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Quien salva una vida

Quien salva una vida
Fernando Pinto es magistrado, doctor en Derecho y académico correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación. Foto: Carlos Berbell/Confilegal.
18/2/2020 06:30
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Actualizado: 18/2/2020 00:01
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Cuenta la leyenda que un escritor tenía una casita a orillas del mar en la que pasaba temporadas escribiendo y buscando inspiración para su libro.

Una mañana, mientras paseaba por la playa, vio a lo lejos la figura de un joven que se movía de manera extraña como si estuviera bailando.

Al acercarse, constató que era un muchacho que se dedicaba a recoger estrellas de mar de la orilla y las lanzaba de nuevo al mar.

– ¿Qué estás haciendo?, preguntó al joven.

– Recojo las estrellas de mar que han quedado varadas y las devuelvo al mar. La marea ha bajado demasiado y muchas morirán.

– Pero esto que haces no tiene ningún sentido. Es el destino de las estrellas. Morirán en la playa y serán alimento para otros animales. Además, ¡hay miles de estrellas en esta playa! ¡Nunca tendrás tiempo de salvarlas a todas!

El joven miró fijamente al escritor, cogió una estrella de mar de la arena y la lanzó con fuerza por encima de las olas.

Mientras contemplaban cómo la estrella se hundía lentamente en el horizonte, el joven le dijo: “Para ésta… sí que tiene sentido. Ésta, hoy, no se muere. Ni esta, ni esta…”.

Desconcertado, el escritor regresó a su casita enfrente de la playa.

Durante toda la tarde estuvo buscando inspiración para su libro. Pero las palabras se quedaron encerradas en su alma.

No podía comprender la conducta del joven.

¿Por qué actuaba de esa manera? ¿Acaso pensaba que podría salvar a todas las estrellas? ¿Y de qué serviría si la marea las devolvería a la playa en apenas unas horas?

Sumido en tales cavilaciones, el escritor apenas durmió.

Al día siguiente, salió a la terraza y contempló cómo el sol resplandecía sobre la inmensidad del océano. Un segundo bastó para comprender.

Salió corriendo hacia la playa en busca del joven y le ayudó a salvar estrellas de mar.

Una de las tendencias filosóficas que más han triunfado en los últimos años ha sido, sin duda, aquella que reclama un espacio cada vez mayor para el individuo.

Gracias a esta forma de pensar, hemos convertido la autonomía en el eje vertebrador de nuestra vida.

Estamos en condiciones de decidir –al menos, en la sociedad occidental– cualquier aspecto que incida en nuestro proyecto vital.

La postmodernidad ha roto las barreras que constreñían la libertad del individuo y ha ofrecido un abanico infinito de posibilidades que permiten configurar la vida de acuerdo a las preferencias de cada uno.

Este “paradigma de la autonomía” presenta, sin embargo, algunas sombras.

A medida que hemos ganado independencia, hemos perdido esos lazos invisibles que nos unían a la sociedad.

Cada vez estamos más preocupados por nosotros mismos y nos cuesta comprometernos con todo aquello que no nos afecta directamente.

La cohesión social se resquebraja pues intentamos priorizar siempre nuestras preferencias y, en ocasiones, demonizar las opciones de los otros a los que contemplamos como “adversarios”.

Hace años nuestra identidad personal se construía sobre la base de aquello que nos unía.

Ahora se edifica sobre aquello que nos diferencia.

La “autorrealización” se impone como un programa casi obligatorio para decir a los demás que eres especial, diferente y que no te sientes identificado con sus propuestas.

Y, de esta manera, en apenas unas décadas, hemos construido una sociedad cada vez más fragmentada, individualizada y solitaria que, preocupada por la satisfacción de los logros individuales, olvida la inmensidad de los retos globales que comprometen nuestro futuro.

A pesar del triunfo del individualismo, todavía hay muchos niños que van a la playa a coger estrellas del mar y devolverlas al océano.

Hay personas que piensan en los demás.

Hay personas que, aun siendo conscientes de su limitada capacidad para cambiar las cosas, siguen luchando en los rincones más perdidos y olvidados del mundo.

Esos héroes –anónimos e invisibles en el alud informativo- han dejado de mirarse en el espejo para bajar la cabeza y ayudar a quienes han perdido toda esperanza.

Quizá sea el momento de construir un nuevo lenguaje que recupere la importancia del “nosotros” pues –como dice el Talmud- “quien salva una vida, salva al mundo entero”.

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