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Opinión | El derecho a no negociar y otras precisiones sobre los MASC

Opinión | El derecho a no negociar y otras precisiones sobre los MASC
Pascual Ortuño es magistrado emérito de la Audiencia Provincial de Barcelona. Ha sido director de la Escuela Judicial del Consejo General del Poder Judicial, director general de la la Consejería de Justicia de la Generalidad de Cataluña, vicepresidente del Grupo Europeo de Magistrados por la Mediación (GEMME) entre 2012 y 2016, promoviendo activamente la mediación como alternativa a los procesos judiciales tradicionales, representante de España en diversos convenios de la Conferencia de la Haya y de la UE, y autor, entre otros, del libro “Justicia sin Jueces”. En su columna rompe una lanza por esta apuesta de la Ley Orgánica 1/2025 por la mediación. Foto: Confilegal.
21/4/2025 01:00
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Actualizado: 21/4/2025 13:16
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La entrada en vigor de los MASC el pasado día 3 de abril ha generado en la práctica un sinfín de interpretaciones respecto de determinadas imprecisiones del texto legal que, ciertamente, generan confusión.

Una reforma legal de la envergadura de la LO 1/2025, que introduce un nuevo paradigma en la práctica forense, necesita un periodo de varios años para que se ajusten todos los elementos que, a buen seguro, se irán conformando con la práctica.

La ausencia de tradición en la abogacía y la judicatura respecto a algunos principios de la reforma, ha generado opiniones que en algunos casos han adquirido dimensiones catastrofistas,

Otras críticas vertidas obedecen a actitudes naturales de resistencia a los cambios que cuestionan las prácticas consolidadas, especialmente cuando se trata de innovaciones que obligan a salir de la zona de confort. 

A este respecto me atrevo a aportar mi opinión sobre algunas cuestiones que merecen ser aclaradas por su importancia, con la advertencia al lector de que me someto a cualquier otro criterio mejor fundado.

CONFUSIÓN EXTENDIDA

Una de las confusiones más extendida viene determinada por los comentarios doctrinales que interpretan que el legislador pretende imponer una obligación de negociar a la parte que se ve en la necesidad de imprecar el auxilio judicial para la defensa de sus derechos.

Se pasa por alto que la característica principal de la negociación es, sin lugar a dudas, la voluntariedad, es decir, que las dos partes que están involucradas en un concreto conflicto de intereses poseen la sensación de que es posible encontrar una solución, aun cuando tienen conciencia de la existencia de grandes dificultades.

A pesar de ello, asumen mutuamente la conveniencia de hablar y de tratar el tema.

Si una de las partes tiene el convencimiento firme de que le ampara el derecho, no existe razón alguna para negociar. En tales casos el filtro legal que representa el requisito de procebilidad para la admisión de su demanda se limita, en cuanto a la parte actora, a realizar un requerimiento previo fehaciente y terminante a la otra parte exigiéndole que se avenga a su pretensión.

Cuando es la parte requerida la que tiene la convicción de que no procede negociación alguna porque le asiste toda la razón, será suficiente que se oponga a lo que se le exige por considerar inviable cualquier opción que se le pueda ofrecer.

La fórmula más utilizada al respecto es la de calificar de improcedente y sin amparo legal alguno el requerimiento, por lo que no considera justificada la pretensión y, en tal sentido, tiene la convicción de que, en caso de que se formule la demanda, será desestimada por el tribunal.

No es necesario más.

En todo caso el tribunal ya se pronunciará en la sentencia sobre la racionabilidad de las respectivas posiciones. Pero el control por parte del LAJ será únicamente formal, en el sentido de que se ha intentado con carácter previo el cumplimiento de la obligación que se considera incumplida, con contestación expresa o tácita, sin necesidad de mayores consideraciones, que ya se expondrán oportunamente en la demanda.

NOVEDAD: RESTRINGIR DEMANDAS SORPRESIVAS

La novedad que introduce la reforma estriba en restringir las demandas sorpresivas, salvo en los casos en los que se precisan actuaciones perentorias o cautelares para aseguramiento de los derechos que pueden estar en riesgo por la demora.

La carga que se impone a la abogacía tampoco es extraña a la práctica forense, puesto que es un mode de proceder habitual, como exigencia deontológica, que forma parte de las buenas prácticas profesionales.

Por otra parte, es una medida que atañe a la consideración y respeto a la dignidad de los tribunales, puesto que de otra forma se utilizan indebidamente los procedimientos legales de forma impropia para realizar requerimientos o gestiones que se pueden llevar a cabo por otros medios, lo que redundará en la disminución de la excesiva carga que pesa sobre la oficina judicial.

Es sintomático que muchas entidades bancarias, aseguradoras o comerciales hayan prescindido en los últimos tiempos de los tradicionales departamentos de impagados, puesto que les resulta más barato que sea la Administración de Justicia la que realice estas gestiones mientras el servicio de correos está en crisis.

A los juzgados se debe acudir para que los jueces realicen la función que les es propia, es decir, para solicitarles que esclarezcan y diriman las versiones diferentes de los hechos que sostienen las partes, para que definan el derecho y la jurisprudencia aplicables al caso cuando existe controversia sobre el tema en cuestión, o cuando sea necesaria la intervención judicial para el restablecimiento de los derechos conculcados e ignorados contumazmente por la parte demandada.

Los fundamentos históricos, desde el derecho romano, que es la base de nuestra cultura jurídica, es el de plantear ante los tribunales el denominado dubio clásico, es decir, lo que en concreto discuten las partes en cada pleito.

Para ello resulta necesario un contacto previo entre las partes para que se fije con precisión lo que cada una de ellas sostiene.  

LA ACREDITACIÓN DE LA BUENA FE EN LA NEGOCIACIÓN

De forma, en cierta medida conexa con lo anterior, se suscita otro de los problemas, esta vez en torno a la expresión legal de la obligación de las partes de obrar de buena fe en el desarrollo del MASC elegido.

A este respecto se han formulado tesis sumamente rebuscadas y alarmistas: desde las especulaciones respecto a las técnicas psicológicas que conciliadores y mediadores han de emplear para certificar la observancia de tal principio, hasta la necesidad de que los LAJ sean quienes comprueben si se ha dado cumplimiento fiel esta condición legal.

En este punto se olvida que la buena fe es un principio general de derecho cuya observancia se presume, es decir, no necesita que se acredite expresamente, por cuanto se trata de una presunción iuris tantum, cuya inobservancia puede tener efectos ex post, es decir, cuando una de las partes alegue y pruebe en sede del proceso que ha existido mala fe en la otra parte, lo que podrá generar diversos efectos jurídicos: desde la inoperatividad de la caducidad o la prescripción, a la imposición de sanciones, la condena en costas o, entre otras medidas, la anulabilidad de los contratos, o incluso la imposibilidad de adquirir determinados derechos como, por ejemplo,  la usucapión.

En lo que se refiere a los MASC, puede ser relevante en el proceso subsiguiente si se acredita la mala fe cuando se haya podido irrogar perjuicio a una de las partes, o cuando se haya obrado con notoria falta de respeto a las personas, al conciliador, al mediador o a otros terceros neutrales. Incluso cuando se utilice un MASC de forma inadecuada, especialmente si se vulnera la obligación de la confidencialidad debida respecto a documentos o propuestas barajadas durante el proceso de negociación.

Pero, en cualquier caso, en la acreditación del cumplimiento del requisito de procebilidad se ha de insertar de forma neutra como fórmula de estilo, sin necesidad de comprobación adicional.

Entenderlo de otro modo generaría una litigiosidad sumamente compleja por el derecho de la parte a la que se hubiese imputado la mala fe a que se especificara la razón de la consignación de tal comportamiento, los hechos concretos en los que se fundara, su prueba y la vía para interponer los recursos correspondientes, además de las posibles acciones civiles y penales contra el conciliador o el mediador.

Tampoco corresponde asignar a los y las LAJ la función de examinar y pronunciarse sobre la buena o mala fe en el momento inicial del proceso. En todo caso, será la parte perjudicada la que, en su caso, podrá traer a colación este tema en la demanda o en la contestación a la misma para que pueda practicarse la correspondiente prueba sobre la imputación, y las consecuencias de la misma si quedase acreditada.

Todo ello, obviamente, salvo cuando se trate de comportamientos irrespetuosos de alguna de las partes con la otra o con el tercero neutral que, a todas luces, serán casos anecdóticos.

EL EFECTO PARALIZADOR DE LOS PROCESOS JUDICIALES CON LOS MASC

Los malos augurios que se predican sobre el incremento de las demoras en el desarrollo de los procedimientos, es otro de los mantras que más se repiten, cuando apenas ha transcurrido el primer mes de la entrada en vigor del requisito de procedibilidad.

Los argumentos son similares a los que se vertieron contra la reforma de la LEC 2000 respecto a la instauración de la oralidad y la grabación de las vistas. Pero lo único que es cierto es que el nivel de pendencia actual, según los datos estadísticos publicados por el CGPJ, es insoportable e intolerable en una sociedad democrática.

El aval de las recomendaciones del Consejo de Europa, y de la UE que vienen insistiendo en la implantación de los ADR como una de las soluciones para la modernización del sistema de justicia y la disminución de la litigiosidad, está fundamentado en la experiencia del derecho comparado, aun cuando la práctica de la negociación previa al proceso judicial tampoco es ajena al derecho español, como se ha dicho por algún jurisconsulto olvidadizo.

La Novísima Recopilación ya exhortaba a los jueces al recoger la famosa pragmática real de Isabel II en 1852, para que se evitaran los juicios, expresando que “cuantos más pleitos arregléis, mayor será el servicio que prestáis a la corona”.

De la misma forma, ya en la primera ley de enjuiciamiento civil se insertó la obligación de intentar la conciliación previa antes de promover una demanda.

Mandato legal cuyo requisito se suprimió sin ninguna razón válida contrastada, en la reforma de la LEC de 1984, subsistiendo este instituto procesal con carácter voluntario, salvo para determinadas materias, como las relativas al derecho al honor o a los conflictos laborales, que ha seguido siendo preceptivo.

La medida que adopta la reciente reforma legal al conminar con el intento de solución antes de la interposición de la demanda, como requisito de procebilidad y presupuesto procesal, no tiene como finalidad obtener un ahorro presupuestario suponiendo una oscura finalidad gubernamental de prescindir de una parte de la plantilla judicial.

Por el contrario, el efecto que se pretende es el de involucrar a la ciudadanía, con el soporte de la abogacía evidentemente -como ha sido práctica habitual inveterada- para evitar que se produzca la escalada del conflicto con la drástica medida de la interposición de la demanda. Una vez declarada la guerra es más difícil negociar.

Es evidente, y lo ha evidenciado la doctrina científica, que la interpelación ante el tribunal ya implica, de por sí, una previa estrategia dirigida a obtener una victoria ante los tribunales y, a tal fin, se procuran arreglar los relatos disimulando las propias responsabilidades y cargando, muchas veces, la iniquidad y las culpas del conflicto al demandado.

Como es lógico, a partir de ese momento las posibilidades de composición amistosa de los conflictos desaparecen. De ahí se deriva la utilización del apelativo adecuados a los distintos MASC que se sugieren, porque antes del inicio de la batalla todavía se pueden encontrar soluciones autocompositivas.

Después la opción ya es la de ganar o perder.

Singularmente protestan algunos sectores de la abogacía de familia porque se imponga el requisito de procebilidad, cuando en mi opinión -después de más de treinta y cinco años en esta jurisdicción y más de quince mil sentencias- es el sector de la conflictividad judicial que más necesita de negociación sosegada antes de declarar las hostilidades, especialmente cuando se han de establecer medidas para los hijos menores de edad o para familiares con discapacidad.

Lo mismo ocurre en los procesos de modificación de medidas reguladoras de las rupturas que se dilatan de forma alarmante con obstrucciones procesales artificiosas por la parte que pretende aprovecharse de lo instituido por sentencia firme y por la sobrecarga de trabajo en los juzgados, aun cuando las circunstancias hayan variado sustancialmente.

Y también es necesario resaltar que la pacificación de los conflictos por medio de la mediación o la negociación responsable suele ser la mejor medida preventiva contra la violencia de género o intrafamiliar.

Desde luego, las medidas consensuadas evitan los interminables procesos de ejecución de sentencias y la conflictividad creciente en las relaciones paterno y materno filiales.

En conclusión, son muchas las expectativas favorables que se abren ante el desarrollo de esta reforma legal. Dependerá de los medios personales y materiales que las comunidades autónomas, ministerios de justicia y asuntos sociales dediquen a estos fines.

También de la implicación de la judicatura, de la fiscalía, de los LAJ, de los colegios profesionales implicados y de la excelencia y preparación de los conciliadores y mediadores.

Pero, sobre todo, se ha de apelar al sentido de la responsabilidad de la abogacía, sin cuya complicidad no será posible que se instale en España la maltrecha cultura del diálogo y un servicio público de la justicia moderno y eficaz.

El balance de la eficiencia de estas medidas deberá hacerse en base a los resultados que arrojen la estadísticas en un plazo razonable. No anticipadamente.

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