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Justicia y política

Justicia y política
El columnista, Miguel del Castillo del Olmo es magistrado y coportavoz de la Asociación Judicial Francisco de Vitoria sección Andalucía.
20/12/2022 06:48
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Actualizado: 20/12/2022 09:16
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Ser juez o ser político. Esa es la cuestión.

Al principio, en el origen de los tiempos, una misma persona, por lo general un hombre, encarnaba ambas funciones. Puede que hasta hubiera algunos que lo hicieran bien. Además, probablemente, se ahorraba bastante. Ni siquiera hacía falta escribir las sentencias ni razonarlas. La distancia intelectual entre el poder y la subordinación imperativa al mismo era exigua.

No existía el Derecho, que nació y se desarrolló, muy lentamente, gracias al enorme trabajo, valentía y sacrificio de seres humanos que experimentaron durante muchos siglos el sufrimiento predominante consustancial al abuso de poder, las injusticias, arbitrariedades y desigualdades, sobre todo ocasionadas a instancia de quienes, dotados de poder casi ilimitado, no admitían –o admiten– reserva o freno alguno a su voluntad. Es condición humana.

Afortunadamente llegó el Derecho a la convivencia, al igual que la Medicina al individuo, y con él, el Imperio de la Ley, que debe ser garantizada en su aplicación por personas distintas de quienes la aprueban, porque, de no ser así, se retrocede en el tiempo, y regresamos a los siglos de mayor oscuridad de la historia del mundo. Esas personas son los jueces.

Nadie es mejor por desempeñar una u otra función. Por ser político o juez.

Pero no se trata de funciones iguales, no. Ambas, es verdad, entrañan el ejercicio de una misión esencial para el funcionamiento de la comunidad a la que sirven. Hasta el punto de que se les denomina Poder.

Las dos son funciones que colman de honor a quien las ejerce, sí…   

Pero hay diferencias entre ellas.

La primera es el modo de acceso. Los jueces y juezas, que en su inmensa mayoría, insisto, en su inmensa mayoría no proceden de familias nobles ni de gran patrimonio, sino todo lo contrario, deciden, en torno a los veintitrés años, ”renunciar” a los mejores años de su genéticamente limitada existencia para alcanzar un objetivo que es muy difícil pero que saben que les llenará de orgullo y que, de obtenerse (solo uno de cada diez que empiezan lo consiguen ), les guiará por una vida sacrificada y llena de responsabilidad, con una compensación material digna pero tardía y acaso no a la altura de aquella, y del esfuerzo necesario para ejercerla.

Esos tres, cuatro, cinco, siete… años de contención hasta ser juez o jueza (hoy muchas más), forjan una personalidad singular, en general guiada por estímulos que algunos políticos y políticas no comprenden.

UN ESFUERZO TITÁNICO PREVIO A SER JUEZ

Y también provocan en la mayoría de los casos, como creo haber dicho, una enorme sensación de orgullo y dignidad, lo que a mi juicio resulta esencial para preservarnos de algunas tentaciones o debilidades.

Debe ser así. El esfuerzo titánico previo a ser juez no puede eliminarse. Esto lo entendemos bastante bien en la carrera judicial.         

Los políticos también tienen que hacer un gran esfuerzo inicial. Es innegable. Pero es un esfuerzo distinto, porque (al menos la mayoría de los que hoy lo son) no se apartan de la sociedad durante un tiempo antes de ejercer como tales, sino que, en notable proporción, deben integrarse en ella, además de en un partido político, e impregnarse de todo lo que interesa a la sociedad que están destinados a gobernar.

Es un esfuerzo, a veces también titánico, me consta en algunos casos, de conocimiento, de socialización y empatía, pero, insisto, es diferente. Se materializa más hacia fuera que hacia dentro.

La legitimación para el desempeño de las funciones políticas y judiciales tampoco es exactamente la misma, aunque es plena y democrática en ambos casos. El político gobierna sencillamente porque lo han votado, o porque consigue el apoyo de otros que han votado distinto para obtener una mayoría suficiente, lo cual es perfectamente legítimo.

Los jueces no resuelven “porque sí”, y nuestra legitimación nace de superar una de las oposiciones más duras del mundo, demostrando en audiencia pública (para quien quiera) un nivel de noción y conocimientos jurídicos tan vastos y extensos como pueden ser los asociados a la Medicina o la Física

Los magistrados y magistradas no juzgan porque les hayan votado (¡Dios nos salve!). En ese caso volveríamos a la casilla de salida. El que no comprende esto, en mi humilde opinión, parte de una premisa errónea.

No conoce suficientemente la Historia, y en el fondo, lo que defiende es básicamente confundir al ciudadano, transmitiéndole que el Derecho no es lo importante para prevenir la enfermedad social.

Es sencillo de entender. El político no escribe lo que decide ni lo motiva. Sencillamente decide, y tiene instrumentos para ejecutar lo que concibe como beneficioso para la comunidad que está llamado a regir.

Aunque tiene límites, o debe tenerlos, salvo que prefiramos regresar a la Edad Media, o convertirnos en dictadura.       

En nuestro caso la decisión no obedece estrictamente a nuestra voluntad. Para eso no sería necesario estudiar tanto. Y tampoco se trata de concebir por obra del espíritu santo una solución amparada en el sentido común.

Quien opina que ser buen juez es fácil porque basta con tener sentido común, sencillamente demuestra ausencia del mismo, a más de una letal y supina ignorancia.

Seguro que conoce a pocos compañeros y compañeras de mi oficio, o bien solo conoce a una proporción ínfima que ha ensuciado su toga por el camino, dejándose seducir por cantos de sirena que el auténtico juez, el 99 %, sabemos distinguir perfectamente.

LOS JUECES NO VENIMOS DE FAMILIAS DE RICOS NI LO SOMOS

Y es que quien conoce de verdad el oficio de juez (por favor, políticos, intentadlo más a fondo, en más ciudades) es consciente ya no solo de que ni venimos de familias de ricos ni lo somos, sino, además, de que el proceso intelectual que desemboca en la sentencia final que resolverá cada caso está basado en una actividad intelectual que tiene unos rasgos que, como digo, desde muchas instancias políticas, se simplifican y pervierten.

Reivindico, en este sentido, el estudio, el silencio, saber convivir con la soledad, el no vivir del aplauso, abstenerse de sesgos, emociones e instintos, y, por qué no decirlo, la dedicación de muchas horas, como las características esenciales de una función jurisdiccional que casi nadie conoce desde fuera y que en la mayoría de los casos responde a una tremenda vocación que solo unos pocos, muy pocos, confunden con la vocación política.

En definitiva, los jueces no resuelven “porque sí”, y nuestra legitimación nace de superar una de las oposiciones más duras del mundo, demostrando en audiencia pública (para quien quiera) un nivel de noción y conocimientos jurídicos tan vastos y extensos como pueden ser los asociados a la Medicina o la Física. Conocimientos que atañen a un ordenamiento jurídico como el español y comunitario, los cuales están conformados por normas aprobadas democráticamente.

La realidad, sobre todo en los últimos tiempos, es que se menosprecia el trabajo judicial. Se reduce a un juez o jueza, por demasiadas instancias políticas, a una mera herramienta de la derecha o izquierda (simplismo casi homicida) para conseguir su propósito, bien impulsando, bien frenando, por vía judicial, las iniciativas políticas

Es decir, que lo que se demuestra saber y lo que se aplica e interpreta por un juez es lo que, indirectamente, los ciudadanos, democráticamente, votan. Estamos perfectamente legitimados, en conclusión, para el desempeño de nuestra función, y la otra alternativa es que ni sea necesario esfuerzo, ni capacidad de abstracción, ni independencia real.

Solo precipitación, ignorancia y afinidad ideológica.     

La realidad, sobre todo en los últimos tiempos, es que se menosprecia el trabajo judicial. Se reduce a un juez o jueza, por demasiadas instancias políticas, a una mera herramienta de la derecha o izquierda (simplismo casi homicida) para conseguir su propósito, bien impulsando, bien frenando, por vía judicial, las iniciativas políticas. Ese es el concepto de juez que demuestran desear los que tanto nos critican.

Este reduccionismo intelectual, este maltrato, en el fondo, al Derecho, muchas veces inconsciente, otras doloso, nos hace sentir perplejos a la inmensa mayoría de miembros de la carrera judicial. Y no solo a nosotros.

Se han traspasado demasiados límites. Los odios, rencores o pasiones irreductibles de unos cuantos enemigos de la prudencia están degenerando, a la vista está, el espacio de convivencia que la Constitución nos proporciona, y si ocurre, reitero, es porque se maltrata al Derecho, desconociendo la Historia y, pues, las consecuencias de la falta de respeto al equilibrio de poderes.

Por favor, que no les engañen.

Para complementar estos comentarios seguramente precipitados y algo desordenados, lógicamente, debo hacer una propuesta. Porque la crítica que no va a acompañada de solución constructiva no sirve para otra cosa que para contribuir a sostener el mal. Las sociedades necesitan al Derecho, al igual que el individuo a la vacuna. El ataque al Derecho, con Derecho se cura.

En mi opinión, la única salida a la coyuntura actual podría pasar por aplicar a los miembros de los demás poderes un régimen similar al que se aplicaría a los magistrados en el caso de incumplir gravemente sus funciones constitucionales.

LA CONTRAPARTIDA A NUESTRA INDEPENDENCIA ES EL DEBER DE RESOLVER

Me explico. La Constitución establece con carácter imperativo que los jueces juzgarán y ejecutarán lo juzgado (artículo 117). Es por ello que los jueces somos perfectamente conscientes, desde que comenzamos a desempeñar nuestra función, de que la contrapartida a nuestra independencia es el deber de resolver.

Podemos equivocarnos (para eso existen los recursos) pero lo que no podemos hacer es no resolver, o decir que no sabemos.

De modo que un juez que no resuelve lo que debe resolver, si no lo hace, insisto, puede llegar a ser expulsado de la carrera judicial. Un juez que no hace sentencias o juicios duraría menos de un año como juez. Lo prevé nuestra ley orgánica reguladora.

Pues, en aplicación del mismo principio, y siendo obligación constitucional de los Diputados y Senadores nombrar a los miembros del Consejo General del Poder Judicial, y proporcionalmente a miembros del Tribunal Constitucional, siendo el mandato claramente imperativo en virtud de lo dispuesto en los artículos 122 y 159 de la Constitución, desarrollados por sus respectivas leyes orgánicas, no parece irracional ni desigual exponerse al riesgo de perder su función por el incumplimiento grave de la misma.

Un incumplimiento, insisto, extraordinariamente grave, que acaso se produce cuando un poder del estado no cumple su función constitucionalmente asignada.

La pregunta es (repito): ¿Se está incumpliendo gravemente ese deber?

En mi opinión sí. Y ese incumplimiento,lo subrayo, es muy grave. Como el del juez que no dicta sentencias. Posiblemente equiparable. El deber es de imperativa observancia.

Y esa omisión es reprochable en primer lugar a quienes sustrajeron a los jueces el derecho a designar a su órgano de gobierno para convertirlo en un órgano constitucional politizado; después, a quienes no quisieron regenerarlo y, ya en los últimos tiempos, a quienes, maltratando indirectamente a los jueces y juezas de este país y por tanto, de algún modo, a los ciudadanos, no son capaces de cumplir su deber constitucional.

Suspiro. Vuelvo a redactar una sentencia.

Aspiro a un país mejor.

Al fondo, escucho el Réquiem de Mozart. Los jueces no sabemos quién será la siguiente víctima de esta deriva institucional indigna y triste, que anuncia tempestades.

Muy vulgar, y muy triste España. Disculpen.     

       

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