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La Judicatura, una actividad profesional y vocacional

La Judicatura, una actividad profesional y vocacional
08/9/2014 12:30
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Actualizado: 06/4/2016 12:19
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Pablo Llarena, presidente de la Asociación Profesional de la Magistratura

Que la sociedad española valora negativamente el funcionamiento de nuestro sistema de Justicia, es algo evidente. Existe una generalizada opinión de que nuestra Administración de Justicia es ineficiente –por lenta y colapsada- y de que son frecuentes los casos en los que la Justicia proporciona respuestas inadecuadas, tanto porque está nutrida de muchos pronunciamientos ilógicos, como porque actúa con interferencias políticas profundas.

Esta concepción no sólo se refleja en la opinión ciudadana más cotidiana y banal, sino que se repite insistentemente por la mayor parte de los analistas sociológicos del país y –últimamente- se proclama también por algunos sectores de la judicatura. Quizás sea éste último posicionamiento el que más me desalienta, pues la Judicatura es una actividad profesional marcadamente vocacional y me aflige constatar que los Jueces sean los primeros en divulgar una visión negativa de nuestro trabajo y de nuestro propio esfuerzo y valía. Difícilmente puede apreciarse de manera objetiva nuestra labor y función, cuando la opinión general es superficial y si los que mejor conocemos el sistema de justicia nos esforzamos en proyectar el desvalor de la Justicia con un discurso negativo, tremendista y poco real.

La Justicia en España cuenta con unos profesionales magníficamente preparados. La profunda formación técnica de los Jueces españoles descansa en un sistema de selección basado en una oposición rigurosa y complementada con una formación práctica –la Escuela Judicial- que refuerza el conocimiento científico con habilidades específicas para nuestro trabajo; un sistema selectivo que fue destacado por una comisión del Senado francés (2006) como modelo europeo ejemplar. Si a esto añadimos que el ejercicio profesional se despliega con plena independencia y neutralidad –de lo que son muestra las comprometidas decisiones que adoptan nuestros jueces diariamente- y que la carrera judicial ejerce su función con un nivel de integridad ética ausente de escándalos y reconocido por todos, percibiremos que la sociedad española cuenta con una Carrera Judicial perfectamente dotada para garantizar los derechos de la sociedad en general y de cualquier ciudadano en particular.

Tampoco resultan objetivas las críticas de ineficiencia del sistema. Cualquier reflexión al respecto debería arrancar del nivel de litigiosidad existente y admitir que nuestro país no facilita sistemas menores de resolución de conflictos, ni reserva al complejo sistema procesal la decisión de cuestiones con un calado o trascendencia  esencial. En el año 2010 se tramitaron en España 9.355.000 asuntos para una población de 46.000.000 habitantes, mientras que en países próximos como Francia nos encontramos un volumen de 6.000.000 asuntos para 65.000.000 habitantes, es decir, un 156% más de asuntos para un 30% menos de habitantes. En el mismo sentido, el informe de 2013 de la OCDE sobre el estado de la Justicia destacaba que España es el tercer país (de los 34 Estados que la integran) con mayor tasa de litigiosidad, concretando que la proporción de asuntos registrados por habitante era un 1200% más alta en España que en Finlandia.

Pero, pese al alto número de asuntos que en España se avocan banalmente a los Tribunales, nuestro país no ofrece –ni mucho menos- la demora judicial que machaconamente se proclama. El reciente informe demuestra que el tiempo medio para la obtención de una decisión en primera instancia en los países de la OCDE es de ocho meses, situándose España –con su densidad procesal- en un tiempo de respuesta de nueve meses (272 días), y por tanto en mejor condición que Francia (274 días), Inglaterra (350), Portugal (425) o Italia (464). Y la decisión en segunda instancia –y por tanto definitiva- se obtiene en España en un promedio de 189 días, frente a los 343 días de Francia o los 1.113 de Italia.

Es esta una visión objetiva de la Justicia de nuestro país y los jueces somos merecedores de ser valorados conforme al esfuerzo que diariamente desplegamos, máxime si nuestras resoluciones –con escasas excepciones- se reconocen independientes, jurídicamente previsibles y con una valiosa y sutil percepción de lo justo.

Desde esta premisa, es evidente sin embargo que ciertas reformas estructurales pueden mejorar el estado actual de las cosas y que ésta es la aspiración lógica de una sociedad democrática que proclama la Justicia como un valor fundamental. Unas reformas que era evidente que habían de girar –entre otras cuestiones y por lo expuesto- entorno a los siguientes elementos:

a) La reducción del número de litigios que deben ser resueltos por los Tribunales, residenciando en el juez aquellas cuestiones de mayor trascendencia esencial y garantizando que el Poder Judicial pueda abordar con celeridad y profundo rigor los asuntos que realmente justifican su intervención.  Se explican así las iniciativas relativas a la desjudicialización de las faltas; el desarrollo de la mediación o de otros instrumentos alternativos de resolución de conflictos; la reintroducción de unas tasas judiciales que responsabilicen frente a demandas infundadas o frente a la oposición injustificada y abusiva a determinadas reclamaciones judiciales (con ponderación de su cuantía y con definición de distintas exclusiones de pago);  los términos de ejercicio de la justicia gratuita, en función de la trascendencia del derecho controvertido; la diferenciación entre la licenciatura de derecho y la capacitación para un ejercicio real y operativo como abogado; la limitación de recursos en asuntos de menor entidad o la posibilidad de que la doctrina jurisprudencial pueda orientar sobre cualquier cuestión legal de apreciado interés.

Aún cuando es evidente que sobre cualquiera de estas cuestiones es posible ocupar posicionamientos diferentes en la regulación de lo concreto, la orientación de la reforma responde a lo que la justicia española precisa y a lo que la Asociación Profesional de la Magistratura ha venido reclamando durante estos años.

b) Una modernización tecnológica. Es evidente que la presentación telemática de demandas, la posibilidad de importar a las bases de datos judiciales la información ya introducida al presentarse una denuncia, la mecanización del procedimiento, la realización telemática de los actos de comunicación o el aprovechamiento por la Administración de Justicia de las registros de datos públicos y privados ya existentes, no sólo permiten un flujo procesal más rápido, sino que refuerzan la eficacia de los derechos subjetivos debatidos y reconocidos judicialmente y

c) La promulgación de una nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal, que recoja en el cuerpo normativo la doctrina constitucional y jurisprudencial relativa a la tutela de los derechos subjetivos afectados en el proceso penal y que contemple las nuevas técnicas de criminalística actualmente existentes; por más que la Asociación Profesional de la Magistratura no identifique ninguna ventaja en un eventual cambio del sistema de investigación de los delitos, visto el grado de confianza que ofrece el sistema de instrucción judicial y los recelos que entraña una alteración que resulta difícil implementar y que poco aportaría.

Estas, y muchas otras, son las reformas precisas para mejorar una Justicia que los españoles deben visualizar positivamente, sin que pueda abandonar estas líneas sin lamentar –una vez más- que no se aprovechara la ocasión para devolver a los jueces la capacidad de designar a los vocales del Consejo General del Poder Judicial de procedencia judicial o lamentar también la eliminación de la dedicación exclusiva para todos los vocales del Consejo General del Poder Judicial, lo que siempre hemos visto como una opción legislativa contraria al principio de buen gobierno.

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