El inquisidor De Salazar Frías impidió que se extendiera la «paranoia brujeril» con el caso de las brujas de Zugarramurdi
El inquisidor Alonso de Salazar analizó todo el caso de las brujas de Zugarramurdi y concluyó que allí no había habido ni diablo, ni posesiones ni nada por el estilo.

El inquisidor De Salazar Frías impidió que se extendiera la «paranoia brujeril» con el caso de las brujas de Zugarramurdi

El inquisidor Alonso de Salazar Frías jugó un papel decisivo a principios del siglo XVII al impedir que se extendiera por España la «paranoia brujeril».

Fue un Guillermo de Baskerville de la época, un monje investigador, personaje central de la novela «El nombre de la rosa», del desaparecido escritor Umberto Eco.

Y el caso fue el de las brujas de Zugarramurdi, una localidad del norte de Navarra.

De Salazar Frías formó parte del tribunal del Santo Oficio –junto con Alonso Bercerra Holguin y Juan del Valle Alvarado– que juzgó en 1610, en Logroño a las citadas brujas.

Este proceso fue la primera y la última gran causa por brujería abierta en España.

Marcó un antes y un después gracias a las investigaciones del citado inquisidor.

Alonso de Salazar había nacido en Burgos en 1564, en una familia de mercaderes y altos funcionarios.

En 1609 ingresó en el Santo Oficio.

Pocos meses después entró en contacto con el caso. Era un momento muy sensible en una Europa que parecía poseída por la paranoia de la caza de brujas.

En todos los países, especialmente en Alemania, y Francia, los tribunales del Santo Oficio estaban mandando a la hoguera a todo sospechoso -o sospechosa- de estar en tratos con el demonio.

España, siendo como era -la referencia del catolicismo ortodoxo- tenía todas las papeletas para seguir el mismo camino.

Pero no fue así, gracias a la investigaciones del sacerdote inquisidor, más propias de un investigador de novela negra de nuestro tiempo que tuvieron lugar en Zugarramurdi, la pequeña aldea navarra fronteriza con el País Vasco francés.

Allí, precisamente, el director de cine español, Álex de la Iglesia, rodó su película -hilarante- «Las brujas de Zugarramurdi», cinta por la que obtuvo 8 premios Goya.

La población de Zugarramurdi, a principios del siglo XVII,  tenía poco más de 200 habitantes que se dedicaban a la ganadería y a la agricultura.

EL ORIGEN DE LAS DENUNCIAS

A finales de 1608, regresó, para trabajar, a Zugarramurdi una joven que había emigrado cuatro años atrás a Labort, la región del País Vasco francés que linda con Vizcaya, donde escuchó historias de brujas.

Entonces no había ni prensa, ni radio ni televisión.

El entretenimiento más simple eran las conversaciones alrededor del fuego.

Allí la joven contó sus supuestas experiencias.

A la chica le gustaba captar la atención de la gente, para lo que incluía exageraciones de todo tipo.

En una ocasión dijo que había visto en uno de los aquelarres a María de Jureteguía, vecina del pueblo.

Ese fue el comienzo de todo.

La mujer, al conocer lo que decían de ella, negó a voz en grito que «no era bruja y que era una gran maldad…, y falso testimonio que le levantaba la francesa».

Sin embargo, la mujer convenció a la gente de todo lo contrario. De que era cierto lo que decía.

Incluso el marido y la familia de la supuesta bruja la creyeron.

LA SUPUESTA BRUJA SE DERRUMBÓ

Esto hizo que María de Jureteguía se derrumbara y confesara haber sido una bruja desde niña.

Y no sólo eso, afirmó que su tía María Chipía de Barrenechea le había introducido en las artes oscuras de la brujería.

Pero no se paró ahí, María de Jureteguía continuó dando más nombres de brujas y de brujos, lo que hubiera hecho las delicias de un director del FBI, como J. Edgar Hoover, o del «inquisidor» general anticomunista estadounidense, Joseph McCarthy.

Todas las casas de los sospechosos fueron registradas en busca de sapos, compañeros y protectores de las brujas.

Como era de esperar, lo sucedido en Zugarramudi llegó al conocimiento del tribunal del Santo Oficio de Logroño, que era el que tenía jurisdicción sobre Navarra.

En consecuencia, enviaron, en los primeros días de enero de 1609, a un comisario de la Inquisición para informarse de lo que estaba sucediendo.

Poco después llegó el escrito del comisario y los dos inquisidores del tribunal ordenaron el arresto de cuatro de las supuestas brujas, las cuales fueron encarceladas en la prisión secreta de la Inquisición, en Logroño.

Tras un duro interrogatorio -tortura incluida- las cuatro confesaron que eran brujas.

FOCO BRUJERIL

Sin solución de continuidad, enviaron un escrito al Consejo de la Suprema Inquisición, que tenía su base en Madrid, en el que relataban la existencia del «foco» brujeril y en el que pedían instrucciones para actuar de inmediato.

La Suprema ordenó que se determinara la veracidad de los fenómenos de brujería y que se cercioraran de que lo que decían las brujas era la verdad.

Los dos inquisidores hicieron caso omiso de las instrucciones recibidas por la Suprema.

Después de cinco meses de reiterados interrogatorios los encausados fueron confesando uno tras otro.

Los sacerdotes del Santo Oficio creyeron a pies juntillas que habían vencido al diablo porque les habían hecho hablar.

Como había ocurrido en al caso de María Chipía, los autoinculpados delataron a otros «brujos» y «brujas» y dieron nombres, además, de niñas y niños de menos de catorce años que tomaban parte en los aquelarres.

En total, fueron detenidas 40 personas. 

Un año y dos meses más tarde, en concreto el 7 y el 8 de noviembre de 1610, se celebró en Logroño el auto de fe.

El Aquelarre, pintura de Francisco de Goya.

Frente a miles de personas se leyeron aterradores relatos de «sabbats» en los que iniciados de ambos sexos apostataban, rendían culto al demonio encarnado en un macho cabrío, practicaban orgías, volaban por los aires untados de ungüento en compañía de sus sapos vestís, y se transmutaban.

Dieciocho personas confesaron sus culpas y apelaron a la misericordia del tribunal. Las seis que se resistieron fueron quemadas vivas. Cinco más fueron quemadas en efigie porque que ya habían muerto.

Aquel, sin duda, fue el proceso más grave de la Inquisición española contra la brujería.

Lo cual, a su vez, produjo una exposición de denuncias de brujería en el Norte de Navarra y en Guipúzcoa, como bien cuenta el profesor Nicolás González-Cuéllar, en su magnífico libro «Ecos de la Inquisición».

ALONSO DE SALAZAR, EL INVESTIGADOR

Sin embargo, Alonso de Salazar Frías -el protagonista de esta historia- tuvo serias dudas de que todo fuera verdad, desde el principio.

«No hubo brujas ni embrujadas en el lugar hasta que se comenzó a tratar y escribir de ellos», escribió después de aquello.

Su opinión consiguió imponerse al resto de sus compañeros, por lo que solicitaron al Consejo de la Suprema Inquisición que enviara a Zugarramurdi a una persona que investigara  «desapasionadamente los hechos».

El elegido para tal investigación fue el propio Alonso de Salazar.

Durante ocho meses, de mayo a diciembre de 1611, recorrió el norte de Navarra, Guipuzcoa y Vizcaya aplicando un método empírico e inductivo pionero en criminalística, según relata el catedrático y abogado Nicolás González-Cuellar.

«A medida que fue observando los casos, interrogando a los acusados y haciendo hablar a la gente de modo liso y llano, su criterio fue perfilándose más, hasta que llegó a dar como falsas la mayoría de las actuaciones atribuidas a los brujos en aquel caso concreto», escribió Julio Caro Baroja en «Las brujas y su mundo».

Así, en marzo de 1612 Salazar redactó un primer informe y luego un segundo, que remitió a la Suprema en octubre de 1613.

En dichos documentos Salazar afirmaba haber absuelto a 1384 niños y niñas (entre seis y catorce años, los niños, y entre seis y doce, las niñas) y a 41 adultos y reconciliado a 290.

De todas estas personas, 81 revocaron sus confesiones anteriores.

Salazar prestó una atención especial a los testigos.

Constató que muchos de ellos «nombraron indebidamente a muchos que con certidumbre sabían que no eran culpados» por «sobornos, enemistades o respetos indebidos».

El inquisidor-investigador relata el caso de una mujer reconciliada en el auto de fe de Logroño que había acusado falsamente a otros de ser brujos y brujas y que luego se arrepintió, pero, como el comisario del Santo Oficio no admitió la revocación de su declaración anterior, se suicidó tirándose al río.

También señala que, en ocasiones, los que delatan a los presuntos brujos o brujas son amigos o parientes que les presionan para que confiesen y así obtener el perdón del Santo Oficio.

Fue el caso de muchos niños que, después, admitieron haber mentido.

SALAZAR CONCLUYÓ QUE LOS FENÓMENOS DE BRUJERÍA ERAN HISTORIAS INVEROSÍMILES

Las conclusiones a las que llegó Salazar fue que los fenómenos de brujería investigados eran historias inverosímiles y ridículas y «todo lo que la relación de Logroño da como cierto, cayó como embuste y patraña» ante el método experimental de Alonso de Salazar.

Los casos se presentaron con una abundancia abrumadora» (y «no sale dello cosa comprovada», según Salazar).

En cuanto a la forma de ir y volver a los aquelarres de los brujos y brujas -mediante ungüentos y polvos que les permitían acudir volando-, Salazar dice que «se verificó por sus mesmas declaraciones o por otras comprobaciones y algunas también por declaraciones de médicos y experiencias palpables, haver sido todas y cada una de ellas echas con embuste y ficción, por medios y modos yrrisorios».

El inquisidor-investigador relata con detalle cada una de «experiencias palpables» o experimentos, como, por ejemplo, recoger veintidós ollas que contenían los «potages, ungüentos o polvos» con los que se frotaban las brujas para volar y que utilizaban para sus maleficios, y pidió a varios «médicos y hombres peritos» que comprobaran su eficacia sobre animales, a los que no les pasó nada.

Prosiguió después su investigación sobre los «potages» brujeriles y pudo comprobar que, en bastantes ocasiones, había sido el miedo y las amenazas de clérigos y comisarios lo que había obligado a las supuestas brujas a inventarse sobre la marcha los brebajes.

Pero ahí no acabó todo, Salazar demostró a cada uno de los supuestos brujos y brujas que las cosas que decían no habían ocurrido en realidad, como en el caso de jóvenes que afirmaban haberse acostado con el demonio. Las matronas contratadas por el inquisidor examinaron a las mujeres y comprobaron que seguían siendo vírgenes.

Todo un investigador policial del siglo XVII.

ANTE LA SUPREMA

El inquisidor informó en persona a la Suprema en Madrid, contra el criterio de sus dos colegas inquisidores, haciendo una autocrítica de las actuaciones seguidas en los procedimientos que habían desembocado en la «quema de brujos» de Logroño.

Sus opiniones coincidieron con las del Obispo de Pamplona, Antonio Venegas de Figueroa, el humanista Pedro de Valencia y el jesuita Hernando de Solarte. En 1614, la Suprema siguió sus consejos y dictó instrucciones en las que ordenaba actuar con la máxima cautela.

E impuso, como receta para evitar la «brujomanía», el silencio.

A partir de entonces, para la Inquisición española -y también para la progresa- los aquelarres eran cosa de perturbados y no de demonios y un fenómeno contagioso, por lo que el Santo Oficio se abstuvo de fomentarlo dando pábulo a las denuncias o a los rumores.

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