo es tanto. gisbert

En Hacienda, sin ir más lejos, hace ya tiempo que podemos presentar nuestra declaración de la renta a través de internet, sin que nadie nos pida que la grabemos en un pen driver, no que hagamos copias selladas y cuatriplicadas para las partes. Y si allí es posible, ¿por qué no habría de serlo en Justicia?

La respuesta que a una se le viene a la cabeza es desoladora y triste. Un estado que facilita todos los medios a la Administración encargada de hacernos cumplir nuestras obligaciones y se los sustrae a aquélla a través de la cual ejercitamos nuestros derechos muestra muy poco interés por el ciudadano.

Y eso es grave. Porque la cosa no es cuestión de abogados, de procuradores, de jueces, de fiscales, de letrados de la administración de Justicia ni de leguleyos varios. La Justicia emana del pueblo y es el medio de poder hacer valer nuestros derechos. Y si esto falla, la mesa caerá por que ceda una de sus patas.

Modernicémonos, desde luego. Pero empecemos las cosas por el principio. Que las prisas nunca fueron buenas consejeras.

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