¿Cómo se financiaba económicamente la Inquisición española?
Tomás de Torquemada, dominico, confesor de la reina Isabel I de Castilla, quien fue nombrado primer inquisidor general de Castilla y Aragón en el siglo XV; la foto pertenece a una escena de la serie "El Ministerio del Tiempo", emitida por TVE. TVE.

¿Cómo se financiaba económicamente la Inquisición española?

La Inquisición española era autosuficiente. Se financiaba de una forma muy simple: con la confiscación de los bienes de los “herejes” cuando eran detenidos, de las dispensas o conmutaciones de penas –en realidad eran multas que los condenados pagaban gustosos para redimirse-, de las inversiones procedentes de alquileres urbanos y de rentas procedentes de las canonjías.

Iglesia y Corona iban a medias en este negocio, si bien era la Corona la que se quedaba con las propiedades de los “herejes”, llámense judíos conversos, moriscos, protestantes, jansenistas, librepensadores ilustrados o masones.

Estos últimos fueron perseguidos por ser considerados inmorales, ateos y disidentes políticos, como bien explica el profesor Nicolás González-Cuellar en su libro “Ecos de la Inquisición”.

Durante más de cuatrocientos años la Inquisición estuvo vigente en las Españas, como se llamaba entonces a los reinos unidos de Castilla y León, Aragón y Navarra.

Como se sabe, la Inquisición era un tribunal de excepción creado por la Monarquía católica, que estaba legitimado por la Iglesia y que era competente en los casos de herejía, denominados delitos de lesa majestad.

Desde el siglo XV hasta principios del XIX aquel que cometía un delito de herejía estaba cometiendo el crimen más grave de los que se podían consumar porque se atentaba directamente contra el propio Dios. Y Dios era la fuente misma del poder, por lo que afectaba al Estado y, en consecuencia, al Rey, ya que éste había sido elegido por el Altísimo.

Así se entendía entonces.

Fueron numerosas las herejías que en aquellos tiempos desafiaron el dogma, la verdad absoluta y revelada, construida por los representantes del Santo Oficio.

Herejías

Entre las herejías consideradas como delitos estaban los menandrinos, que afirmaban que el mundo no era obra de Dios sino de los ángeles; los nicolaítas, que tenían la costumbre de intercambiarse las esposas, siguiendo el ejemplo de Nicolás, que ofrecía su hermosa mujer a quien la deseara; los ofitas, del griego ophis, serpiente, que adoraban a la serpiente porque, según ellos, a través suyo había entrado la inteligencia en el paraíso; los adamitas, que imitaban la desnudez de Adán, viviendo en comunidad desnudos hombres y mujeres, lo que hoy denominaríamos colonia nudista; los tacianos, que detestaban la carne, o sea que eran vegetarianos; los maníqueos, discípulos de persa Manes, que admitían dos naturalezas y dos sustancias, la del bien y la del mal; o los patricianos, que afirmaban que el diablo era el creador de la sustancia de la carne humana.

La máxima autoridad del Santo Oficio era el Inquisidor General, quien era nombrado por el Papa a propuesta del Rey.

Éste no ejercía la jurisdicción de forma individual sino colegiadamente, en el seno del Consejo de la Suprema y General Inquisición, órgano que presidía y en el que tenía un voto.

Los inquisidores y los que les servían eran unos auténticos privilegiados que, además, gozaban de inmunidad penal y civil

“Los privilegios de los Inquisidores y del personal a su servicio eran enormes. Se ejercían sin moderación, incluso de forma abusiva y, en ocasiones, fraudulenta”, cuenta González-Cuéllar.

“De ellos se beneficiaban también los familiares del Santo Oficio, razón por la cual existía un gran interés en pertenecer ala Cofradía: exenciones fiscales, ventajas aduaneras, dispensas de alojamiento de tropas y de leva de milicia, inviolabilidad domiciliaria y derecho a portar armas”, añade.

Tenían cárceles propias

Sin embargo, uno de los mayores alicientes para entrar al servicio de la Inquisición era la inmunidad que otorgaba en el terreno penal y civil frente a cualquier autoridad judicial.

El Santo Oficio, se convirtió, en un potente aparato burocrático formado, según datos de 1677, por el Consejo de la Suprema (lo componían cinco consejeros eclesiásticos, un consejero dominico, dos miembros del Consejo Real y un Fiscal), el Tribunal de Corte en la capital (un Inquisidor, un fiscal y dos o tres secretarios), y los respectivos tribunales en Toledo, Valladolid, Córdoba, Granada y Sevilla, Cuenca, Llerena, Valencia, Galicia, Logroño, Zaragoza, Barcelona, Mallorca, Cerdeña, Canarias, Cartagena de Indias, Lima, México y Sicilia.

A los herejes los detenían los alguaciles del Santo Oficio y los llevaban a las cárceles de la Inquisición que, eran, por sí mismas un “instrumento de tortura”, porque quedaban aislados en celdas oscuras sin ropa de abrigo.

El libro de González-Cuellar, aparte de estar muy bien escrito, relata detalladamente cómo se hacían los interrogatorios, en los que se aplicaba la tortura, un recurso habitual para extraer la confesión.

Pero había excepciones: estaban excluidos los ancianos y los menores de catorce años (quienes sí podían ser aterrorizados o azotados) y las mujeres embarazadas, “cuyo tormento debía esperar a después del parto”.

Estaba prohibido torturar a las mujeres embarazadas; había que esperar a que dieran a luz

La aplicación de la tortura, prosigue revelando González-Cuellar en su libro, se realizaba observando estrictos formalismos y métodos uniformes.

¿Cuáles eran? La llamada “garrucha”, que consistía en la dislocación de los miembros mediante alzamiento y caída del cuerpo sujeto a una polea desde los brazos atados a la espalda y el peso a los pies, la “toca”, mediante la cual se obligaba al sujeto a bebes agua a través de un paño en la garganta, y los “cordeles”, que mordían la carne por vueltas de cuerda.

Cada sesión de tortura –con un máximo de tres, como estaba estipulado- podía durar hasta tres horas.

Todo lo que decía el “sospechoso” se recogía con toda minuciosidad en actas.

No todos los condenados terminaban en la hoguera.

En la ejecución de la pena de muerte se estableció la práctica del estrangulamiento del arrepentido antes de su combustión en la hoguera, pues se entendía que un cristiano no debía ser sometido al suplicio de la cremación.

Curiosamente, la Inquisición ha sido precursora de usos muy actuales en su sanciones, como la que aplicaba a las edificaciones en las cuales se hubieran reunido los herejes, que eran demolidas. De la misma forma que hacen los israelíes con las casas de las familias de aquellos palestinos implicados en actos terroristas.

El Santo Oficio fue suprimido tres veces.

La primera, en 1808, por Napoleón Bonaparte en la España ocupada.

La segunda, por las Cortes de Cádiz en 1812.

Con el regreso del absolutismo, gracias a Fernando VII, se volvió a restituir en 1814, para desaparecer definitivamente de la historia en 1834, tras la muerte de ese Rey, que recibió el apodo de “el deseado”.

Noticias Relacionadas:
Lo último en Divulgación