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Populismo jurídico

Populismo jurídico
Javier Junceda, jurista y escritor, autor de esta columna.
22/6/2018 06:15
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Actualizado: 21/6/2018 19:42
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Dos rasgos caracterizan al populismo: sus ansias de notoriedad y su afán por abordar sin demasiado rigor las cuestiones complejas. El recurso más utilizado suele ser la simplificación de la realidad, además de la búsqueda del fin a costa de los medios.

En lugar de trabajar para lograr la sencillez en fórmulas y resultados, algo siempre deseable, los populistas apuestan por la simpleza y el eco vociferante de sus actuaciones, porque cualquier cosa es preferible a analizar detenidamente los perfiles de cada asunto.

Al igual que existe un populismo político, existe también otro jurídico.

Este se extiende a dos ámbitos bien diferenciados: el normativo y el aplicativo.

El primero se proyecta sobre la producción parlamentaria o reglamentaria administrativa, y pretende sin desmayo la configuración de un ordenamiento de titular, impactante, pero que contenga herramientas de limitada o escasa utilidad técnica.

Los procedimientos legislativos en que me he visto involucrado han seguido invariablemente dichos patrones.

Es lo mismo que en las comisiones convocadas al efecto en los parlamentos se informe acerca de los requisitos previstos para determinada iniciativa, o sus eventuales inconvenientes, porque la conquista de gesto, del ademán, del anuncio rutilante, es el objetivo principal de los legisladores de esta hora, esos que cuando la ley se revela inútil para lo que se ha diseñado, echan la culpa a todos y a todo menos a ellos mismos.

A diferencia de los reglamentos, cuyo control jurídico recae en jueces y tribunales especializados y por ello acostumbran a ser revisados a fondo para impedir groseras ocurrencias o entelequias, las leyes disfrutan sin embargo de un ámbito de creación mucho más generoso, dando entrada con no poca frecuencia a contenidos inanes o de complicada puesta en práctica.

En las asambleas autonómicas, por ejemplo, resulta habitual toparse con iniciativas saturadas de lugares comunes y de mandatos que de antemano se sabe que generarán problemas: preámbulos rayanos a la soflama política, preceptos inaplicables o propuestas normativas sin sedimentar componen hoy en buena medida el mosaico de la legislación regional española, salvo contadas y loables excepciones.

Y ello sucede porque se persigue con la ley solamente epatar, en vez de resolver problemas.

Las normas, por este motivo, se están convirtiendo a pasos agigantados en una dificultad añadida de nuestras sociedades, precisamente por su confección mirando a la galería y prescindiendo de lo que toca regular, que tan bien conocen los expertos en los distintos saberes, incluido el jurídico.

En el terreno aplicativo, igualmente tiene su caldo de cultivo el populismo jurídico

Dejando al margen los operadores estrella que huyen de hablar discretamente por sus resoluciones o escritos, haciéndolo en cambio a través de sus altavoces mediáticos, y de aquellos otros que emplean dichas piezas procesales para autopromocionarse, llamar la atención y no para estar en lo que toca, se extiende la especie de ciertos aplicadores del derecho extremadamente sensibles al reproche social de las cuestiones legales a examinar dependiendo de su propia concepción personal de tal circunstancia, en una suerte de novísimos cadíes musulmanes reimplantados a esta orilla norte mediterránea.

Los efectos que este populismo jurídico está teniendo rebasan los propiamente legales para ser de dominio público y provocar sacudidas institucionales recias, como recientemente se ha visto.

Dudo que sean hoy multitudes estos populistas de los que hablo, pero haberlos haylos, y en número creciente, además.

La mejor receta para acabar con este desdichado fenómeno es, sin duda, la seriedad.

Tanto en la elaboración legislativa como en la aplicación del derecho.

Debe darse entrada sin demoras a los especialistas en la construcción normativa, especialmente la autonómica, desplegando en dichos ámbitos territoriales comisiones específicas como la benemérita Comisión General de Codificación que desde 1843 sirve al Ministerio de Justicia en dichas labores de fijar y dar esplendor a las leyes estatales.

Y, en lo tocante a la aplicación, han de apurarse los medios disponibles para evitar la expansión de estas animosas y desenfocadas personalidades, circunscribiéndolas al marco al que desde siempre ha tendido el derecho: el de la prudentia iuris o de estudio riguroso de lo jurídico.

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