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La protección de los consumidores en el 40 Aniversario de la Constitución y los olvidados vientos de protección

La protección de los consumidores en el 40 Aniversario de la Constitución y los olvidados vientos de protección
06/12/2018 06:15
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Actualizado: 06/12/2018 00:33
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A nivel comunitario, el reconocimiento del consumidor es muy cercano a nuestros días. No es hasta 1973, cuando la Asamblea Consultiva del Consejo de Europa aprueba la Carta Magna del Consumidor, Resolución 543/73 de la Asamblea del Consejo de Europa, cuna de los derechos básicos del consumidor (derecho a la protección y a la asistencia, derecho a la reparación de daños, derecho a su educación y derecho a la representación y consulta).

Poco tiempo después, estos derechos se perfilaban en lo que hoy son los cinco derechos fundamentales del usuario, a través del Primer (1975) y Segundo (1981) Programa Preliminar del Consejo de la CE para una política de protección y de información de los consumidores.

El reconocimiento constitucional de los derechos del consumidor, es propio de los textos constitucionales más recientes y vanguardistas, tan solo compartido en nuestro entorno comunitario de modo expreso por las Constituciones de Portugal (artículo 81) y Polonia (artículo 76).

En España, la defensa de los intereses de los consumidores y usuarios encuentra acomodo constitucional en el artículo 51 de nuestra Carta Magna, expresándose el legislador constituyente con el siguiente tenor:

  1. Los poderes públicos garantizarán la defensa de los consumidores y usuarios, protegiendo, mediante procedimientos eficaces, la seguridad, la salud y los legítimos intereses económicos de los mismos.
  1. Los poderes públicos promoverán la información y la educación de los consumidores y usuarios, fomentarán sus organizaciones y oirán a éstas en las  cuestiones que puedan afectar a aquéllos, en los términos  que la Ley establezca.

El artículo 51 CE supone la consagración en nuestro ordenamiento jurídico del denominado «principio pro consummatore». De estos derechos, los dos primeros contemplados en el apartado 1 del artículo 51, se han venido considerando derechos básicos o  sustantivos, imponiéndose a los poderes públicos la obligación de garantizarlos mediante procedimientos eficaces.

Por el contrario, el derecho a la información y educación, así como el fomento de las organizaciones de consumidores y usuarios y su audiencia, previstos en el apartado 2 del mismo precepto, se han interpretado como derechos instrumentales, toda vez que se entendían como medios para alcanzar la consecución de los primeros.

Los dos primeros apartados del precepto constitucional estudiado se encuadran dentro de los denominados principios rectores de la política social y económica.

Ello significa que nos hallamos ante reglas impuestas a los poderes públicos, que en consecuencia habrán de informar la legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos.

Vinculan en suma, como ha apuntado Rodríquez de Quiñones y de Torres, al legislador (STC 71/1982, de 30 de noviembre), al juez y a los poderes públicos (SSTC 19/1982, de 5 de mayo y 14/1992, de 10 de febrero). Su invocación ante la jurisdicción ordinaria, conforme lo dispuesto en el artículo 53.3 CE habrá de alegarse, atendiendo a su legislación de desarrollo.

Finalmente debe recordarse que su ubicación en el texto constitucional lo excluye de la privilegiada vía del recurso de amparo constitucional.

MANDATO REGULATORIO

Ligado a la protección de los consumidores, la voluntad de regulación del comercio interior y de un régimen de autorización de productos comerciales, es una previsión que también realizó el legislador constituyente, plasmando su propósito en el apartado tercero del artículo 51 CE.

  1. En el marco de lo dispuesto por los apartados anteriores, la Ley regulará el comercio interior y el régimen de autorización de productos comerciales.

En contra de lo que cabría deducir por su asiento en el Capítulo Tercero, no encierra un principio rector de la política social y económica, sino un mandato regulatorio encomendado a las Cortes Generales, que habrán de desarrollar en consonancia con los apartados anteriores del meritado precepto.

La inclusión de este último apartado del artículo 51 en la Constitución ha sido tachada de innecesaria de modo prácticamente unánime por la doctrina, pues es evidente que la ley tiene competencia para regular el comercio interior y la autorización de productos comerciales.

A pesar de que ciertamente no haya podido resultar afortunada la penetración de esta manifestación de voluntad en el texto constitucional, la feroz crítica vertida sobre el mismo ha de dulcificarse por el empeño que denota del constituyente en ligar la regulación de aquéllas materias a un intenso objetivo tuitivo de los consumidores y usuarios.

La encomienda dada al legislador por el texto constitucional, ha sido interpretada por la STC 227/1993, de 9 de julio, como compatible con la actividad legisladora de las Comunidades Autónomas, apuntando que «…esa llamada lo es a la ley formal o parlamentaria, tanto de Cortes como autonómica, y en razón de sus respectivas esferas competenciales».

Es obvio que la legislación ordenadora del comercio interior, no pretende como fin principal la regulación de la defensa del consumidor, pues como se deduce de la lectura del artículo 1 de la Ley 7/1996, de 15 de enero, de Ordenación del Comercio Minorista, esta tiene como objeto «establecer el régimen jurídico general del comercio minorista, así como regular determinadas ventas especiales y actividades de promoción comercial».

LOS PODERES PÚBLICOS, COMPROMETIDOS

Sin embargo, la actividad comercial, ejercida bajo la libertad de empresa y en el marco de la economía de mercado, conforme prevé el artículo 3 de la LOCM en concordancia con lo dispuesto en el 38 CE, puede quedar sometida a ciertos requisitos y condiciones (STC 227/1993, de 9 de julio).

Así, según recuerda Escribano Collado, los propios poderes públicos quedan comprometidos a proteger su ejercicio, pero simultáneamente a defender el régimen de la competencia, hacerla compatible con las exigencias de la economía general y con la defensa de los consumidores.

Consecuencia de todo ello, coincidiendo con el análisis realizado por Guillén Caramés, es que con la inclusión del apartado tercero del artículo 51 CE, la protección de los consumidores desplaza con su vis atractiva a los aspectos relacionados con el comercio interior.

Como ya apuntó Bermejo Vera, el hecho de que el mandato constitucional atribuya a los poderes públicos la obligación de garantizar la defensa de los consumidores y usuarios, no significa en modo alguno que ésta haya de desarrollarse exclusivamente en vía administrativa.

La protección de los consumidores y usuarios obedece a una multiplicidad de normas pertenecientes a distintas disciplinas jurídicas (Derecho civil, penal, administrativo, mercantil, procesal…).

Esta realidad heterogenia, aunque ligada por el denominador común del espíritu teleológico de defensa de los intereses de los consumidores, ha suscitado el debate sobre el nacimiento de una nueva rama de la ciencia jurídica denominada Derecho del Consumo o Derecho de los consumidores.

Más allá del debate científico, en el que no procede sumergirse, el carácter pluridisciplinar de la protección de los consumidores y usuarios, ha sido destacado por el Tribunal Constitucional, en las dos sentencias fundamentales que ha emitido sobre la materia (SSTC 71/1982, de 30 de noviembre y 15/1989, de 26 de enero).

DERECHO DE CONSUMO

Y lo que hoy es indudable, es que este denominado “Derecho del Consumo”, se ha instalado ha abierto paso en nuestros tribunales, como evidencia la calamitosa creación de los denominados “Juzgados de Condiciones Generales” merced a la extensión del maltrato que están padeciendo los consumidores y usuarios.

En este escenario, nos encontramos la paradoja de pertenecer uno de los pocos Estados que han tenido la visión vanguardista de encumbrar la protección de los consumidores en su texto constitucional y sin embargo ser el paradigma de los fraudes y abusos al consumidor, lo que evidencia la falta efectiva de aplicación del precepto.

Sin duda, por la falta de voluntad política de los mandatarios posteriores a nuestros constituyentes. Fernández de la Gándara se refería con razón a la situación que estamos contemplando como una preocupante degradación de la posición del consumidor.

El propio nacimiento de la Ley 26/1984, de 19 de julio, General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, que desarrolla el mandato constitucional, ya nace marcado por la tragedia del envenenamiento masivo de la colza.

El 1 de mayo de 1981, fallecía en Torrejón de Ardoz, con ocho años de edad, en brazos de su madre y a 100 metros del hospital, -siendo la tercera vez que acudía en aquélla noche ante la falta de percepción de la tragedia-, Jaime Vaquero García, presentando una sintomatología que inicialmente se asemejó a la neumonía.

Apenas una semana después eran once los fallecidos. Antes de que terminara el mes ya se contabilizaban más de 2.500 afectados.

Mientras tanto, el entonces ministro de Sanidad Sancho Rof, trivializaba con lo que sería la indeleble tragedia de miles de consumidores: “Es menos grave que la gripe. Lo causa un bichito del que conocemos el nombre y el primer apellido. Nos falta el segundo. Es tan pequeño que si se cae de la mesa, se mata (sic)”.

Ese mismo año el bichito del ministro de Sanidad acabó con más de 20.000 afectados, cerca de 1000 fallecidos que se estiman por causa del envenenamiento y el bautizo del bichito como Síndrome de Aceite Tóxico (SAT).

El clamor y el dolor popular, no la bondad política del legislador, forzó los trabajos de elaboración de una norma general de defensa de los consumidores y usuarios. En diciembre de ese mismo año se creaba también el Ministerio de Sanidad y Consumo.

La experiencia cosechada en nuestro país, pasará a los anales de la historia del Derecho de Consumo, como ya comienza a estudiarse en Universidades extranjeras el paradigma consumerista español, como un caso singular de afectación masiva de los intereses económicos de los usuarios con signos predatorios del ahorro tal y como advirtiera el catedrático Alonso Espinosa.

ESTADO DE IMPUNIDAD O COMPLACENCIA

Nótese que en apenas una década hemos padecido un alud de ejecuciones hipotecarias embrionarias de multitud de cláusulas abusivas, participaciones preferentes, obligaciones subordinadas o productos complejos colocados a nuestros mayores –niños de la guerra- que hasta entonces mantenían sus ahorros en su cartilla y depósitos a plazo-, multidivisas ininteligibles para la inmensa mayoría de consumidores medios, salidas a bolsa o ampliaciones de capital con captación de ahorros masivos carentes de fidelidad en la bonanza económica de las cuentas y balances presentados a los minoristas).

Nuestros consumidores, nuestra sociedad, no puede perpetuarse en este estado de impunidad o complacencia.

En España, no existe una protección real de los consumidores como grupo más allá de la acción declarativa o de cesación. Existe una protección del consumidor en singular. Una protección ineficaz, que únicamente es capaz de extender su manto protector a aquel usuario persistente que encarnaba Paco Martínez Soria en ‘Don R que R’ que es capaz de luchar por sus 257 pesetas frente al Banco Universal.

Es imprescindible un profundo y severo replanteamiento del esquema normativo actual que camine hacia el establecimiento de un sistema de daños punitivos y fortalecimiento de la acción colectiva que verdaderamente desincentive el abuso al consumidor.

No puede salir más beneficiosa la infracción generalizada a la sociedad que la deuda que haya de afrontarse por la reclamación de los más persistentes y tenaces consumidores que no son sino el vértice del iceberg de los perjudicados

La bóveda que cierra la defensa del consumidor tras el reconocimiento del derecho constitucional, ha de ser el otorgamiento de mecanismos procesales que posibiliten su ejercicio y el otorgamiento de medios reales a las Administraciones de Consumo para permitirles cumplir con su labor.

El derecho no está llamado ni a engrosar códigos, ni a embellecer bibliotecas, ni a generar declaraciones programáticas huérfanas de aplicación, sino a satisfacer las demandas prácticas de los ciudadanos.

La confianza del consumidor en el sistema creado para la protección de sus intereses se logra cuando ve efectivamente resueltos sus conflictos de modo asequible y en tiempo razonable.

Algo, que intuyeron nuestros visionarios constituyentes y que parece, quedó en el olvido del 78.

Feliz aniversario consumidores, y que la nueva década recupere aquellos vientos.

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