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Las pesadillas de los legisladores producen monstruos: la pandemia ya estaba prevista en el XIX

Las pesadillas de los legisladores producen monstruos: la pandemia ya estaba prevista en el XIX
Manuel Bellido es abogado, está especializado en Derecho Mercantil y pertenece al despacho Lawyou.
18/3/2022 06:47
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Actualizado: 18/3/2022 10:08
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Antonio Machado hacía decir a sus sosías, Juan de Mairena, que era conservador respecto a las cosas que estaban bien. Viene este recordatorio al hilo de la avalancha legislativa que hemos sufrido, y seguimos sufriendo, con ocasión de la pandemia.

Ciertamente en los casi dos años pandémicos que llevamos los múltiples legisladores que nos rodean han caído en un frenesí regulatorio que ha provocado que los boletines oficiales hayan tenido que trabajar en régimen de 24/7/365.

Hace tiempo que dejé de contar, pero a mediados del año pasado, 2021, la cifra de normas publicadas ya rebasaba las trescientas.

Y si hablamos de un frenesí en la producción legislativa hay que decir que esta situación frenética ha alcanzado dimensiones siderales desde el lado de los receptores de ese denodado esfuerzo de los legisladores.

En efecto, los que tenemos que estudiar, aplicar, conocer o soportar las normas nos hemos visto, y seguimos viendo, en una carrera contra reloj, y muchas veces sin recorrido ni meta clara, para intentar desentrañar el precepto que en cada momento está en vigor.

Y todo ello agravado con la defectuosa técnica legislativa a la que, cada vez más, desgraciadamente el legislador nos tiene acostumbrado: disposiciones derogatorias genéricas o inexistentes, modificaciones parciales de normas sin acudir a un texto refundido, abuso de disposiciones ómnibus, superposición y contradicción de preceptos o ausencia/multiplicidad de vacatios legis.

CUESTIONES DE MÁS CALADO

Y con esto me estoy refiriendo sólo a defectos formales, pero no a cuestiones de más calado, como el abuso del recurso al Decreto Ley o la falta de atención a cuestiones de extraordinaria urgencia –¿para cuándo la regulación de las reestructuraciones empresariales o de la rebus sic stantibus?– que darían para hablar largo y tendido.

En definitiva, al caos lógico que produce toda situación socialmente extrema se ha unido el caos legislativo lo que, a la postre, se ha traducido en inseguridad jurídica y eso no es bueno para nadie.

Ante esta descripción apocalíptica, aunque reconozco que parcialmente exagerada, la respuesta parece obvia: estamos ante circunstancias extremas y sin precedentes y su gravedad y la urgencia en afrontarlas ha derivado en fallos lógicos producto de la improvisación y de la falta de experiencia en estas situaciones límite.

Y en esta línea habría que concluir dando gracias a que los avances de que disfrutamos en el siglo XXI han permitido afrontar el reto legislativo, a pesar de cierto desorden, con indudable éxito.

No estoy yo, sin embargo, tan seguro de esa omnipotencia del legislador del XXI en comparación con los del pasado. Y como muestra un botón.

Si van al Código de Comercio, de 1885, que, aunque en gran parte derogado, parcheado e irreconocible, está vigente (¿para cuándo uno nuevo?) les ruego que se detengan en su último artículo, el 955, todavía en vigor.

Contiene una previsión para determinadas calamidades públicas y generales, entre las que expresamente se incluye “la epidemia oficialmente declarada”.

Nos dice dicho precepto que en esos supuestos el Gobierno, dando cuenta a las Cortes, “podrá suspender la acción de los plazos señalados por este Código para los efectos de las operaciones mercantiles”.

Puede decirse mejor pero no más claro, concreto y preciso.

En un párrafo y, si lo queremos, en una frase se resume el hecho de partida y la consecuencia jurídica que del mismo se quiere derivar.

Y si nos vamos al Código Civil, de 1889, veremos que, aunque con más extensión, se siguen los mismos criterios de claridad sencillez y precisión a la hora de regular el testamento en tiempo de epidemia.

EPIDEMIA: UN SUCESO MÁS HABITUAL HACE DOS SIGLOS

Se puede decir razonablemente que una epidemia era un suceso más habitual hace dos siglos y por ellos los gobiernos, y los ciudadanos, estaban más acostumbrados al mismo.

Pero a esa coartada tranquilizadora se le puede oponer una duda legítima: ¿no sería acaso una buena idea ver cómo se hicieron las cosas en el pasado para mantener lo bien hecho?

Ciertamente, estamos en medio de uno de esos grandes saltos que cíclicamente experimenta la humanidad.

En épocas como en ésta, frente a los perdidos y temerosos, se encuentran los deslumbrados por el cambio y que pretenden, también en el ámbito legislativo, poner el cuentakilómetros a cero, o lo que es peor, crear una nueva vía rápida, en lo que, al fin y al cabo, es la misma carretera.

Según el cristal con el que se lea este artículo se puede pensar que el mismo dirige sus dardos a Tirios o a Troyanos según las preferencias políticas del lector. Nada más lejos de la realidad; todos los entes legislativos que nos acosan padecen de esta grave enfermedad y ni mucho menos sólo en relación con la pandemia, que era un mero ejemplo.

El gobierno central, a más ministerios, más normas. Las comunidades autónomas se encuentran inmersas en una carrera de a ver quién legisla más.

Por curiosidad hagan el recuento de cuantas leyes de cooperativas tenemos en el país y no se olviden de añadir la nacional.

Y la Unión Europea no mejora el panorama; si de verdad quieren convertirse en euroescépticos les recomiendo leer, no más de una semana, el Diario Oficial de la Unión.

Y frente a los que anuncian un futuro legislativo espléndido con la AI o la IA, que tanto vale, otros nos aterrorizamos pensando en quienes, y bajo qué control, van a cargar los algoritmos que se apliquen para la producción legislativa.

Dadas las restricciones presupuestarias no es posible ya que cada gobernante nos deje una gran obra pública para la posterioridad, pero tampoco es cuestión de que nos leguen mamotretos normativos que a modo de pollos descabezados corren sembrando la confusión cuando no el pánico.

En el mundo del Derecho, parafraseando a otro autor, los romanos nos dejaron ya todo hecho y ahora lo que nos limitamos a hacer es a copiarlos y mal.

Seguro que si antes de empezar a escribir, y deslumbrarnos por palabras que terminen en “ing”, el legislador, y el práctico del Derecho también -asumamos la culpa que nos corresponde- dedicara un segundo a reflexionar al respecto la cosa podría mejorar, aunque fuera un poco.

¿O es que los «smart» contracts no tienen consentimiento, objeto y causa?

Y para terminar ya, vuelvo al autor del principio: ¿Por qué hablar, en términos legales, de “los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa” cuando se puede decir simplemente “lo que pasa en la calle”?

Pues eso, pidamos a nuestros legisladores, inútilmente me temo, contención y cabeza porque la apuesta en el ámbito legislativo debería necesariamente pasar por la calidad y no por la cantidad.

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