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Desorientación política y pactos de Gobierno

Desorientación política y pactos de Gobierno
El autor de esta columna, Javier Junceda, es jurista y escritor.
El declive de las democracias de nuestro tiempo encuentra en la formación de gobiernos una prueba palpable
07/5/2019 06:15
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Actualizado: 07/5/2019 00:31
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La desideologización generalizada de los principales partidos, orientados hacia la personalidad de sus líderes y a asuntos coyunturales que se abordan desde patrones apresurados y circunstanciales, desplaza cualquier posibilidad de afrontar la realidad y el porvenir a partir de los planteamientos derivados de las corrientes políticas más asentadas del pensamiento occidental.

Esas solventes doctrinas en buena medida inexploradas hoy, continúan siendo la socialdemocracia, el liberalismo y el conservadurismo.

Sus cimientos llevan soportando con éxito los sistemas nacionales desde hace décadas.

Sin embargo, han sido orilladas paulatinamente por quienes encarnan en la actualidad a las formaciones que se autoproclaman representantes de esos ideales que han aglutinado hasta ahora a nuestras sociedades.

En este estado de cosas, resultan notorios los inconvenientes para identificar a las ofertas electorales en alguna de esas categorías políticas tradicionales.

Esto se pone especialmente de manifiesto entre los liberales y los conservadores, perdidos en una nebulosa ubicuidad que impide cualquier tibio intento de clasificación.

A estos últimos les cuesta bastante redescubrir sus esencias, que se basan en lo que Roger Scruton tanto insiste: los valores de la nación, del solar patrio compartido, con sus singulares formas de ser y de ver la vida, incluyendo ahí a todo aquello que nos ha llevado a convertirnos en el país que somos.

Esa amalgama de moral, historia, educación, tradición, familia, urbanidad, lengua, religión, costumbres…constituyen algunos de los atributos del conservador, que también pueden perfectamente convivir con una adecuada economía de mercado y una moderada intervención del Estado en la sociedad.

De hecho, algunos conservadores despistados se llaman a sí mismos “liberal-conservadores”, devaluando sin querer un pensamiento tan potente, sino más, que el liberal.

Como se ha visto recientemente en España, un país no se gobierna solamente desde la economía, por buena gestión que se haya realizado en ese delicado tema. Igual le sucedió al conservadurismo de Thatcher, que Scruton califica de mero liberalismo con ropaje conservador.

Los criterios conservadores no se limitan solo a eso, aunque resulte tan importante, sino que se extienden al resto de ámbitos.

Aciertos y errores pasados

Profundizando en los aciertos y errores del pasado en todos los terrenos como trampolín para afrontar el futuro, una forma de entender el mundo y al individuo que no es solamente racional y conveniente, sino la que la mayoría tratamos de poner en práctica en nuestros hogares a diario y desde tiempo inmemorial.

Esa proyección de la filosofía y la cultura conservadoras hacia todo el espectro de interés ciudadano, a diferencia del liberalismo centrado en los dineros y en la búsqueda de una modernidad acrítica, no está siendo sin embargo reivindicada por los que se dicen sus legítimos herederos.

Sino que curiosamente la evitan apelando a un centro ideológico indeterminado que cede su espacio a posturas extremadas que tienen poco de conservadoras, al inclinarse hacia tendencias totalitarias difícilmente armonizables con las que ha venido considerando la mesurada derecha democrática, aparte de asentarse en postulados propios de conversaciones de taberna con algunos vinos de más.

Al lado de esta penosa indefinición entre opciones, está la acusada confusión acerca de la configuración de los gobiernos tras las elecciones, que sigue quedando al albur de pactos o acuerdos entre partidos, compartan o no un similar ideario.

Los programas, por más que se lleven al notario, no resultan documento obligacional alguno, lo que abona esas posibilidades de cambalache entre los elegidos, que pueden permitir en potencia que accedan a los ministerios personas que no solo no coinciden en sus ideas, sino que se oponen abiertamente a las mismas, incluso tras campañas electorales en las que no omiten exabruptos o descalificaciones gruesas entre candidatos, luego compañeros de gabinete.

¿Podría tener este escenario solución convirtiendo a los programas en algo jurídicamente obligado en nuestras leyes, en especial a la hora de contemplar los pactos una vez celebrados unos comicios?

De hacerse así, trasladaríamos al juzgador el grave dilema de discernir cuándo se cumple o incumple de accederse al poder, algo que, al tratarse de una cuestión de naturaleza genuinamente política, debería quedar fuera de su ámbito jurisdiccional.

Más bien la solución pasa por ese desiderátum de contar con representantes más preparados y responsables que los que tenemos, aunque, como dejó dicho el conde de Maistre, “los votantes y los países tienen los líderes que se merecen”.

Con todo, la cuestión de la constitución de gobiernos en España continúa siendo un problema permanente al no haberse querido llevar aún la fórmula de elección de los alcaldes al ejecutivo estatal, permitiéndose sin embargo estos juegos de tronos infantiles entre partidos, que tanto daño nos hacen como país.

Que gobierne en solitario, en suma, aquél que ha triunfado aunque sea por un solo sufragio en las elecciones, pudiendo garantizársele al menos la aprobación presupuestaria anual para ello, y los demás céntrense en su riguroso control parlamentario, proponiendo mejoras para la nación y haciendo una leal oposición que les conduzca algún día al poder.

Todo lo que se salga de ahí, ni es política ni democracia, sino todo lo contrario.

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