El Supremo confirma la condena al exviceministro Montano por el asesinato de cinco jesuitas en El Salvador en 1989
Le impone penas de 26 años, 8 meses y un día de prisión por cada uno de los delitos. Foto: EP.

El Supremo confirma la condena al exviceministro Montano por el asesinato de cinco jesuitas en El Salvador en 1989

La Sala señala que estuvo presente en todas las reuniones donde se decidieron los asesinatos y que los cuerpos de seguridad dependían directamente de él
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03/2/2021 14:32
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Actualizado: 03/2/2021 14:32
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El Tribunal Supremo ha confirmado la condena impuesta por la Audiencia Nacional al exviceministro de Seguridad Pública de El Salvador Inocente Orlando Montano por el asesinato de cinco jesuitas españoles, entre ellos el sacerdote Ignacio Ellacuría, cometidos la noche del 15 al 16 de noviembre de 1989 en la universidad Centroamericana José Simeón Cañas.

La Sala de lo Penal confirma que fueron asesinatos de carácter terrorista por los que le impone penas de 26 años, 8 meses y un día de prisión por cada uno de los delitos. Lo que suma 133 años de cárcel. El límite de cumplimiento será de 30 años.

La sentencia de la Audiencia Nacional también consideró a Montano autor de los asesinatos de otro jesuita salvadoreño, la cocinera de la universidad y la hija de ésta de 15 años, ejecutados junto con los religiosos, pero no se le pudo condenar por estos hechos al no haber concedido Estados Unidos su extradición  por esos crímenes.

El tribunal, formado por Manuel Marchena Gómez -presidente-, Antonio del Moral García, Pablo Llarena Conde, Vicente Magro Servet -ponente- y Eduardo de Porres Ortiz de Urbina, desestima así el recurso de casación interpuesto por Montano contra la resolución de la Audiencia Nacional del pasado mes de septiembre.

En la sentencia 64/2021, 28 de enero, que es firme, el tribunal considera acreditado que los miembros componentes del Alto Mando de las Fuerzas Armadas salvadoreñas, como núcleo decisor colegiado, entre los que se encontraba el acusado, Inocente Orlando Montano, al ver amenazada su situación de poder y de control ante la ofensiva desarrolla en noviembre de 1989 por el FLMN, decidieron ejecutar a  Ignacio Ellacuría, la persona que de forma más intensa y efectiva impulsaba, desarrollaba e intentaba llevar a las dos partes en conflicto a la paz, a través del diálogo y la negociación.

Para ello, siguiendo un plan preconcebido, dieron la orden directa, personal y ejecutiva al coronel director de la Escuela Militar, de ejecutar al jesuita, «sin dejar testigos vivos de ello, para lo que le facilitaron los medios necesarios que asegurasen el buen fin de la operación, al poner a su disposición, y bajo su mando, al Comando del Batallón Atlacatl desplazado a San Salvador, por orden del mismo Alto Mando, a través del jefe de Estado Mayor, a fin de efectuar tales ejecuciones».

«Conociendo que Ignacio Ellacuría no se encontraba solo en la Residencia de la Universidad, dieron la orden directa de ejecutar a cuantos estuvieran presentes en citada residencia el día de los hechos, a fin de no dejar testigos».

Para la Sala el relato de hechos probados es sumamente descriptivo de lo que ocurrió y supone «un auténtico relato de terror y del horror que tuvieron que vivir las víctimas de este crimen de Estado».

Los cuerpos de seguridad dependían directamente de él

El Supremo explica que Orlando Montano como miembro del Alto mando estuvo presente  en todas las reuniones donde se decidieron  los asesinatos y que los cuerpos de seguridad dependían directamente de él.

Rechaza la eximente de estado de necesidad alegada por el recurrente al no concurrir los elementos de proporcionalidad ni de necesidad.

En este sentido, indica que «en el presente caso no es que no exista tal desproporción, es que al acusado no le apremiaba ningún conflicto de intereses que hiciese necesario dar muerte a Ignacio Ellacuría, a sus compañeros, a su cocinera y a la hija de ésta; ellos no eran parte del conflicto armado, no se estaban enfrentando a quienes ordenaron el crimen, no existiendo causa de justificación que permitiría justificar la agresión mortal a la vida de ocho personas, cometiendo un crimen que fue más allá de la gravedad y consecuencias del atentado contra la vida de las víctimas, pues pretendía aniquilar las esperanzas de paz de toda una sociedad, hostigada después de diez años de guerra interna».

Para la Sala resulta absolutamente rechazable alegar el estado de necesidad y miedo insuperable, «en una situación en la que la decisión de matarles se toma por el Alto Mando en el que estaba el recurrente y no solamente ello, sino en una forma de absoluta indefensión para las víctimas cuando estas decisiones se adoptan desde el poder establecido y utilizando ‘las armas del poder’ frente a unas víctimas absolutamente indefensas a las que matan por unos teóricos ideales que tenían, y/o relacionándolos con movimientos de resistencia pública».

Por ello es descartable, según el tribunal «que el poder del Estado pueda por uno de sus miembros plantar el estado de necesidad o el miedo insuperable como argumentos jurídicos para tomar una decisión tan grave como la de ejecutar con el propio instrumento de seguridad del Estado a unas víctimas indefensas que nada pudieron hacer para defenderse».

El tribunal avala la tipificación de los hechos como asesinato (artículo 406 del CP) en concurso con delito de terrorismo (artículo 174 bis b) al encuadrar la conducta desplegada por el Alto Mando como un acto terrorista.

«En efecto, se utiliza por el Alto mando el aparato del Estado para llevar a cabo una auténtica ejecución civil de ciudadanos para crear una apariencia ante la sociedad de que actuaban contra el Estado, cuando lo que se perpetró es un auténtico asesinato con modalidad amparada en el ‘terrorismo de Estado’ para alterar en realidad la convivencia social y llevar a cabo ‘crímenes de Estado’ que conceptualmente no se diferencia del terrorismo realizado por grupos organizados».

Para la Sala, la lectura de los hechos probados evidencia la concurrencia de que se trató de un acto alevoso tendente a asegurar el crimen y a evitar cualquier opción de defensa que pudieran llevar a cabo los asesinados.

«Desde el momento en que el acusado, como miembro del núcleo decisorio, residenciado en el Alto Mando de las Fuerzas Armadas, participó en la decisión de ordenar al Coronel Director de la Escuela Militar acudir de madrugada a la Residencia de la UCA, en donde vivían las víctimas, a fin de ‘proceder contra ellas, es decir, ejecutar tanto a Ignacio Ellacuría como a quienes se encontrasen en el lugar, sin importar de quienes se tratase, a fin de que no hubiera testigos de los hechos».

Esto, explica, «lo hace dotando al citado Coronel de un Comando compuesto por unos cuarenta soldados, pertenecientes a un Batallón de élite de las Fuerzas Armadas, entrenados por el ejército de los Estados Unidos de América, fuertemente armados y equipados, sin que las víctimas tuviesen ninguna capacidad de defensa, pues se encontraban durmiendo, fueron llevadas a un patio y allí, tras ordenarlas ponerse tumbados boca abajo, se les descerrajaron disparos, de fusiles de asalto AK-47 y M-16, en la cabeza».

Por todo ello desestima el recurso, pues como destaca, «no puede sostenerse ni admitirse que se alegara que la muerte de los sacerdotes era necesaria para ‘salvar la vida de los miembros del Gobierno y ciudadanos salvadoreños’ y que no había otra forma de resolver el problema que tenían ante los opositores».

Y es que, según se recoge en la sentencia, «se alega, lo que es absolutamente descartable, que ‘la decisión de atacar a los líderes del grupo guerrillero fue en ese momento la más idónea y menos lesiva’. No puede, por ello, admitirse esta ejecución criminal ordenada por miembros del aparato del Estado como una ejecución justificada, ya que el asesinato de ocho personas indefensas por miembros de las Fuerzas armadas por orden de los integrantes del Poder del Estado no puede tener cobertura de estado de necesidad, miedo insuperable o error invencible».

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