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La exhumación realmente urgente y necesaria y el Real Decreto Ley

La exhumación realmente urgente y necesaria y el Real Decreto Ley
Franco fue enterrado hace 44 años en el Valle de los Caídos. Foto: Carlos Berbell/Confilegal.
31/8/2018 06:15
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Actualizado: 31/8/2018 14:46
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Sobre la naturaleza y el espíritu de las leyes se han vertido ríos de tinta, siendo muchos los autores que han tratado de consolidar una teoría general que resista los embates del paso del tiempo.

Íntimamente relacionada con lo anterior se encuentra la cuestión de la técnica legislativa, que puede entenderse como el conjunto de procedimientos que tienen por objeto asegurar la calidad, eficacia y oportunidad de las leyes (o normas con rango de ley); que también ha sido objeto de atención por varios tratadistas (así, en el Libro XXIX de la famosa obra «De l’esprit des lois», Montesquieu se ocupa “de la manera de componer las leyes”).

Antes de abordar asuntos más concretos, debe precisarse que la observancia de una serie de requisitos en la elaboración de las leyes no es un capricho de algún nostálgico de las Siete Partidas, o una pretensión esotérica de académicos y eruditos.

La técnica legislativa no consiste únicamente en la buena redacción de los textos normativos, sino que tiene repercusión sobre cuestiones tan esenciales como la unidad, la plenitud y la coherencia del ordenamiento jurídico; afectando de manera decisiva a la seguridad jurídica, que es un pilar básico del Estado de Derecho.

No debe olvidarse que el Derecho es un arte («ius est ars boni et aequi») y, como todo arte, exige el seguimiento de unas pautas determinadas para la consecución de un resultado satisfactorio.

De esta manera, cada ley o norma jurídica, además de tener como fin último la Justicia y la ordenación de la sociedad, debe respetar y contribuir a la coherencia y armonía del ordenamiento jurídico.

La “elegantia iuris” -en el más elemental sentido de la expresión- era algo realmente importante para los legisladores de siglos pasados.

ABANDONO DEL AFÁN DE PERFECCIÓN

Sin embargo, en la actualidad se ha abandonado el afán de perfección y buen hacer que antaño caracterizaba a aquellos que tenían la egregia responsabilidad de redactar las leyes; habiéndose llegado a una situación de desorden en la que nos encontramos con una cantidad ingente de normas, de cuestionable oportunidad y calidad, que en muchos casos son reformadas o derogadas al poco tiempo de su entrada en vigor.

Esta denuncia no es ninguna primicia, ya que ha sido formulada por la más prestigiosa y autorizada doctrina.

A mediados del siglo XX, Carl Schmitt ya advertía del problema que suponía lo que denominó “legislación motorizada”, fenómeno al que también se refirió Ortega y Gasset como “legislación incontinente”, llegando a decir que el Estado se había convertido en una “ametralladora que dispara leyes”.

En este mundo de leyes desbocadas, en palabras de García de Enterría, el problema resulta agravado por la existencia de una pléyade de centros de producción normativa (Unión Europea, Estado, Comunidades Autónomas, Ayuntamientos).

Así, nos encontramos en la actualidad con un maremágnum de normas jurídicas realmente indigerible.

Por otra parte, y dejando a un lado la explicación detallada de los perturbadores resultados que genera todo lo antedicho, hay otra amenaza que se cierne sobre la integridad del Estado de Derecho, y que se está revelando de manera especialmente descarada en estos últimos días.

Me refiero a la utilización inadecuada y perversa del Decreto-Ley, lo cual bien puede considerarse una consecuencia -al menos indirecta- de la falta de respeto hacia la potestad normativa. Como es sabido, se entiende por Decreto-ley toda norma con rango de Ley que emana, por vía de excepción, del Gobierno.

En términos del articulo 86.1 de la Constitución Española de 1978 “En caso de extraordinaria y urgente necesidad, el Gobierno podrá dictar disposiciones legislativas provisionales que tomarán la forma de Decretos-leyes (…)”.

Es decir, se inviste al Gobierno (que carece de poder legislativo en sentido estricto) de la potestad de dictar normas con rango de Ley por requerirlo la extraordinaria y urgente necesidad de las circunstancias concurrentes.

No obstante, como establece el apartado segundo del artículo citado, los Decretos-leyes deberán ser inmediatamente sometidos a debate y votación de totalidad al Congreso de los Diputados, convocado al efecto si no estuviere reunido, en el plazo de los treinta días siguientes a su promulgación.

El Congreso habrá de pronunciarse expresamente dentro de dicho plazo sobre su convalidación o derogación, para lo cual el reglamento establecerá un procedimiento especial y sumario.

Se trata, por tanto, de un instrumento excepcional cuyo presupuesto de hecho inexcusable para su legitimidad es la “extraordinaria y urgente necesidad”.

TRIBUNAL CONSTITUCIONAL

Como ha declarado el Tribunal Constitucional en reiteradas ocasiones (recientemente en la STC 61/2018, de 7 de junio): “El concepto de extraordinaria y urgente necesidad que contiene la Constitución no es, en modo alguno, una cláusula o expresión vacía de significado dentro de la cual el lógico margen de apreciación política del Gobierno se mueva libremente sin restricción alguna, sino, por el contrario, la constatación de un límite jurídico a la actuación mediante decretos-leyes, razón por la cual, este Tribunal puede, en supuestos de uso abusivo o arbitrario, rechazar la definición que los órganos políticos hagan de una situación determinada”.

Este instrumento, tal y como está configurado en la Constitución, está perfectamente justificado, siendo precisa su existencia para aquellos casos en los que el procedimiento legislativo ordinario no puede responder eficazmente frente a una determinada situación de urgencia, correspondiendo en estos casos al Gobierno la importante función de mantener el orden justo de las cosas en aras del bien común.

Sin embargo, parece que al Gobierno actual le preocupa más la imposición apresurada de una serie de siniestras pretensiones partidistas que el hecho de utilizar correcta y legítimamente los mecanismos constitucionales.

Una clara manifestación de ello es el Real Decreto-ley 9/2018, de 3 de agosto, de medidas urgentes para el desarrollo del Pacto de Estado contra la violencia de género, el cual modifica, mediante su Disposición Final Segunda, el artículo 156 del Código Civil, en materia de patria potestad.

Esta modificación, que podría ser calificada, por lo menos, de alevosa y chapucera, no sólo se produce siendo verdaderamente cuestionable la extraordinaria y urgente necesidad, sino que, además, afecta a una materia tan esencial como la patria potestad.

Pero, quizás, lo más grave de este asunto es la osadía de atreverse a modificar una norma de tal importancia como es el Código Civil mediante Decreto-ley.

Los instigadores de este Decreto-ley ya pueden contar entre sus méritos el haberse convertido en los antagonistas de aquellos juristas que participaron en la codificación española del siglo XIX, donde la «prudentia legislatoria» era la máxima que regía su labor.

Con esto no quiero dar a entender que el Código Civil no necesite reformas; claro que las necesita, y en varias materias.

Pero en ningún caso puede hacerse de manera impremeditada e irreflexiva, invadiendo de manera grosera las competencias del Parlamento.

Por otro lado, el Real Decreto-ley 10/2018, de 24 de agosto, es otro claro ejemplo de la utilización espuria y torticera del mencionado instrumento normativo.

Ni Henry Fonda, en su papel de jurado número ocho, albergaría duda alguna sobre la ausencia de cualquier tipo de urgencia o necesidad en el propósito del mismo (básicamente, facilitar la exhumación de los restos de Francisco Franco y su traslado fuera del Valle de los Caídos después de más de 40 años).

La justificación que se trata de hacer en la exposición de motivos es, a mi juicio, tautológica e insidiosa, tratando revestir con la túnica de la legalidad aquello que a duras penas puede ocultar sus andrajos de fantasía partidista.

En fin, durante estos últimos días hemos sido espectadores forzosos del entierro de todo atisbo de prudencia, sabiduría y solemnidad en el ejercicio de la potestad de dictar Decretos-leyes.

Después de todo, quizás sí exista una exhumación de extraordinaria y urgente necesidad: la del bien común y la “elegantia iuris”; esperemos que sea posible su resurrección.

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