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Si no levantas los ojos, creerás que eres el punto más alto

Si no levantas los ojos, creerás que eres el punto más alto
Fernando Pinto es magistrado, doctor en Derecho y académico correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación. Foto: Carlos Berbell/Confilegal.
13/11/2017 06:05
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Actualizado: 12/11/2017 22:04
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En el año 1998 salió publicado el libro “Las partículas elementales” escrito por Michel Houllebecq. En dicha novela se narra la historia de Michel Djerzinski, un científico solitario que descubre los fundamentos de la biología molecular para construir una nueva humanidad de clones felices alejados del egoísmo, la crueldad y la ira.

Con el paso de los años, esta nueva generación de seres nacidos por reproducción asexuada ha sustituido prácticamente a los antiguos humanos.

En la última página del libro, los acólitos de este nuevo mundo rinden homenaje a los antiguos humanos: “La ambición última de esta obra es saludar a esa especie infortunada y valerosa que nos creó. Esa especie dolorosa y mezquina, apenas diferente del mono, que sin embargo tenía tantas aspiraciones nobles. Esa especie torturada, contradictoria, individualista y belicosa, de un egoísmo ilimitado, capaz de explosiones de violencia inauditas, pero que sin embargo nunca dejó de creer en la bondad y en el amor. Esa especie que, por primera vez en la historia del mundo, supo enfrentarse a la posibilidad de su propia superación; y que unos años más tarde supo llevarla a la práctica. Ahora que sus últimos representantes están a punto de desaparecer, nos parece legítimo rendirle este último homenaje a la humanidad; un homenaje que también terminará por borrarse y perderse en las arenas del tiempo; sin embargo, es necesario que este homenaje tenga lugar, al menos una vez”.

El horizonte post-humano de Houllebecq plantea numerosos interrogantes acerca de nuestro futuro.

¿Seríamos capaces de renunciar a tener siempre la razón para evitar conflictos y sufrimiento en el mundo?

¿Estaríamos dispuestos a sacrificar parte de nuestra libertad a cambio de mayores niveles de felicidad?

¿Podríamos olvidar parte de lo que creemos para convivir mejor en sociedad?

¿Hasta qué punto nuestro egoísmo impide la búsqueda del interés general?

¿Tenemos escrito en el mapa de los genes la furia, el odio, la desconfianza y el miedo?

Quizá uno de nuestros mayores defectos sea la imposibilidad (en cierta medida, alentada por la desidia) de tener una visión global acerca de los conflictos que existen en el mundo.

Tendemos a pensar que las inquietudes políticas, sociales o económicas del país son, en realidad, los únicos problemas que existen en el planeta. Incluso, cuando se profundiza en estos dilemas, aparecen como irresolubles cuestiones que, en muchas ocasiones, dependen de un mejor entendimiento entre todos.

Basta levantar un poco la mirada para comprender lo pequeño que somos en la inmensidad de los retos que afrontamos en el siglo XXI.

Hay niños que nunca tendrán infancia porque han sido alistados para combatir en una guerra que nadie entiende. Miles de personas salen de sus países soñando con una vida mejor y solo encuentran el gélido fondo del océano.

Hay padres que nunca podrán jugar con sus hijos porque se los llevó una enfermedad que hace muchos años está desterrada de nuestras fronteras. Muchas mujeres son obligadas a vender su cuerpo a cambio de un puñado de falsas esperanzas.

Hay personas que, cuando miran atrás, ya no pueden abrazar a nadie porque todos sus familiares han muerto a consecuencia de un misil lanzado por alguien que no comprende para qué sirve la guerra.

Hay niños que quieren ir a la escuela y jugar con sus amigos, pero el hambre les ha quitado toda la fuerza de las piernas. No son pocos aquellos que, por disentir de un gobierno, sufren tortura y viven encerrados en campos de exterminio deseando que una muerte rápida les haga olvidar todo el dolor que han sufrido.

Hay pueblos enteros que viven en campamentos de refugiados a la espera de que alguien se acuerde de ellos y les ofrezca la posibilidad de construir su camino. Más de mil niños trabajan en los vertederos, examinando, analizando, revolviendo, todas las porquerías que nadie quiere en busca de algo que les permita comer ese día.

Vivimos en aquella parte privilegiada del planeta en la que no falta de nada.

Hay derechos, libertad, sanidad, educación, seguridad, justicia.

Sin embargo, nuestros problemas de convivencia se nos antojan un dilema irresoluble y el único centro de atención.

Si no queremos que en el futuro nos sustituyan –como en la novela de Houllebecq- por clones felices carentes de emociones, debemos reajustar nuestras miradas, comprarnos un prismático y observar a aquellos que no tienen nada.

La construcción de un mundo mejor nos exige una cura de humildad pues –como decía el escritor argentino Antonio Porchia– “si no levantas los ojos, creerás que eres el punto más alto”.

 

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